Byung-Chul Han, el filósofo que vive al revés: “Creemos que somos libres, pero somos los órganos sexuales del capital”
Encuentro en Berlín con el pensador de las frases cortas, autor de ‘La sociedad del cansancio’, que vive de noche y duerme de día
El profesor Byung-Chul Han es un señor de 64 años que vive al revés. Un hombre coreano afincado en Alemania desde los 22 años que está despierto cuando la gente duerme y que se va a la cama cuando los demás están trabajando. Un pensador perezoso que escribe apenas tres frases al día y dedica sus horas a cuidar de sus plantas y a tocar piezas de Bach y Schumann en su piano de cola Steinway & Sons. Eso cuenta.
Estrella del pensamiento contemporáneo, se lo conoce sobre todo por ...
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El profesor Byung-Chul Han es un señor de 64 años que vive al revés. Un hombre coreano afincado en Alemania desde los 22 años que está despierto cuando la gente duerme y que se va a la cama cuando los demás están trabajando. Un pensador perezoso que escribe apenas tres frases al día y dedica sus horas a cuidar de sus plantas y a tocar piezas de Bach y Schumann en su piano de cola Steinway & Sons. Eso cuenta.
Estrella del pensamiento contemporáneo, se lo conoce sobre todo por La sociedad del cansancio (2010), el libro en el que dio con la tecla, con el zeitgeist, con el espíritu de esta época: en él diseccionaba una sociedad de personas quemadas, exhaustas por las exigencias laborales, que se autoexplotan y optimizan incluso su tiempo libre, sí, ja, ja, libre, libremente entregado a sumergirse en sus teléfonos móviles.
Han, devoto de la vida lenta, es un tipo un tanto excéntrico que circula en dirección contraria. Hace lo que le viene en gana porque puede (porque ha tenido éxito) y porque concibe este acercamiento a la existencia como un acto político y cotidiano: el mundo ha escogido el camino equivocado y por eso él circula a la contra.
“El ser humano vive al revés, va en sentido contrario. Simone Weil lo dice. Es violento, destruye el medio ambiente, se comporta como las bacterias, que matan a quien deben su vida. Ningún animal es violento con la naturaleza, solo el hombre lo es, perturba aquello a lo que debe su vida. Es decir, va al revés. ¿Y cómo se puede escapar de esta vida al revés? Viviendo al revés”.
Han, habitualmente tan claro, desliza esta tortuosa reflexión durante una tarde lluviosa de finales de agosto en Berlín, en el curso de una entrevista que, no podía ser de otro modo, salió al revés.
El filósofo coreano acaba de publicar La crisis de la narración (Herder), un libro en el que plantea que hoy la narración es indiscernible de la publicidad: las personas hacen marketing de su vida (en las redes); los políticos lo hacen con las ideas; todo es publicidad y promoción de uno mismo. Pone sobre la mesa el concepto del storyselling (vender a través de historias) haciendo un juego de palabras con la expresión inglesa storytelling (comunicar a través de historias): da igual lo que uno tenga, que sea o no de calidad, lo importante es venderlo bien, tener un relato. Caemos en ello todos, políticos, periodistas, usuarios de redes… Proliferan las pequeñas historietas sin profundidad, los chismes para impactar en el momento, de ahí la crisis de la narración.
Han es un hombre bastante solitario que vive en su burbuja entre dos casas, un apartamento del suroeste de la ciudad y una casa con jardín entre el lago y el bosque. Tiene teléfono móvil (su anatema) pero apenas lo usa. Casi nunca contesta cuando lo llaman y solo lo utiliza, según cuenta, para clasificar las plantas de su jardín. No le gusta demasiado mezclarse con otros, por eso concede pocas entrevistas. Hacía nueve años que no daba una, en persona, cara a cara, a este periódico. Desde el año 2014.
La cita es en el Antiguo Cementerio de San Mateo, un sitio al que le gusta venir a pasear, un espacio tranquilo, silencioso y verde, de árboles centenarios, largas calles de asfalto negro y flores moradas, en el que reposan, entre otros muchos, los restos de los hermanos Grimm. Le queda cerca del apartamento.
Llega con más de un cuarto de hora de retraso, despeinado, y suelta su bici negra en el aparcamiento del cementerio, la lluvia fina frunce su ceño. Apenas nos saluda —hay una intérprete, ha pedido expresarse en alemán para hablar con propiedad—, decreta sin vacilaciones el lugar en el que se va a realizar la entrevista, la terraza del pequeño café del cementerio. La lluvia empieza a caer con algo más de fuerza. Frente a nosotros, una minúscula mesa, mojada; unas cuantas sillas multicolores, mojadas, y una precaria sombrilla que a duras penas cubre el espacio en el que nos sentamos, mojados. Él también se moja, sí, pero poco parece importarle.
Pide un café, se enciende un purito fino, y aguarda con gesto adusto a que arranque la entrevista. Viste una camisa negra, un cinturón beis a medio abrochar y unos zapatos negros cuya parte trasera pisa con el talón, transformándolos así en improvisados zuecos. Desde los primeros compases, deja claro que no le apetece responder a preguntas sobre sus libros o sobre las ideas que en ellos ha reflejado. Sus libros hablan por sí solos, para eso los ha escrito, para que se lean y no para que le pregunten por ellos. Han no es Francisco Umbral. No ha venido a hablar de su libro.
Incómodo con la convención periodista pregunta-entrevistado responde-periodista repregunta (y acaso alguna vez pone en cuestión lo que dice), cultiva su libertad en todo momento y prefiere elegir de lo que habla. En esta tarde lluviosa de verano, le apetece comenzar por los pianos de cola (nos lo saltamos) y, luego, por Jenni Hermoso. No está mal el tema para empezar.
“Si pienso filosóficamente sobre el beso, eso no fue un beso, porque él la besó y ella no, eso es violencia. Pero el problema es que todo este movimiento Me Too era bueno. Ir contra la violencia sexual es bueno. Pero ahora este movimiento contra la violencia sexual se ha convertido en violencia. Ha destruido el eros, ha destruido la seducción. Conozco a muchas actrices, muy independientes, y a muchas feministas que rechazan este Me Too porque destruye la seducción”.
Declara que no quiere que se le interrumpa, no quiere perder el hilo de sus pensamientos. Y vuelve a sus pianos. Cuenta que tiene tres, uno en el piso que tiene aquí cerca, el Steinway & Sons, y otros dos Blüthner en la otra casa, la de sus adoradas plantas. Allí jardinea tocando a Bach —le fascinan las Variaciones Goldberg, con ellas aprendió a tocar el piano de forma autodidacta— y a Schumann —adora las Escenas infantiles—. “Tengo que tocar todos los días, si no, me pongo enfermo”, dice. “Incluso cuando viajo. Por eso no viajo tanto”.
A pesar de sus reticencias, accede a responder a una pregunta sobre esta sociedad que ha perdido la paciencia para escuchar y para narrar. “La gente ahora camina con los oídos tapados. Como yo no me oriento bien espacialmente, cuando voy a algún sitio, pregunto a la gente dónde está cierta calle, pero tienen los oídos taponados por los auriculares. No pueden oír y eso significa que están desconectados del mundo, del otro, solo se oyen hablar a sí mismos, involucrados en su ego”.
Han considera que es un error pensar en la libertad desde el individuo. “Ya lo decía Marx, esa libertad individual es la astucia del capital. Creemos que somos libres, pero en el fondo producimos, aumentamos el capital. Es decir, el capital utiliza la libertad individual para reproducirse. Eso significa que nosotros, con nuestra libertad individual, solo somos los órganos sexuales del capital”. Y retoma una de sus ideas bandera: “Bajo la compulsión del rendimiento y la producción, no hay libertad posible. Me obligo a producir más, a rendir más, me optimizo hasta la muerte, eso no es libertad”.
Dice que escribe poco. “Soy extremadamente perezoso, trabajo en el jardín la mayor parte del tiempo y toco el piano. Y luego quizá me siento en mi escritorio durante una hora. A lo mejor escribo tres frases al día, que luego se convierten en un libro. Pero yo no intento escribir, no. Yo recibo pensamientos”. Han espera a que le lleguen las palabras. “Las que están en los libros no son mías. Recibo las que me visitan y las copio. No reivindico la autoría de mis libros y por eso las palabras que están en ellos son más sabias que yo. Por lo tanto, tienen que entrevistar a mis libros, no a mí. Yo soy un idiota”.
A pesar de escribir poco, como él dice, se puede decir que Byung-Chul Han publica bastante: en España, se edita, casi, un libro suyo al año. Eso sí, ha cimentado su éxito sobre opúsculos muy delgados, de entre 90 y 120 páginas, que construye a base de frases muy cortas. “Domina su formato de ensayo breve, lo ha convertido en un género”, afirma su editor en España, Raimund Herder, en una conversación en Madrid, en NuBel, el restaurante del museo Reina Sofía. El editor alemán lo descubrió en el año 2010 cuando acudió a la Feria de Fráncfort. Allí descubrió La sociedad del cansancio. “Vi mucho potencial”. Cuando lo publicó en España en 2012 se vendieron 336 ejemplares. La agonía del Eros, en 2014, obtuvo mejor acogida. Pero fue la entrevista en la que el periodista Francesc Arroyo lo presentó en EL PAÍS como la nueva gran figura de la filosofía alemana, publicada en 2014, la que dio un auténtico impulso a la carrera del autor coreano, según cuenta Herder. De su libro bandera, La sociedad del cansancio, ha vendido más de 100.000 ejemplares en España y Latinoamérica. Corea, Italia y Brasil son los otros tres países en los que tiene buena llegada, además de en España. No tanto en Alemania, Francia, ni en el mundo anglosajón.
Curiosamente, su editor, Raimund Herder, coincidió con Han allá por el año 1988, mientras cursaba estudios de Filosofía en la Universidad de Friburgo. Recuerda perfectamente haberlo visto en acción en las clases del profesor Gerold Prauss. Había en clase un coreano “que hablaba de manera muy excitada” y que hacía muchas preguntas.
Han llegó a Alemania con 22 años. En Corea había estudiado Metalurgia y tuvo que engañar a sus padres —”ellos no me habrían permitido estudiar Filosofía”— diciéndoles que viajaba a prolongar sus estudios técnicos. “Nunca vi a mis padres leer un libro. Yo soy una mutación. Mi padre era ingeniero civil, construyó muchas presas y metros en Corea”. Alemania, además, le atraía poderosamente. Un día, su madre trajo unos discos de Bach a casa. Él tenía 16 años. “Al escucharlo sentí que Alemania era mi hogar espiritual”.
También cursó estudios de Filosofía en París, y tuvo de profesor a Jacques Derrida, pero dice que sus pensadores de referencia son Emmanuel Lévinas, Walter Benjamin (muy citado en su nuevo libro) y Simone Weil, que ahora habita en él. “Simone Weil se ha mudado dentro de mí hace poco y me habla todo el tiempo, esto no es coincidencia porque murió el 24 de agosto, hace 80 años. Ella sigue viva y me habla, mantengo un diálogo interior con ella. Me siento como una reencarnación de Simone Weil”.
A Han se lo ha acusado de ser demasiado prolífico, de dar demasiadas vueltas, una y otra vez, a los mismos temas. Wolfram Eilenberger, ensayista, exdirector de la versión alemana de la revista Philosophie y autor de Tiempo de magos, lo expresó así en una entrevista en este periódico: “Me recuerda a un pájaro carpintero que incide continuamente en una porción muy estrecha de un tronco muy grueso. Encontró un tema y desde luego tiene un estilo, basado en un alemán que, como extranjero, emplea con bella simplicidad. Dicho lo cual, creo que ya es hora de que cambie de asunto”. En un artículo de la Revista de Filosofía de julio de 2022, Jesús Zamora Bonilla, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la UNED, le reprochaba que sus libros son a menudo poco argumentativos, más bien categóricos, y que consisten en una “yuxtaposición de brillantes y breves frases, más propias de ensayos literarios, poéticos, que filosóficos”.
Han es consciente de que recibe críticas. “Dicen que mi pensamiento es fácil de entender, que mis libros lo son. Pero, por ejemplo, Caras de la muerte no lo es, lo ves y descubres otra faceta de mi pensamiento, con frases completamente diferentes, complejas”. Lo mismo ocurre, dice, con su disertación El corazón de Heidegger. “Antes escribía de otra manera. Los libros más difíciles de leer los escribí sin pensar si eran comprensibles. Pero ahora para mí esto es muy importante. Los de Slavoj Žižek, por ejemplo, son totalmente confusos. Los de Walter Benjamin son absolutamente incomprensibles, pero claros: si lo lees 10 veces, lo entiendes”.
Transcurridos 50 minutos de charla, Han empieza a impacientarse y pregunta una vez más por el fotógrafo, que hace un rato que lo aguarda en los soportales de la capilla del cementerio, protegido de la lluvia junto a su asistente. Comenta que le gusta este lugar para pasear, y que acude a diario a una iglesia que no está lejos de aquí, es un hombre espiritual. “Sí, soy católico”. Como vive al revés, acude a rezar cuando la gente sale de misa. “Es triste, cuando voy a la iglesia, apenas hay 10 personas, está vacía”. Recuerda que estudió Teología y que algún día podría llegar a ser sacerdote. ¿Todavía se lo plantea? “No lo descarto. Yo vivo al revés. Cuando la gente deja la Iglesia, yo entro”.
Han se tira gran parte de la sesión de fotos hablando con la asistente del fotógrafo, no quiere posar, pero se deja fotografiar mientras habla. Paseamos camino de la tumba de los hermanos Grimm mientras él se recrea con los árboles, toca las flores. En los estertores de la cita, cuando parece que la cosa ya se ha acabado, anuncia que tiene hambre y propone ir a cenar a un italiano que le encanta, Sale e Tabacchi, un lugar de gigantesco ventanal en Kreuzberg, muy cerca del legendario Checkpoint Charlie, el puesto fronterizo que separó a las dos Alemanias en los años de la Guerra Fría.
Con una copita de vino en la mano, una vez apagada la grabadora, Han se muestra cercano, disfruta, se ríe. No le gustan las entrevistas, pero sí charlar distendidamente. Es bastante bromista y, cuando se le ocurre una gracia, la repite varias veces, y se ríe asintiendo de modo reiterado con la cabeza, muy a la coreana. Relajado, relata, con buen inglés (y en algunos momentos en francés) algunas cosas de su vida que, al final de la cena, confirmará que no tiene problema en que se reproduzcan en esta pieza. Degustando una sopa de pescado, uno de sus platos favoritos, contará que no le gusta cocinar, que no come nunca carne, que siempre pide dos primeros en los restaurantes, y que el Rioja Gran Reserva es el vino que mejor le deja dormir. Que no bebe mucho —”soy muy controlador”—, que detesta la locución “enjoy” (disfruta en inglés), que le encanta Italia —está aprendiendo italiano con cedés— y que viaja una vez al año a Corea para ver a su madre —apenas tiene relación con sus hermanos; la pequeña estudia composición—.
La noche cae sobre un Berlín de calles mojadas, la botella de vino se acaba. Han cuenta que en Corea le gusta visitar los lugares donde pasó su juventud. “Allí están los aromas que me transmiten una sensación de hogar, me hacen sentir seguro. Y esa es mi casa después de todo: el hogar es el lugar donde pasaste tu juventud. Redescubro los olores de la infancia y eso me hace feliz. Pero mi patria espiritual es Alemania”.
—Y en este punto de su vida, ¿qué tiene usted de alemán y qué de coreano?
—Si se compara mi pensamiento con una fruta, la cáscara y la pulpa son de alemán romántico. Pero el hueso, no, el hueso es una fruta exótica.