Ni ‘hippies’ ni nómadas: así es vivir en una caravana en California porque no puedes pagar un alquiler
El hogar de la familia Endres son dos viejos vehículos que van moviendo por los aparcamientos de San Diego. Como ellos, unas 400.000 personas llevan este tipo de vida en Estados Unidos
Ayden tiene 13 años y siempre ha vivido sobre ruedas. Después de venir al mundo en un hospital de San Diego y pasar varios días en la incubadora del centro médico, sus padres se lo llevaron a vivir a un pequeño furgón de venta de helados y, desde hace cuatro años, a una vieja autocaravana Southwind de 1984. Es un niño feliz y sano. Cuando no está jugando en la calle, le gusta ver vídeos en YouTube o crear sus propias animaciones con la intención de subirlas algún día a la Red. Sus padres le dedican tiempo y le ofrecen todo el cariño. Como suele ocurrir en la mayoría de las familias, el pequeño...
Ayden tiene 13 años y siempre ha vivido sobre ruedas. Después de venir al mundo en un hospital de San Diego y pasar varios días en la incubadora del centro médico, sus padres se lo llevaron a vivir a un pequeño furgón de venta de helados y, desde hace cuatro años, a una vieja autocaravana Southwind de 1984. Es un niño feliz y sano. Cuando no está jugando en la calle, le gusta ver vídeos en YouTube o crear sus propias animaciones con la intención de subirlas algún día a la Red. Sus padres le dedican tiempo y le ofrecen todo el cariño. Como suele ocurrir en la mayoría de las familias, el pequeño es el centro de atención del hogar.
Ayden nunca ha ido a la escuela. Su madre, Julienna Endres, afroamericana de 53 años y nacida en Nueva York, le da clases tres horas al día, de lunes a viernes. Su pupitre es el volante, sobre el que coloca una tabla para escribir, y ella le enseña desde el asiento del acompañante con una pequeña pizarra. Son las ocho de la mañana en San Diego (que cuenta con 1,4 millones de habitantes), la ciudad donde viven desde que nació. Hoy le toca clase de geometría. “Vivir con mi hijo en una autocaravana me ha forzado a ser muy creativa. De lunes a viernes tenemos un horario en el que damos siete asignaturas, incluyendo educación física. Trato de educarle según el método tradicional inglés que se usaba en el siglo XVIII. Lo hago así porque no estoy de acuerdo con el sistema moderno. Está aprendiendo mucho más rápido volviendo a como se educaba antes”.
Mientras Julienna dibuja triángulos isósceles en la pizarra, el padre de familia, Chris Endres, nacido en el Estado de Washington hace 56 años, acude a la nevera en busca de una bolsa de patatas congeladas, queso en lonchas y algo de tocino para preparar el desayuno. Para ello tiene que salir de su autocaravana e ir a su otro vehículo, una furgoneta Chevrolet blanca en cuyo salpicadero lleva una bandera de Estados Unidos doblada. En su interior, la familia cuenta con un generador de gas y un frigorífico. La furgoneta tiene adosado un remolque donde atesoran otras pertenencias, entre ellas una lavadora. El aroma del café que acaba de preparar invade el espacio. Chris Endres, un hombre grande, de piel blanca y de prominente barba canosa, lleva viviendo en distintos vehículos desde que le echaron de casa con 16 años. “Mi padre era alcohólico y muy violento. Yo asistía al segundo año de instituto cuando me dijo que no quería tenerme más a su lado, que prefería estar con su novia, y me echó de su casa. Desde entonces, la mejor opción que he tenido durante todos estos años ha sido vivir sobre ruedas”.
En el hogar de esta familia, de unos 10 metros de largo, todo el espacio se aprovecha al máximo. Junto al volante hay instalada una impresora y, desde hace apenas un año, un dispositivo que les proporciona conexión a internet. Detrás de los asientos delanteros se encuentra lo que en un hogar convencional correspondería a la sala de estar. En esta zona hay un pequeño sofá de dos plazas en el que suele dormir Ayden y sobre el que hay una estantería repleta de libros. También un escritorio con una pantalla de ordenador que Chris utiliza como “despacho”. Tiene un micrófono de sobremesa y sobre la pantalla cuelgan unos auriculares. Una vieja estufa de hierro ha sido adaptada para proporcionar calor en los pocos días en los que el frío arrecia en San Diego. No hay puertas, todo se ve desde el acceso principal. Solo una cortina que separa la cocina del dormitorio ofrece algo de intimidad a la pareja. En varios puntos del techo aparecen parches de antiguas reparaciones que hacen sospechar que el agua puede llegar a ser un problema en los días de lluvia.
Según datos de 2021 de la asociación de industrias de autocaravanas, 400.000 personas viven en este tipo de vehículos en Estados Unidos. Y el Grupo de Trabajo Regional de San Diego para las Personas sin Hogar (The Regional Task Force on Homelessness, RTFH), publicó un estudio el año pasado según el cual en esta ciudad hay más de 8.400 personas sin casa, de las cuales 713 viven en vehículos. A diferencia de otras ciudades de California como Oakland o Los Ángeles, en San Diego no se ven tantas calles repletas de coches desvalijados, tiendas de campaña y autocaravanas, a menudo medio desmontadas, donde malviven miles de personas en escenarios marcados por la delincuencia y las drogas. San Diego, la segunda ciudad más grande del Estado, con una importante industria turística, se caracteriza por sus enormes playas, la limpieza de sus calles y menores índices de criminalidad. Por eso aquí preocupa especialmente el incremento de la población indigente. El alcalde de la ciudad, Todd Gloria, del Partido Demócrata, aseguró el pasado mes de junio en una visita a un centro escolar que no toleraría la degradación de la ciudad y que no permitiría que los sin techo ocuparan las calles con sus tiendas o vehículos, especialmente en zonas sensibles como parques por los que transiten niños o cerca de las escuelas. “La calle y las aceras de la ciudad no pueden ser un hogar para nadie”, aseguró el alcalde. En la misma intervención también confirmó que el Consistorio estaba trabajando para ofrecer nuevas zonas seguras con servicios públicos y seguridad para este colectivo de sin techo.
La situación de esas personas sin hogar es cada vez más preocupante en Estados Unidos. Desde 2015, el número ha aumentado en un 35%, llegando a un total de casi 600.000 en todo el país (según la organización National Alliance to End Homelessness), de los que un 28% son familias completas. Desde hace 20 años, tanto los demócratas como los republicanos acordaron apoyar una política conocida como Housing First (Primero la vivienda), según la cual los servicios sociales estatales y federales tratarían de ayudar a las personas que viven en la calle a tener un hogar o, al menos, ofrecer refugios o zonas seguras. Pero, conforme se acercan las elecciones presidenciales de 2024, este acuerdo pende de un hilo. Por un lado, los demócratas han endurecido sus políticas para frenar la indigencia en ciudades como San Francisco o Los Ángeles y, por otro, los republicanos más cercanos a Trump ven en estas ayudas más una forma de alimentar el problema que de ofrecer una solución. El senador republicano de Ohio James David Vance —célebre por ser el autor del libro de memorias Hillbilly, una elegía rural, cuya adaptación cinematográfica dirigió Ron Howard en 2020— explicó que es un poco frustrante para el contribuyente ver que, invirtiendo en programas como este, la población sin hogar aumenta paradójicamente a un ritmo mayor.
En este momento, los Endres no tienen trabajo. Pero no siempre fue así. Julienna vivía en un apartamento. Tuvo una empresa de diseño de cocinas que le iba bien hasta que llegó la crisis en 2008 y tuvo que cerrar. Lleva buscando empleo desde entonces: “He intentado encontrar trabajo; de hecho, ahora estoy en un proceso de selección. Pero las empresas no quieren contratar a alguien sin casa. Todo se frena cuando no podemos dar una dirección, solo un apartado de correos al que estamos suscritos. Esto es un importante freno para que sigamos adelante”. Chris asegura que fue uno de los primeros conductores de Uber en la ciudad, pero apenas le daba para pagar el alquiler del coche. Después montó un puesto de bebidas frías junto a la playa. Ahora todos los ingresos que reciben al mes son 700 dólares de subsidio del Estado de California. También reciben cupones de alimentos por valor de 430 dólares al mes que distribuye el Gobierno. Una vez por semana, la familia acude a un lugar donde un cocinero religioso prepara comidas para los sin techo. Todo ello en una de las regiones más caras de Estados Unidos, en la que, por ejemplo, el gasto medio en comida para una familia como los Endres ronda los 1.000 dólares, según la Oficina de Análisis Económico del Gobierno.
Julienna relata que el principal motivo por el que viven en un vehículo es económico. “Nuestros ingresos son muy bajos y el precio de los alquileres en San Diego, y general en toda California, son muy altos.” Pero también explica que hay algunos aspectos positivos de vivir en una autocaravana: “Eres más libre. Puedes ver diferentes sitios. No estás dentro de una casa como si fuera una caja. Aquí tu vivienda se extiende fuera, hacia el paisaje de donde estés”.
Después de las horas de clase, Juli, como cariñosamente la llama su marido, se sienta en la cama situada en la parte trasera de la caravana, coloca una gran Biblia en un atril y dedica una hora a leerla. De vez en cuando entona algún versículo en alto para compartirlo con el resto de la familia. La religión ocupa un papel muy importante en la vida de este pequeño clan. En toda la autocaravana hay menciones a Jesucristo y a sus mandamientos. “Cuando me encontré sin familia en la calle siendo muy joven, la fe en Dios, y la ayuda de gente religiosa a la que no conocía, fue crucial para superar muchos problemas”, recuerda Chris.
Los dos vehículos de la familia Endres se encuentran estacionados en un gran aparcamiento al aire libre en Mission Bay. Aunque hay bastante espacio entre ellos, en la misma zona hay al menos una decena más de vehículos en los que viven otras personas. El más cercano es un pequeño autobús escolar amarillo, que ha sido modificado para hacerlo habitable. Están a 30 metros de una hermosa playa rodeada de palmeras, con agua azul turquesa, servicios públicos y un parque infantil. “Siempre intentamos aparcar cerca de un parque en el que Ayden pueda socializar con otros niños”, explica Juli mientras ve alejarse a su hijo hacia la playa. Este día no hay niños en la zona, pero el pequeño echa a volar su imaginación creando una guarida con hojas de palmera que un jardinero del Ayuntamiento le ha proporcionado tras retirarle las espinas más peligrosas.
Pronto anochecerá y el convoy tiene que ponerse en marcha en busca de un lugar para pasar la noche. A la difícil realidad económica de esta familia se suma la presión del Consistorio de San Diego que prohíbe a este tipo de vehículos aparcar en la calle entre las dos y las seis de la mañana. “Esta es la pesadilla con la que tenemos que vivir a diario. Todos los días, lo primero que hago es levantarme y mirar el parabrisas para ver si hay algún papel. Después de cinco multas, la grúa se lleva tu vehículo. La gente que tiene el dinero para pagar lo hace y no tiene mayor castigo. El problema es que, si no pagas porque no tienes dinero, como es nuestro caso, tienen derecho a quitarnos el vehículo, a arrebatarnos todo lo que tenemos. ¡Es una extorsión!”. Pero parece que, de momento, ha encontrado una manera de combatir esta presión. “Lo que hago es recurrir las multas a la Corte de California; es un arduo trabajo, porque ya tengo 47 tramitadas”. Mientras se procesa ese recurso, las sanciones se paralizan.
Ann Menasche, una abogada que representa a personas que viven en vehículos en San Diego, explica que el problema es que no existe una alternativa para que sus clientes cumplan con la ley. “Se trata de dos normas. Una es criminal, llamada Ordenanza Habitacional, que directamente prohíbe vivir en vehículos y, si no se cumple, pueden ser arrestados. Y la otra es de aparcamiento, y la infracción se penaliza con 112,50 dólares. Cifra que se dobla si no se paga en 21 días. No se puede aparcar en ningún sitio de la ciudad excepto en un solo aparcamiento. Suele estar lleno y es caro, está fuera de las posibilidades de esta gente. No tienen ninguna otra opción legal”. Además, los recursos que ofrece la ciudad para conseguir un hogar son muy reducidos: “La lista de espera para que resuelva la solicitud de una vivienda pública en San Diego es de 8 a 10 años. Y a la mayoría de mis clientes se la han denegado.” Ann, junto a otros abogados, lleva años emprendiendo una batalla legal contra la ciudad para que estas personas tengan una alternativa a ser sancionados. En agosto de 2021, la Corte del Sur de California emitió una orden diciendo que la demanda de estos abogados en contra de las restricciones de autocaravanas tenía base legal para seguir adelante.
Se acerca la medianoche. Ayden duerme en el sofá, junto a un pequeño dinosaurio de plástico. Chris y Julianne, al volante de sus sendos vehículos, se dirigen a un lugar que piensan que es seguro y en el que la policía no les multará. “Hemos estado unas semanas pasando las noches en el aparcamiento de un centro comercial, frente a un Home Depot [un establecimiento de venta de herramientas y artículos de construcción]. Al tratarse de un suelo privado, la policía no nos multaba. Pero hace tres días, a pesar de que nos íbamos antes de que abriese el establecimiento, un empleado de seguridad nos dijo que no podíamos dormir ahí más”.
El lugar alternativo elegido para pasar esta noche es Liberty Station, una zona empresarial y de ocio, sin viviendas, cerca de la bahía de San Diego. Faltan unos días para que se acabe el mes y, por tanto, para que llegue su cheque del Estado de California, su único sustento. Estos últimos días son duros para ellos. No tienen dinero para gasolina, por lo que no pueden mover sus vehículos. Tendrán que pasar varios días en la misma calle. El riesgo de que la policía les multe aumenta. No pueden lavar la ropa y, como no pueden recargar de agua el depósito de su caravana, tampoco pueden lavar los platos. Intentan vivir con lo mínimo, al límite, hasta que llegue el primer día del mes.
Esta pareja de nómadas urbanos tiene la esperanza de revertir esta situación. Hace un año instalaron una conexión a internet en la autocaravana, gracias a la que Ayden tiene una línea estable para estudiar. Julianne quiere montar una plataforma en la Red para extender su método de estudio a otras familias. También ha comenzado a estudiar para ser asistente legal y poder participar en la batalla judicial en la que están inmersos para defenderse del acoso que sienten por parte de las instituciones por vivir en la calle. Chris pretende dar clases de inglés a distancia y está trabajando en un proyecto para desarrollar un portal de juegos online. “Es lo que siempre he querido hacer desde pequeño; la gente quiere ser médico o bombero, yo quería trabajar en la industria de los videojuegos”.
Tras un par de días pernoctando en la misma calle, a las seis de la mañana Julienna comprueba un papel que ha visto desde dentro en el parabrisas, húmedo por el relente caído durante la noche. Es otra multa que tendrá que recurrir, la número 48. Dos meses después de esta escena, Julienna nos confirmó que los recursos presentados por las multas ante la Corte de San Diego habían sido rechazados y que ahora tendrían que afrontar una deuda de unos 4.000 dólares. Esta cifra podría doblarse si no la pagan en el plazo establecido. La pesadilla para la familia Endres empeora. A partir de ahora, las autoridades de la ciudad podrían quitarles su vivienda en cualquier momento remolcando su autocaravana, perdiendo ellos así su único refugio. Su hogar.