Esto es correr, quien lo probó lo sabe
El escritor Isaac Rosa se lanza a correr como muchas otras mañanas por su Sevilla natal. Kilómetro a kilómetro, recuerda cómo un desamor le convirtió en ‘runner’, y todo lo que esa afición le ha aportado en lo literario y lo personal
Para escribir este artículo salgo a correr por el camino junto al río, el mismo de tantas mañanas. Empiezo lento, primer kilómetro de calentamiento, el cuerpo todavía entumecido y las pulsaciones bajas, hasta que mi reloj marca 5,30 minutos/km, ni muy rápido ni muy lento, velocidad perfecta para pensar. Llevo años escribiendo a 11-12 kilómetros por hora. A los pocos minutos me olvido del exterior, casi como si cor...
Para escribir este artículo salgo a correr por el camino junto al río, el mismo de tantas mañanas. Empiezo lento, primer kilómetro de calentamiento, el cuerpo todavía entumecido y las pulsaciones bajas, hasta que mi reloj marca 5,30 minutos/km, ni muy rápido ni muy lento, velocidad perfecta para pensar. Llevo años escribiendo a 11-12 kilómetros por hora. A los pocos minutos me olvido del exterior, casi como si corriera con los ojos cerrados, y noto fluir mi pensamiento, lo oigo como una conversación interna. He escrito cientos de artículos corriendo, pero también he desatascado novelas que se resistían. Puedo recordar el momento exacto en que hallé un título o comprendí qué fallaba en un relato, como si los hubiese encontrado en un papelito a un lado del camino.
Cuenta Rebecca Solnit en Wanderlust. Una historia del caminar cómo tantos filósofos y poetas pensaban o componían caminando. Y cita a Rousseau: “Cuando me quedo en un lugar apenas puedo pensar; mi cuerpo tiene que estar en movimiento para hacer andar mi mente”. Lo saben tantos escritores para los que caminar es un acto narrativo: las novelas hay que pasearlas. En mi caso, correr con ellas.
No solo me ayuda a escribir: mientras corría también he resuelto nudos personales, tomado decisiones vitales y encontrado soluciones que no veía encerrado en casa. Quien lo probó lo sabe: esa lucidez que consigues corriendo, como si pensases con todo el cuerpo, como si el pensamiento se volviese espacial y pudieras recorrer de principio a fin un problema, con sus curvas y sus ascensos y descensos, como un camino. Pasé años nadando, y mi cabeza encallaba en un bucle similar a las idas y venidas de la piscina. Y no vale correr en cinta, esa rueda de hámster que según Solnit se inventó en una cárcel. La facilidad narrativa del correr necesita aire libre, cambios en el paisaje, deslizamiento ligero, un horizonte cada vez más cercano.
A la altura del kilómetro tres recuerdo mis inicios. Empecé a correr como todo el mundo: por necesidad. Nadie arranca a correr por gusto, y se tarda un tiempo en hacerlo con placer. Comienzas obligado por cualquier buena causa: adelgazar, estar en forma, autoestima, estrés, salud mental o, en mi caso, superar un mal momento personal. Una separación, venga. Cuánta gente se separa y empieza a correr. Rozando la treintena, una tarde me puse unas zapatillas y eché a correr por un parque. Con tanta necesidad de cansarme, desconectar y aliviar tensiones, que al día siguiente ya estaba lesionado: tendinitis en un tobillo. Días después regresé con más moderación, y hasta hoy.
Espera, Isaac, me digo en el kilómetro cuatro: si esto lo van a leer corredores, querrán saber de qué hablo cuando hablo de correr, parafraseando el popular título de Murakami. Qué tipo de corredor soy. Los no corredores pueden saltar al siguiente párrafo, que esta información no les dirá gran cosa: 49 años, 19 corriendo, 15 maratones, incontables carreras de menor distancia y un ultrafondo de 100 kilómetros. VO2 máx: 65,3. FCM: 193. Mejor marca en maratón: 3h 15m. Mejor marca en 10 km: 39,11. Podemos seguir.
Sí, soy “uno de esos runners”. Llevo un reloj con pulsómetro y GPS. Sigo planes de entrenamiento sacados de internet, con disciplina de keniata. No siempre corro a ritmos narrativos como los del primer párrafo: a veces hago series. A veces series cortas y rápidas. Muy cortas y muy rápidas. Sí, soy ese casi cincuentón que acabas de cruzarte por el río, que resoplaba y parecía a punto de descuajaringarse. No te rías, eres como yo.
Como tú, yo también empecé a correr sin pretensiones, relajadamente, dejando claro que yo no era “uno de esos runners”. Pero quien lo probó lo sabe: las buenas sensaciones iniciales, el cóctel de hormonas felices, la facilidad con que progresas, te acaban convirtiendo, sí, en uno de esos runners.
Todo corredor pasa por las mismas etapas, pienso en el kilómetro cinco. Empiezas corriendo sin más. Un día sales con un amigo, que te presenta a otros, y pronto estáis hablando de zapas y planes. Te compras tu primera revista de running, esas revistas cuya supervivencia en el quiosco depende de la siempre inagotable legión de principiantes. Te apuntas a tu primera carrera, un diez mil o una San Silvestre, pero no para hacer marca, “solo por disfrutar”. Ahí ya estás perdido. Vendrán nuevas carreras, irás rebajando minutos; probarás el medio maratón, y cómo no intentar al menos una vez la gran distancia, los 42,195 kilómetros. Cruzarás la meta jurando no hacerlo nunca más, pero minutos después estarás pensando en la próxima. Y ya no valdrá con terminarla. Querrás bajar de 3h 45m. Luego 3h 30m. Fracasarás varias veces hasta acercarte a 3h 15m. Fantasearás con las tres horas.
En el kilómetro seis anoto mentalmente que el atletismo es el único deporte donde los aficionados compartimos prueba con la élite. Juntos en la línea de salida, medallistas olímpicos y señores de trote cochinero: todos arrancan con el mismo pistoletazo, siguen el mismo circuito y cruzan la misma meta, con el speaker saludando al vencedor y al último. Hasta ahí la igualdad: es también el deporte con mayor distancia entre élite y aficionados. Yo, corredor mediano, no aguanto 500 metros a la velocidad en que cubre 42 km un profesional.
Ver los últimos kilómetros de un maratón es un espectáculo dantesco, si me permiten el tópico: rostros desencajados, pies arrastrados, cojeras por ampollas, familiares animando a caminantes groguis, gente agarrada a una farola para estirar un gemelo. Lo sé porque he estado ahí. He terminado maratones andando, mareado tras 35 kilómetros pletórico. He perdido uñas. Me han sangrado los pezones. Retortijones horribles. Quien lo probó lo sabe.
Unas cervezas entre corredores tienen algo de reunión de alcohólicos anónimos: hola, me llamo Isaac y no puedo dejar de correr. He corrido muchas veces cuando no debería. He corrido sin apenas dormir. De madrugada, con un frontal. Recién comido y sin comer. He corrido diluviando, resbalando en el hielo, en plena ola de calor. Cuando desaconsejan el ejercicio al aire libre. He corrido con catarro o lumbalgia, convencido de que así mejoraría. Y lo peor es que mejoré.
Como adictos cuyo umbral de satisfacción está cada vez más alto, tras varios maratones necesitas nuevas sensaciones: muchos se pasan al trail, que hoy parece tomar el relevo a la burbuja de carreras urbanas. Algunos, llegados a ese punto, aflojan y entran en una etapa de despojamiento, como poetas en su madurez: correr sencillo, sin objetivos, sin reloj incluso. No te lo creas: recaerás con más fuerza. Acabarás en el ultrafondo o el triatlón. Mucho antes te habrás unido a un club, o formado uno con tus colegas: os haréis equipaciones, alargaréis las cervezas posteriores y tendréis grupo de WhatsApp. En mi caso, el club Mercury Runners, buena gente sevillana.
La euforia corredora no me anula el pensamiento crítico, pienso a los ocho kilómetros: sé que el running es un enorme negocio que convierte el deporte más barato en desenfreno consumista por el último modelo de zapatilla voladora, gadgets “imprescindibles”, dorsales cada vez más caros, turismo maratoniano. Sé que correr nos vuelve más productivos, toleramos mejor el estrés y el malestar, y por eso tantas empresas lo fomentan entre sus empleados. Sé que en este tiempo acelerado y ansioso, correr nos alivia un rato pero también nos mantiene en ese estado de alerta tan neoliberal. Sé también que este perfil que vengo describiendo es propio de hombres de clase media (real o aspiracional) con interminables crisis de la mediana edad. Por lo general las mujeres corren de otra manera. Un consejo: en un maratón, sigue siempre a una mujer; suelen correr a ritmo, sin los tirones que damos los hombres picados por adelantar.
Superados los nueve kilómetros me vienen recuerdos, como recogidos por el camino. Ciudades corridas, las zapatillas siempre en la maleta. París o Viena en una mañana, La Habana, una costa acantilada o un monte amaneciendo entre corzos. Me acuerdo de cuando empecé a correr y, en los viajes, salía por la mañana muy temprano del hotel, como avergonzado. Hasta que fui conociendo escritores corredores. Me acuerdo de mi compañero de fatigas el novelista Jesús Carrasco, que en un par de maratones me acompañó los últimos kilómetros. Me acuerdo de nuestra terapia dominical de ida y vuelta: a la ida me cuenta él sus cosas, a la vuelta cuento yo, que también las confesiones y consejos fluyen mejor a 5,30 min/km. Me acuerdo de mi amigo José Manuel por la sierra madrileña, pisando nieve crujiente. Me acuerdo del confinamiento, caminando por el pasillo como animales de zoo. Me acuerdo de correr con mascarilla.
Kilómetro diez. Al parar estoy exultante. Por el esfuerzo, por este cansancio dulce y casi poscoital, y porque tengo el artículo. Cuenta Murakami cómo, durante una carrera de ultrafondo, “el acto de correr se hallaba ya en un ámbito que rozaba casi lo metafísico. Primero estaba el acto de correr y luego, como algo inherente a él, mi existencia”. ¿Conoces esa sensación de que tu vida es inseparable de correr? Claro que sí. Quien lo probó lo sabe.