El ‘adiós a la vida’ de Pablopablo en Casa Salvador entre comida, bebida y fotos de toreros
El compositor, intérprete y productor elige esta castiza e inalterable tasca del madrileño barrio de Chueca como escenario para proponer su ‘última cena’
Hay profesiones donde apellidarte como tu padre suele abrir puertas, como ocurre en la banca con los Botín, o en la abogacía con los Garrigues, y hay otras, como en el mundo del arte, donde compartir el apellido te somete a todo tipo de comparaciones: canta mejor o peor, diverge o continúa una saga, ha heredado el talento o solo ha heredado los contactos. Quizás por ese motivo este madrileño de 26 años, de nombre Pablo, renunció a ver su apellido en el cartel y multiplicó su nombre por dos: ahora es sencillamente...
Hay profesiones donde apellidarte como tu padre suele abrir puertas, como ocurre en la banca con los Botín, o en la abogacía con los Garrigues, y hay otras, como en el mundo del arte, donde compartir el apellido te somete a todo tipo de comparaciones: canta mejor o peor, diverge o continúa una saga, ha heredado el talento o solo ha heredado los contactos. Quizás por ese motivo este madrileño de 26 años, de nombre Pablo, renunció a ver su apellido en el cartel y multiplicó su nombre por dos: ahora es sencillamente Pablopablo. Basta escuchar una canción suya para entender que no se deshizo del apellido por miedo a la comparación, sino para permitir al oyente entrar limpio de cualquier expectativa a un universo musical propio donde los sonidos y la voz flotan mecidos en una corriente que parece brotar de un sueño.
Le hemos citado en Casa Salvador, una vieja tasca madrileña encallada en un tiempo en que Chueca no significaba lo que hoy significa Chueca, y donde perviven con el brillo de las reliquias de las viejas iglesias los manteles de cuadros rojos y blancos, los vasos cortos y los coloridos cuadros de toreros. Pablo llega con una sonrisa y un gesto de asombro a este comedor vestigial, mirando con curiosidad todos los cuadros y las fotos que nos rodean, le sostiene la mirada un rato a un retrato de Hemingway que hay sobre nuestra mesa. La temática taurina del local está hundida en una época y una estética tan extrañas para él que solo le alcanzan con el inocuo encanto de lo pintoresco.
Al sentarse, Pablopablo revela en su antebrazo un tatuaje con el contorno montañoso de El Escorial, la localidad madrileña donde creció y que le provoca un tenue sentimiento de pertenencia, pues bajo ese tatuaje corren mezcladas sangre alemana, uruguaya, escandinava, asturiana. Se sabe un poco de todas partes y no está claro dónde vive, si en Londres, en Madrid o en la carretera. En realidad vive en la música, y no de una manera metafórica: Pablo vive allá donde le lleva la música que compone, graba y toca en directo.
Según salen unos huevos rotos con morcilla, le pedimos que piense en su última cena, tras la cual morirá, y le damos a escoger entre una muerte natural solo para él, o el final del mundo, que es una muerte compartida con toda la humanidad. Pablo encuentra más atractiva una cena de celebración del apocalipsis. Asegura que el fin del mundo es una narrativa muy asentada en su generación. A estas alturas de la historia han visto los ciclos de idealismo y de traición del ideal que se han sucedido desde Mayo del 68 hasta el 15-M, por eso Pablo cree que las expresiones culturales de sus coetáneos están transidas de una desesperanza congénita, aunque matiza: esta desazón generacional es algo más aguda entre sus amigos ingleses, por el Brexit, que en el mundo hispano. “Esta desesperanza está en las letras que se viralizan en TikTok, hay mensajes buenos en esta generación, como el empoderamiento de la mujer, pero hay otro que aparece todo el rato y es que nadie se quiere enamorar. Ella perrea sola, pero no se enamora, que es guay, porque es independiente, pero lo de que no se enamora ya no es porque sea una mujer empoderada, sino porque esta generación no se enamora”.
Le preguntamos cuál sería el menú para este apocalipsis, con quién lo compartiría, qué música escucharía. Él solo tiene una cosa clara, pero la tiene tan clara que no tarda un segundo en contestar: esa cena solo podría ser en un lugar de la costa de Uruguay, pasado Punta del Este, que se llama La Paloma, y donde su familia paterna pasa el verano austral. “Todo el concepto de La Paloma es raro… Un lugar feo, alguien que lo vea por primera vez diría ‘no lo pillo’, pero para mí es el paraíso. Es un sitio árido, el agua es marrón, la playa está llena de rocas, la primera vez que te metes en el agua te cortas entero”. La belleza del lugar no es evidente a primera vista, uno la va descubriendo en esa playa que no se acaba nunca, que ofrece una sensación de infinidad, la descubre al atardecer, con el paso lento de la gente que se pasea. Es imposible atravesar el pueblo en menos de tres horas, nos dice, porque todo el mundo se saluda, se van enredando unos con otros al pasar, se quedan quizás a tocar música juntos, a echar un trago, a una comida improvisada.
Será complicado reunir en un solo sitio a la gente que quiere, su núcleo afectivo se ha disgregado por el mundo, pero esa noche quisiera reunir a sus padres, su familia, unos primos de Barcelona, su novia medio italiana, tres amigos de Londres y ese amigo que es espejo y explica su paso por el mundo, uno de El Escorial que se fue a París “y que es el único amigo que ha sobrevivido a todas las fases de la vida, desde que nos conocimos con un año en la guardería hasta grafitear farolas por El Escorial con 12 años. Luego de la fase en la que nos gustan el club y las drogas, pasamos a la fase de ya no nos gustan nada las drogas y ahora somos más sanos y creamos cosas, hasta hoy que él es escritor y yo, músico”. Por si fueran pocos en la cena, añade entre carcajadas: “Teletransportaría a algún cantante famoso que me flipe, sin su consentimiento, que moriría con nosotros esa noche”.
Le pregunto qué hace para divertirse con sus amigos, y él precisa muy categóricamente que ahora, a sus 26 años, lo que más le divierte en el mundo es “beber algo rico, con la promesa de que vamos a ir a algún sitio, pero que no estamos obligados a ir… Es como una previa, necesitas la ilusión de que vas a ir a un sitio, para luego tener el placer de quedarte tranquilamente donde estás, poniéndonos música, enseñándonos nuestros proyectos. Al final has tenido la diversión del principio, pero no tienes que ir luego a un club a no poder hablar”.
La parte de la comida no la tiene tan clara, le cuesta pensarla y pasa un rato hasta que evoca una ensalada que hace su madre, con pimientos asados al horno y queso de cabra, y un aderezo que solo sabe ella, que es lo que le prepara por su cumpleaños siempre. Estando en Uruguay no ve cómo evitar el asado, que le gusta bastante, pero el empacho que le causa esa enorme cantidad de carne, que durante horas no deja de salir de la parrilla cada 10 minutos, termina por quitarle el placer. Haría un asado muy breve y contenido, si es que eso es posible, que le dejara espacio al que desde niño es su plato favorito: ñoquis con pesto casero. Su imaginación gastronómica empieza a calentarse ahora y pide una melanzane alla parmigiana, y luego ya con excitación infantil proclama la gloria del oeuf mayonnaise, lo dice en francés porque ha de ser el mismo que probó una vez en París, sencillísimo y sobre una hoja de lechuga, y ya de postre pide otra cosa que también probó una vez en París, que ahora no acierta a nombrar pero que por su minuciosa descripción todo indica que era un babá al ron flambeado.
Tras este festín, saciada ya el hambre, podría afrontar junto a los comensales el drama que se les avecina. El alcohol sería un buen lubricante para entrar a considerar la muerte: “Sé poco de bebidas, pero el palo cortado me lo enseñó mi viejo y me voló la cabeza, eso es lo que bebería”. Aquí es cuando empezarían a buscar el consuelo de la música, arrancarían cantando la discografía entera de los Beatles, que es algo con lo que todo el mundo puede conectar y hacer comunión; después de ese primer acto “seguiría como un bolo, en el medio habría un momento más confesional, donde cada uno pueda tocarse una canción un poco más triste, pero luego tenemos que terminar arriba otra vez, no sé muy bien con qué…”. Aquí mastica a dos carrillos esos huevos rotos con morcilla mientras piensa. Quizás cuando estás al borde de la muerte, reflexiona, “reviertes a ser un niño y esas cosas que tú habías pensado que no eran cool y que no deberías cantar, las podrías tocar, porque te la pela ya ser cool… Algo como el reggae, que es ahora lo menos cool que hay. Algunas canciones de Bob Marley serían guapísimas en este momento”. Este es el punto de la entrevista donde Pablo le hace sentirse vieja a Coco Dávez y a mí me convierte en un fósil viviente, ¿cuándo dejó de ser cool Bob Marley y por qué no me he enterado? me pregunto. Después, y por ese camino desacomplejado, cantarían a Britney Spears, al unísono.
Viendo ya este repertorio le pregunto si se baila en la cena, pero él cree que no: “Para bailar hace falta altavoces y enchufar, y subes tanto, ya no puedes bajar de ahí, porque cuando bajas nos acordamos de que se va a acabar el mundo, hay que mantener un buen balance y no subir demasiado para que no se pueda bajar, pero tampoco se debe parar”. Dice que es preferible no llegar a la euforia, ni a la histeria con un volumen atronador, es mejor quedarse en una alegría tranquila, y para poder lograrlo, quizás incluso habría que acabar con los Beatles también. Qué canción, pregunto: “All you Need is Love”.