Bonnie Prince Billy: música de kilómetro cero
Will Oldham, grande del ‘country’ alternativo estadounidense, nos recibe en su casa de Louisville (Kentucky), ciudad cuya escena artística celebra en su último disco, para hablar del ritual de hacer y escuchar música en compañía, de su odio a Spotify y de por qué considera a los Beatles “el imperio del mal”
Will Oldham está al volante de su viejo Mini Cooper, dando vueltas por el elegante cementerio de Louisville en busca del sitio del último descanso de su vecino más famoso: el boxeador Muhammad Ali. Ha visitado el lugar “cientos de veces”, pero no se aclara del todo con sus senderos. “Por ese de ahí”, dice, “se llega a la tumba de mi madre”.
Ella murió en 2020, poco antes de la pandemia. Fue con el fin de cuidarla que el músico de country alternativo que se esconde...
Will Oldham está al volante de su viejo Mini Cooper, dando vueltas por el elegante cementerio de Louisville en busca del sitio del último descanso de su vecino más famoso: el boxeador Muhammad Ali. Ha visitado el lugar “cientos de veces”, pero no se aclara del todo con sus senderos. “Por ese de ahí”, dice, “se llega a la tumba de mi madre”.
Ella murió en 2020, poco antes de la pandemia. Fue con el fin de cuidarla que el músico de country alternativo que se esconde tras el alias de Bonnie Prince Billy regresó a la ciudad de Kentucky en la que nació y creció. La universidad lo había llevado a Bloomington, en la vecina Indiana; después, siguió a su hermano mayor a Baltimore. Probó en Alabama. Y con aquella novia se mudó a Iowa. Cuando estaba a punto de comprarse una casa en California tras una ruptura, la inesperada noticia de la muerte de su padre, fulminado por un infarto, lo devolvió a casa. Ahí se dio cuenta de que su madre, profesora y artista (y autora de la portada de uno de sus álbumes), estaba “empezando a desarrollar una preocupante pérdida de la memoria”, así que decidió quedarse, para estar cerca de ella.
Parece reconciliado con esa decisión. Su disco Keeping Secrets Will Destroy You (Domino / Music As Usual, 2023) es otra prueba de ello. Se trata de un compendio de canciones acústicas, de aire doméstico, que celebran el sentimiento de pertenencia a una comunidad y el ritual de hacer y escuchar música en compañía. Tras un fallido intento en un estudio profesional, lo grabó con varios miembros de la escena de Louisville —de la que Oldham es tal vez su exportación musical más interesante— en la misma casa en la que nos recibió una soleada mañana para una conversación que se prolongó hasta la caída del sol.
Durante la grabación, el cantautor colocó en el salón unos micrófonos y fue recibiendo a los músicos para que “cada cual añadiera su parte”. La estancia tiene una chimenea y un tocadiscos barato en una esquina en el que el día de la entrevista sonaba un álbum del cantante de Honolulu Mahi Beamer. Que la música hawaiana es una de sus obsesiones quedó claro nada más llegar; la primera media hora se fue en una conversación sobre la reciente muerte del maestro del falsete de las islas Darren Benitez y la escasa información que Oldham había logrado recabar acerca de las circunstancias de su desaparición. “Si yo fuera periodista, la investigaría”, dijo. Sobre un sofá desvencijado, estaba la imagen que adorna la portada del disco. Es de una cafetería en Yan’an, ciudad turística de China, en una de cuyas paredes cuelga a su vez una foto de un suburbio americano. En uno de los típicos giros del humor ligeramente surrealista del cantante, podría ser un rincón de la tranquila calle de Louisville en la que vive.
Al final de un cul de sac, el músico tiene dos casas de estilo victoriano. En una trabajan él, que instaló un pequeño estudio en el desván, y su esposa, la artista Elsa Hansen, que aplica la técnica del bordado a una estética llena de referencias pop. En la de al lado, la pareja vive junto a su hija de cinco años, Poppy, que está en esa edad en la que las niñas lo quieren saber todo. Oldham concedió la entrevista con dos condiciones: que el periodista viajase a Kentucky, y que lo hiciera una vez que el álbum hubiera sido publicado, y no, como es (o solía ser) costumbre, en las semanas previas a la salida. “Mientras estoy trabajando en un disco me siento en mitad de la maleza, abriéndome paso en la jungla de esas canciones. A menudo no sé sobre qué tratan hasta meses después”.
Los condicionamientos promocionales forman parte de una reflexión más profunda sobre “el modo en el que se comparte ahora la música”. Para presentar el álbum, pidió a un amigo, un cineasta experimental de Louisville, que montara una película para ilustrar las letras de esas canciones con imágenes de archivo. El filme lo estrenaron en Nueva York, con la presencia de Oldham.
El objetivo era promover la “escucha atenta”, ahora que se ha vuelto tan infrecuente. De ello culpa a los teléfonos inteligentes y se enfada cuando se le pregunta por qué la mayor parte de su discografía no está en Spotify. “Me hace gracia hasta tener que responder a eso. Lo odio con todas mis fuerzas. No es ya que roben a los músicos”, dice Oldham. “Es también un espacio en el que eres vulnerable. Crees que posees las canciones que te emocionan cuando en realidad no tienes nada; todo pertenece a una corporación a la que le estás regalando una parte muy íntima de tu vida. Acabaron con la ceremonia de regalar música y eliminaron todo tipo de memoria sensorial del descubrimiento de una canción. Antes podías decir: ‘La escuché en la radio’. O: ‘Me la descubrió un amigo’. Ahora es más bien: ‘Sí, lo recuerdo perfectamente. Estaba mirando mi teléfono: la reprodujo el algoritmo”.
También le irrita la ausencia de contexto que la plataforma alienta, y no solo porque se hurte a los usuarios información como el nombre de los intérpretes o del sello discográfico. “Las canciones están suspendidas en un éter temporal. La música vieja frente a la nueva. Esto tiene un efecto perverso en las bandas actuales: cada día pelean en igualdad de condiciones con grupos como Led Zeppelin, y eso no es justo”. El nuevo álbum sí está colgado en Spotify, pero piensa retirarlo pronto. “Lo hago con la fantasía de que a lo mejor alguien note que ha desaparecido y entonces necesite comprarlo”, dice.
En su casa-estudio, hay discos y libros por todas partes, pero Oldham no es un coleccionista, ni un audiófilo; tampoco un snob del vinilo. “Algunos álbumes son excelentes CD”, advierte. “Otros, maravillosos cassettes. Y uso YouTube como la impresionante biblioteca que es”. Su experiencia de escucha ideal es por la mañana, mientras lee, con un tocadiscos automático que reproduce dos álbumes seguidos sin necesidad de cambiar la cara.
El músico, de 54 años, creció en un tiempo en el que “uno tenía que ahorrar para comprarse un elepé de siete dólares, y luego le dedicaba semanas, meses”. “Más valía no equivocarse”, recuerda. De la colección de sus padres heredó a Leonard Cohen o los Stanley Brothers. “El bluegrass y la música tradicional fueron la banda sonora de mi infancia”, recuerda. De adolescente, se interesó por el punk y el hardcore, especialmente por Glenn Danzig (Misfits), “que era el más melódico de aquellos cantantes”. De la mezcla de ambas estéticas surgió en los años noventa por todo Estados Unidos y de una manera natural la escena del “country alternativo”, a falta de una mejor etiqueta para describir una puesta al día de las variantes de la música vernácula (del góspel al blues, y del soul al country) que suele englobarse bajo el paraguas de Americana.
En una entrevista telefónica, el guitarrista y musicólogo Nathan Salsburg, vecino de Louisville y asiduo colaborador de Oldham, definió la escucha cuando era adolescente de los primeros discos del cantautor a mediados de los noventa como “una revelación”. “Era un sonido que venía de ninguna parte”, explicó, “y al mismo tiempo lo sentía como muy nuestro. Sonaba antiguo y nuevo a la vez. Y capturaba bien esa esencia de Louisville de pequeña ciudad sureña, que también la tiene”. (En el imaginario estadounidense, el Norte de Kentucky es una mezcla un tanto imposible entre el Sur y el Medio Oeste; cuál de las dos sensibilidades predomina es un asunto abierto a debate).
Los primeros pasos de Oldham fueron, antes de la música, como actor. Su adolescencia coincidió con los años dorados del teatro en Louisville, cuando la ciudad acogía un festival de nueva dramaturgia estadounidense de relieve internacional. En 1985, debutó en el cine en “una película terrible dirigida por el cantante de country Jerry Reed”. Dos años después, participó en Matewan, un drama sobre una masacre de mineros en Virginia Occidental del cineasta independiente John Sayles. Lo contrataron después de que una directora de cásting lo viera actuar en el festival. La película fue un moderado éxito, y su faceta interpretativa, aparcada después, la retoma a veces (la última, en Bikeriders, ahora en cartel). Tal vez la más satisfactoria de esas veces sea Old Joy, de la autora indie Kelly Reichardt, una historia de dos viejos amigos que ya no se reconocen en las mismas cosas de siempre.
Su primera aportación relevante a la música alternativa tampoco fue como cantante, sino como fotógrafo: es autor de una de las imágenes más recordadas del indie estadounidense de los noventa, la portada del segundo e influyente álbum de la banda de post rock Slint, otros héroes de la escena local. En ella, las cabezas de sus cuatro miembros flotan en el agua, que el contrastado blanco y negro hace parecer petróleo. La imagen está colgada en Surface Noise, una tienda de discos-librería–galería de arte de Louisville. Ante su vieja fotografía, Oldham contó que el bajista de Slint, que se separaron tras un fogonazo de creatividad, es hoy su profesor de pilates.
El dueño de Surface Noise es el músico y poeta Brett Eugene Ralph, otro veterano de la escena. Al entrar por la puerta, Ralph saludó efusivamente a Oldham; se pusieron al día sobre cómo le van las cosas a este o aquel amigo común y repasaron exposiciones y conciertos por venir. “Es un tipo muy generoso, siempre está dispuesto a ayudar a los músicos locales”, contó después Ralph.
Antes de la visita a la tienda, Oldham había conducido hasta uno de los puentes que cruzan el río Ohio. Esa corriente majestuosa que separa Kentucky e Indiana recorre toda su discografía: tituló una de sus primeras canciones Ohio River Boat Song, y en Keeping Secrets Will Destroy You hay otra, llamada Kentucky is Water e inspirada en el eslogan de una organización local que trabaja en limpiar esas aguas que atrajeron al primer antepasado de Oldham, su tatarabuelo materno, que se asentó aquí. Llegó para ganarse la vida con el comercio proveniente de las grandes ciudades del norte, Pittsburgh y Cincinnati.
Su historia y la de Louisville están íntimamente entrelazadas. Quedó demostrado cuando contó una larga anécdota –sobre una emisora de radio comunitaria local y la resolución de una disputa entre vecinos– con una serie de protagoniztas relacionados entre sí y, sobre todo, con su familia. Fue durante un paseo en coche por la ciudad y por sus recuerdos. En una de las calles, “estaban las pizzerías, iglesias y bares en las que se organizaban conciertos de punk”. En otra, su “novia de principios de los dos mil tenía una tienda de ropa de segunda mano”. Un “par de cuadras más allá” grabó su primer disco. Y la avenida que dividió tradicionalmente el Louisville negro del blanco le sirvió para recordar el asesinato en 2020 a manos de la policía de Breonna Taylor, una joven enfermera afroamericana. Aquella tragedia dejó al descubierto el racismo institucional de las autoridades de la ciudad y encendió las protestas, junto con la muerte de George Floyd, por todo el país, durante aquel verano de la pandemia y de la toma de conciencia del movimiento Black Lives Matter.
La ética de los noventa
Al principio de su carrera, Oldham grababa sus discos con variantes de un mismo seudónimo: Palace, Palace Brothers o Palace Music. Aquellos trabajos participaban de una estética que se bautizó como anti-folk (guitarras distantes, grabaciones imperfectas, voces rotas) y de la ética de los noventa, cuando lo peor que uno podía hacer era darse importancia. En las notas de su primer álbum ni siquiera quedaba claro quién era el líder, cuyo nombre aparece mezclado con el resto de los participantes bajo la frase: “Sin estos músicos no habría sido posible”.
Con los años, empezó a firmar como Bonnie Prince Billy, como un homenaje a Bonnie Prince Charlie, aspirante escocés sin fortuna al trono inglés, y al pianista de jazz Nat King Cole, aunque a veces, como cuando publica música instrumental, prefiere hacerlo con su propio nombre. La decisión de parapetarse tras un alias le permitió tomar distancia, interpretar un personaje como cuando era actor. No le preocupa que lo acabe engullendo, más bien al contrario: le hace “mucha gracia”, dice, cuando en Europa la gente lo reconoce y lo llama Bonnie por la calle.
Con o sin seudónimo, es un artista prolífico al que es difícil seguir la pista, aunque sus fans sepan cuándo un álbum, como pasa con Keeping Secrets Will Destroy You, es de los importantes. A la pregunta de si lleva la cuenta de cuántos ha publicado en estos 30 años, responde que no. Tampoco tiene ni idea, añade, de cuál es el que mejor ha vendido.
Sobre su forma de trabajar, resume: “Un par de veces al año miro la cuenta del banco, y si veo que lo necesito, grabo un nuevo álbum; así de simple. Hay una narrativa sobre la productividad de los artistas que me exaspera. ¿Por qué tradicionalmente las bandas sacaban un disco cada dos o tres años? Porque la industria y los mánagers les obligaban a eso, para no saturar el mercado. Eso no va conmigo”.
La última referencia de su catálogo llegó en mayo: un disco, firmado a medias con Salsburg, con dos versiones acústicas de 20 minutos de canciones, mucho más cortas, de la banda de punk de Baltimore Lungfish. El día de la entrevista, Oldham puso en su estudio casero una de ellas, Hear the Children Sing, que es también el debut discográfico como corista de su hija y de la de Salsburg.
Las versiones y las colaboraciones son una parte importante de su trabajo. Tiene álbumes enteros dedicados a ellas, como The Best Troubadour (2018), que celebraba a uno de sus héroes, la leyenda country Merle Haggard (“murió en 2016, como Muhammad Ali y Leonard Cohen, ¿no es curioso?”). Y durante la pandemia ideó con otro superviviente del anti-folk, Bill Callahan, un disco de repertorio inesperado, con títulos de Billie Eilish o Steely Dan. A veces, es porque le gustaría haber escrito tal o cual tema ajeno. “Y la mejor manera de entender cómo esa persona logró componer algo es hacerlo tuyo”, dice. “Otras es simplemente una excusa para compartir con el mundo una canción que amas”. Su composición más conocida, I See a Darkness, lo es precisamente gracias a la versión que de ella hizo Johnny Cash. Mucho tiempo después se la apropió para su primer disco Rosalía.
El nombre de la cantante española salió a relucir cuando la conversación derivó hacia el triunfo del monocultivo cultural que representa la figura de Taylor Swift y hacia por qué en el vocabulario de las generaciones jóvenes de artistas no hay rastro de una de las líneas rojas de la suya, la de los noventa, cuando estaba mal visto buscar el éxito, ser un “vendido”. “De adolescente, vi a algunas de las mejores bandas de mi generación fichar por sellos importantes, y automáticamente su música empeoraba”, recuerda Oldham. “¿Por qué lo hacían entonces? ¿Por codearse con ejecutivos discográficos? ¿Con famosos? A mí me gusta tocar para audiencias pequeñas, y la única razón por la que acepto hacerlo en aforos más grandes es porque tengo que dar de comer a mi hija. Me aterra que ella pueda acabar formando parte de un fenómeno fan de masas como el de Swift. No creo que suceda, pero podría ser. No considero que un concierto antes miles de personas sea una experiencia musical. Lo bueno de Swift y Rosalía es que detrás de ese éxito puedes reconocer a un ser humano, alguien que toma decisiones creativas. En el caso de la primera, escribe además letras interesantes que cuentan historias”, explica.
Oldham ―que lleva décadas siendo fiel a las dos discográficas con las que va a medias en cuanto a la inversión y el negocio (City Slang, en Estados Unidos; Domino en el Reino Unido y Europa)― es también un escritor original. Sus letras, historias fuera del tiempo sobre la muerte, la virtud o el pecado, las recopiló en un libro titulado Songs of Love and Horror (2018). De su lectura emerge un poeta enigmático, con personalidad, que fue abandonando el hermetismo y creciendo con los años. “Al principio, las letras eran solo una excusa para entrar en un estudio y grabar mi música”, recuerda. “Luego me di cuenta que era mejor cuidarlas. Algunas acabas cantándolas durante décadas”.
En aquellos primeros tiempos también se forjó su imagen de músico poco amigo de las entrevistas. La insistencia en esconderse tras un alias, la música huidiza y el modo en la que la presentaba daban la idea de un artista excéntrico, de personalidad insondable. La refutación llegó con el libro Bonnie Prince Billy por Will Oldham (2012, editado en español por Contra), un largo libro-entrevista con el periodista y músico experimental Alan Licht, en el que hablaba… mucho. Ambos se conocen desde los 90, cuando Oldham le pasó su primer single en una fiesta en una casa en Louisville. “Ya entonces era una persona bastante sociable”, recordó Licht en una conversación telefónica desde Nueva York. “Muchas veces la gente proyecta ese tipo de ideas en los creadores, a partir de la imagen que se hacen de sus letras o de sus discos. Hay uno especialmente solitario, Days in the Wake, que tal vez pudo contribuir a ese mito”.
En nuestro encuentro en Louisville no asomó el personaje huraño. Tal vez sea la vida en familia y la paternidad, que le llegó a los 48 años, cuando ya no contaba mucho con ello y tras encadenar relaciones largas en las que sentía que era demasiado pronto para ser padre, antes de que se hiciera demasiado tarde. El caso es que se portó como un conversador generoso y como un modelo paciente con las fotos; no le gustan demasiado, pero, quizá por sus años como actor, sabe cómo posar.
Cuando habla de música, demuestra tener refrescantes opiniones en un mundo de ideas clónicas pasadas por el algoritmo. Hay un video en YouTube grabado en Surface Noise, la tienda de discos, que lo prueba: en él, recomienda cinco de sus títulos favoritos, y la lista está tan fuera de lo esperable que uno duda de si está hablando en broma (a la pregunta de si lo hacía, respondió: “¿por qué iba a bromear con algo tan serio?”).
En la entrevista, quiso saber si las coplillas que interpretan los cantaores provienen de un repertorio fijo o si también escriben nuevas. Se familiarizó con el flamenco a finales de los 90, durante una gira en España. Una de sus posesiones más preciadas sigue siendo la horquilla que una noche en un tablao de Madrid se desprendió del moño de una bailaora en el fragor de una actuación “especialmente poderosa”. Cayó cerca de donde estaba, y se la quedó. La sacó del local escondida en la barba, por aquel entonces, frondosa. Al volver a casa, la mandó a enmarcar, y ahora cuelga en la habitación de su hija.
Cuando la charla continuó en un deli alemán (“tal vez el único lugar con un sandwich que mezcla cerdo y cordero”) se encendió al hablar de Bob Dylan. “¿Alguien ha escuchado alguna vez una historia positiva sobre él como ser humano?”, se preguntó. “Solo oyes cómo trata como basura a la gente que trabaja con él, a los teloneros, al público… Es un codicioso estafador mentiroso, como quedó demostrado en ese documental de Scorsese [Rolling Thunder Review], pura reescritura de su historia, propaganda revisionista. Además, vendió su catálogo por un montón de millones. ¿Por qué lo hizo? ¿Acaso necesitaba el dinero? Su creatividad se ha agotado, seamos sinceros: me parece que las únicas personas que han disfrutado de su música de las últimas tres o cuatro décadas son esos viejos críticos de rock que se ganan la vida analizando su obra. Si admitieran que no les gusta, perderían su trabajo”.
No ayuda, reconoce, que Dylan haya comprado una destilería en Louisville, así como un bar y una galería en el centro para mostrar su arte. Tampoco, que su marca, Heaven’s Door, esté contribuyendo a hinchar la burbuja del bourbon en Estados Unidos, y “ahora te pidan 80 dólares por una botella que solía costar 15″.
También se refirió a los Beatles como “el imperio del mal”, por cómo contribuyeron a fijar un patrón “tóxico” de la creatividad en el pop: “Tuvieron una muy, muy, muy corta explosión de genio, increíble, eso sí, que dejó paso a décadas de unas carreras en solitario bastante poco memorables; y ahora su música sirve para anunciar empresas tecnológicas”. Para él, el modelo ideal lo representa alguien como Merle Haggard, un corredor de fondo, con “una gloriosa última etapa”. “Su voz fue mejorando hasta el final”, dijo mientras posaba para las fotos en el cementerio de Louisville en el que descansan sus antepasados. Oldham espera, confesó, que la suya también siga ganando con los años.
‘Keeping Secrets Will Destroy You’ está editado en España por Domino / Music As Usual.