Testamento

Con mi madre muere una vida campesina que parecía conservarse intacta desde el Neolítico

Alicia Llop (Getty Images)

Me han contado que una vez el cantautor Víctor Manuel andaba por una calle de Madrid cuando un extraño lo señaló. “Ahivá”, dijo. “Víctor Manuel y Ana Belén”. No me extraña: primero, porque para la gente de mi edad Víctor Manuel y Ana Belén siempre han estado ahí, igual que, no sé, ...

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Me han contado que una vez el cantautor Víctor Manuel andaba por una calle de Madrid cuando un extraño lo señaló. “Ahivá”, dijo. “Víctor Manuel y Ana Belén”. No me extraña: primero, porque para la gente de mi edad Víctor Manuel y Ana Belén siempre han estado ahí, igual que, no sé, Bob Dylan, Vargas Llosa o Woody Allen; y, segundo —y sobre todo—, porque para nosotros son dos personas distintas y un solo ser verdadero, igual que nuestros padres. Por eso los padres no se nos mueren de verdad hasta que los dos han muerto; yo, al menos, solo he sentido que ha muerto del todo mi padre, que en teoría murió hace 17 años, cuando mi madre ha muerto, hace apenas unas semanas. Esto tampoco debería extrañar.

Cuando mueren tus padres muere un mundo. Con mi madre, por ejemplo, muere una vida campesina que parecía conservarse intacta desde el Neolítico, en la que ella nació y creció; muere la Guerra Civil, que padeció de niña, y el franquismo, bajo el que vivió durante cuatro décadas sin tregua; mueren mi infancia, mi adolescencia y mi juventud, que yo creía que seguían vivas, y muere un universo firme, coherente y ordenado por el cristianismo: solo diré que mi madre estaba totalmente segura de que, después de su muerte, volvería a ver a mi padre, y que, comparada con la fe de mi madre, la del papa Francisco parece más bien dubitativa. Mi madre quería a mi padre con una pasión bestial, excluyente: lo conocía desde niña, y conquistarlo fue la gran aventura de su vida, una aventura que no se cansaba de contar, como si fuera una heroína de Jane Austen, a quien nunca leyó. Es curioso: cuando mueren tus padres empiezas a enterarte de cosas raras o que te parecen raras, igual que si la muerte quisiera demostrarte que no estuviste lo bastante atento a su vida. Al morir mi padre —un veterinario rural extremeño trasplantado a Cataluña, un pluriempleado que trabajaba de sol a sol para mantener a su familia—, yo me enteré de que lo primero que hizo tras su jubilación fue inscribirse en un curso de catalán para adultos; al morir mi madre —un ama de casa aficionada a leer que no paraba de lamentarse de su incultura (“Qué pena, hijo mío: yo lo único que aprendí en el colegio fue la lista de los reyes godos”)—, me enteré por una necrológica de que era capaz de determinar, examinando la lengua de un cerdo al microscopio, si el animal había contraído la triquinosis. Contaba 34 años cuando emigró de su pueblo, Ibahernando (Cáceres), en busca de un futuro mejor para su marido y sus cinco hijos, pero nunca acabó de salir de él, a 1.000 kilómetros de distancia de donde en realidad vivía. Hace tiempo le diagnosticaron alzhéimer. Sus últimos meses los pasó en una residencia, junto a su casa, en el barrio gerundense de La Devesa; siempre fue una mujer muy sociable, y estaba feliz allí, porque todo el mundo a su alrededor era de Ibahernando (o, como mínimo, de Trujillo). En esa época hablaba mucho, aunque no se entendía lo que decía, o solo se entendía la música, no la letra; pero una tarde articuló unas palabras inteligibles, las últimas que le escuché: por eso (pero no solo por eso) sentí que eran su testamento. Aquella tarde llevábamos un rato solos, cogidos de la mano y en silencio; hacía meses que mi madre no sabía quién era yo (aunque sabía que era alguien muy próximo, y que la quería), pero de golpe pareció reconocerme. “Mira, Javi”, me dijo como si se disculpara, mirándome con sus ojos vidriosos. “Yo siempre fui una persona humilde. Siempre pensé que los demás eran mejores que yo. Desde niña. No sé por qué, pero siempre lo pensé. ¿Y sabes lo que he comprendido, ahora que ya soy mayor?”. “¿Qué?”, le pregunté. “Que ser humilde sale a cuenta”, contestó.

Todo esto lo recordé el 2 de diciembre de 2024, mientras caminaba al amanecer por las calles de Girona, horas después de que mi madre muriese. Al día siguiente, durante su funeral, que se celebró en su parroquia de siempre, atestada de vecinos del barrio, entregamos un recordatorio con un versículo del Sermón de la Montaña que Jesucristo debió de pronunciar pensando en ella: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque verán a Dios”.

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