11 ladrones, una crisis política y varios misterios aún por resolver: crónica del asalto al Banco Central en Barcelona
El 23 de mayo de 1981, tres meses después del intento golpista del 23-F, tuvo lugar uno de los capítulos más rocambolescos y enigmáticos en la crónica de sucesos española, el asalto al Banco Central en Barcelona, ahora convertido en miniserie por Daniel Calparsoro. A partir de los testimonios de algunos de sus protagonistas y de las fotografías que publicó EL PAÍS, reconstruimos aquellos hechos
Ocurrió el sábado 23 de mayo de 1981, apenas seis años después de la muerte del dictador Franco. Una banda formada por 11 atracadores con pasamontañas y armados hasta los dientes entraron en el Banco Central de la plaza de Catalunya, en el corazón de Barcelona. Al poco, la Policía encontró una nota en una cabina telefónica. Los asaltantes exigían la liberación del teniente coronel Antonio Tejero y de tres militares más, en prisión por su presunta implicación en el intento de golpe de Estado del 23-F, ocurrido exactamente tres meses antes. Si no se cumplía su demanda, los asaltantes amenazaban con volar el edificio con los rehenes dentro. De repente, lo que parecía un robo se transformó en una crisis política de primer orden. A lo largo de 37 horas de infarto, la democracia española pareció pender de un hilo.
El año 1981 fue eléctrico. Los atentados de ETA arreciaban, las intentonas desestabilizadoras de la extrema derecha estaban a la orden del día y el desencanto político tras los primeros años de la Transición no hacía presagiar nada bueno. El paso de la dictadura a la democracia se había producido sin apenas cambios estructurales, y eran muchos los militares que querían volver al pasado (no todos: los de la Unión Militar Democrática, fundada en los estertores de la dictadura, se jugaron el pellejo en los cuarteles). Las preocupaciones iban en aumento. La crisis económica era galopante, la heroína empezaba a arrasar entre los jóvenes y las calles se pusieron peligrosas. Se respiraba un cierto aire noir. Como dice un detective interpretado por Alfredo Landa en la película El crack, de José Luis Garci, de ese mismo año: “Hace tiempo que está lloviendo mierda”. Pero aquella primavera refulgía el sol y los colores parchís —verde loro, azul chillón, rojo sangre— en camisetas y pantalones eran lo más. Los Burning, Kool and the Gang, Los Chichos y Boney M. sonaban en la radio y en los cines triunfaban las películas de quinquis. Soñar era gratis, y muchos creían que el dinero lo podía comprar todo.
Eso pensaba José Juan Martínez Gómez, el jefe de la banda de los asaltantes, después conocido como Número Uno o El Rubio, aunque era pelirrojo, cuando se despertó la madrugada de aquel sábado. En poco tiempo sabría si iba a pasar el resto de su vida entre hoteles, restaurantes y discotecas de la Costa del Sol o si iba de cabeza a la cárcel. O peor. Al cementerio. “Pero quien no arriesga no gana”, me confesó cuatro décadas después en el bar del Kursaal, en San Sebastián.
De aquel día recordaba que llegó el primero a la plaza de Catalunya, que se fumó muchos cigarrillos Winston, y que mientras esperaba al resto de la banda sentía cómo las enormes letras blancas de neón -B-A-N-C-O C-E-N-T-R-A-L-, entre las cúpulas del edificio, le arrastraban como un imán. Cuando entraron en tromba en el banco, gritando y disparando al techo, muchos trabajadores y clientes pensaron que su vida se acababa en ese instante. Eso le pasó a Jordi M. Años después, sentado en una terraza del barrio de La Prosperitat de Barcelona, recuerda que aquella mañana salía del lavabo de la tercera planta cuando de repente vio a un tipo con “un señor pistolón”. Lo llevó hasta la sala principal del banco, donde vio a un montón de compañeros, algunos llorando y gimiendo, tendidos en el suelo. Ese fin de semana se iba con su familia a un camping de la Costa Brava y allí, encerrado, se imaginó a su esposa y a sus hijos cargando el coche de toallas y de cerveza fresca, esperándole.
Sentada en el sofá de su casa en Masnou, Teresa G. también recuerda esa mañana. Había salido a tomar un café a un bar de la Rambla y de vuelta al banco, nada más cruzar la puerta forjada de hierro, un encapuchado la cogió y la obligó a bajar al sótano. Lo paso mal, y aún años después la visión de una sombra a su lado, en cualquier semáforo, le hacía temblar de miedo.
En su casa de Girona, Ramón M. convive con el mismo enigma. Él era taxista, a veces llevaba documentos a Barcelona, y ese sábado traía unos papeles a la sede del Central de la plaza de Catalunya. Después de aquella entrega tenía planeado ir a la playa con su esposa, pero al cruzar la puerta una mano cogió a Ramón por la pechera y una voz le dijo: “¡Mala suerte. Palante!”.
Jordi, Teresa y Ramón, como tantos otros 260 rehenes aquel fin de semana, pensaron que aún tenían muchas cosas por hacer. No querían morir. Pero ya no estaban seguros de nada. Ni siquiera de lo que estaba pasando. Ante aquellos hombres enmascarados, unos sospecharon que eran elementos de la extrema derecha y otros que eran unos ladrones de baja estofa. Pero todos sintieron terror.
Psicosis golpista. Aquella mañana de 1981 los teléfonos de La Moncloa echaban humo. El presidente, Calvo Sotelo, reunió de urgencia a un gabinete de crisis. En plena psicosis golpista, algunos dieron por buena la sospecha de que en el banco podría haber guardias civiles: en el transcurso de las primeras negociaciones con los asaltantes del Central, un mando del Cuerpo creyó identificar la voz de Número Uno con un miembro de la Guardia Civil presuntamente implicado en el asalto al Congreso de los Diputados tres meses antes. Como una mancha negra, los rumores y la incertidumbre se fueron extendiendo por todo el país. Los GEO (Grupo Especial de Operaciones de la Policía), uniformados y con fusiles de asalto, llegaron al centro de Barcelona a mediodía del sábado. Habían cogido un avión normal desde Madrid —entonces una solución más rápida que preparar un vuelo militar—, dejando al resto del pasaje sin respirar del susto. En la plaza de Catalunya se sumaron al millar de hombres armados que acordonaban la zona.
Uno de ellos era un espía que se hace llamar Paco. Décadas después, en una terraza en Chamartín, confiesa que en el Cesid estaban bastante convencidos de que el asalto era una maniobra de desestabilización política. Lleva un informe en la mano que explica esa tesis, aunque sin prueba alguna concluyente. Lo sé porque en un momento hizo la vista gorda y me dejó fotografiarlo. De aquella época Paco recuerda el viscoso ambiente de sospecha y traición entre los servicios secretos de la Guardia Civil y el Cesid a causa del 23-F. Recuerda también que en la plaza de Catalunya había muchas radios emitiendo la crisis en directo, y que eso fue un quebradero de cabeza para el Gobierno. Allí estuvieron también, apenas sin dormir, un equipo de Televisión Española y un montón de fotógrafos y periodistas de prensa.
Uno de ellos era José Martí Gómez, fallecido el 22 de febrero de 2022. A finales de 2021, en su piso cerca del Camp Nou, recordaba que los policías de la ciudad, bregados en las calles y con los pies en el suelo, desde el principio sospecharon que los asaltantes eran en realidad una banda de ladrones temerarios y con una imaginación a prueba de bomba.
“Fue un encargo de los servicios secretos”, asegura en cambio José Juan en el Kursaal. “En el banco había un maletín con documentos que comprometían al Rey y a varios políticos en el 23-F, y me pidieron sacarlos a cambio de dinero”, insistirá en sucesivos encuentros en Barcelona, en L’Hospitalet y en un pequeño pueblo de Tarragona, aportando su palabra como única prueba.
Vino, tabaco y tele. En la banda de El Rubio la mayoría ya había robado bancos y estaban fichados por la Policía, pero otros no. Es el caso de Mariano B. Lo explica en un bar de Terrassa: en 1981 él era un chaval de 21 años sin antecedentes policiales, loco por las carreras de fórmula 1. Le hablaron del plan del Central y se apuntó. “Yo tenía entonces un Seat 1430, y pensé que con ese dinero podría comprarme un Renault Copa Turbo”, dice. Y después sentencia: “Y lo que dice José Juan sobre los servicios secretos no es verdad. Ese tío es un fantástico que se cree sus propias mentiras”. Mariano recuerda que aquel fin de semana tenían que cavar un túnel para escaparse en una pared del sótano del banco, pero pronto se dieron cuenta de que el taladro que llevaban no servía. Y empezaron a ponerse nerviosos. Después cayó la noche, el centro de la ciudad adquirió un aire de sepulcro y a la puerta del banco llegaron unos voluntarios de la Cruz Roja con tabaco, vino, bocadillos y una televisión. El agotamiento y la tensión estaban acabando con todos. A las seis de la mañana llegó una ambulancia para llevarse a una rehén por un ataque de histeria.
Tiempo después de encontrar a Mariano, una tarde descubrí un tesoro en el sótano de la Facultad de Derecho de la Universitat de Barcelona. Era un documento del fiscal de guardia aquel fin de semana, el encargado de informar puntualmente al Gobierno sobre todo lo que iba ocurriendo. En él dejaba claro su escepticismo ante la creencia de la implicación de la Guardia Civil, y no ocultaba su asombro ante algunas de las llamadas que, mezcladas con las negociaciones con las autoridades, fue recibiendo José Juan en el banco: la esposa de Tejero riñéndole por asustar a la gente, un hombre que se hacía llamar El Legionario Rojo animándolo a seguir con todo aquello, o un presunto cliente de uno de los asaltantes —de profesión, chapuzas— que reclamaba un presupuesto para unas obras que le estaba haciendo en su casa.
Semanas después del hallazgo, en la Barceloneta, junto al puerto de la ciudad, me reuní con antiguos amigos de El Rubio. Explicaron que el asalto al Central se planeó en el bar Emilio, un local de estibadores, anarquistas, ladrones, buscavidas y conspiradores contra el orden que ya no existe. Algunos pensaron meterse en el asunto, pero vieron algo turbio y se retiraron. El domingo por la noche se enteraron de que hubo un intento de huida de un asaltante cuando la banda iba a rendirse y que acabó muerto de un disparo a manos de los GEO. Las fuerzas especiales aprovecharon entonces la conmoción de los tiros para meterse en el banco y liberar a los rehenes.
Más de cuatro décadas después de esta historia, sigue habiendo una pregunta en el aire: ¿qué fue el asalto al Banco Central? ¿Un acto de desestabilización política o uno de los intentos de atraco más extraordinarios que se recuerdan?