Confieso que he corrido
Más de una de mis novelas debe a esas carreras matutinas un título, algún personaje o episodio, alguna trama
Muy escondidito se lo tenía yo a ustedes en esta columna, pese a haberme comprometido en ella a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, pero así es: yo también pertenezco a esa panda de perturbados que se levanta a diario de madrugada, se viste de deporte y sale a correr mientras los últimos noctámbulos vuelven a casa haciendo eses. Nadie es perfecto.
Todo empezó hace unos años, cuando conocí al doctor Lluís Madera, un traumatólogo que me atendió después de que me lesion...
Muy escondidito se lo tenía yo a ustedes en esta columna, pese a haberme comprometido en ella a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, pero así es: yo también pertenezco a esa panda de perturbados que se levanta a diario de madrugada, se viste de deporte y sale a correr mientras los últimos noctámbulos vuelven a casa haciendo eses. Nadie es perfecto.
Todo empezó hace unos años, cuando conocí al doctor Lluís Madera, un traumatólogo que me atendió después de que me lesionara por enésima vez jugando al tenis, deporte por culpa del cual he estado a punto de perder la cabeza muchas veces. “A partir de cierta edad”, me advirtió aquel día Madera, “los hombres sólo deberíamos hacer deporte con nuestras propias pelotas”. Comprendí que aquel hombre era un genio, de modo que opté por dejar el tenis y olvidarme de los demás deportes cuya práctica me exigiera unas pelotas distintas de las mías. Fue entonces cuando mi hijo, que siempre me ha llevado por el mal camino, me aconsejó correr; me negué en redondo: no estaba dispuesto a caer tan bajo como los perturbados que se levantaban a diario de madrugada, se vestían de deporte y salían a correr mientras yo volvía felizmente a casa haciendo eses. Pero, como soy un hombre de fuerte personalidad y convicciones inamovibles, al instante cambié de opinión y le hice caso a mi hijo. Dos meses después volví a visitar al doctor Madera. Le conté que me había aficionado a correr y, un poco perplejo, pregunté: “Es como una droga, ¿no?”. Madera negó con la cabeza mientras me dedicaba una sonrisa mefistofélica. “Te equivocas”, aseguró. “Es una droga”. Llevaba razón; hoy puedo dar fe de ello: si no corro un día, me pongo nervioso; si no corro dos días, me vuelvo intratable; si no corro tres días, me dan ganas de invadir Ucrania. Desengáñense: correr no es un sacrificio; nadie sensato lo hace porque sea saludable, ni por ganas de mantener la línea: se hace porque es una adicción (y, en mi caso, con el fin de preservar el equilibrio geopolítico en Occidente). Esto explica que vean ustedes a tanto perturbado corriendo por ahí. No los admiren: no son atletas abnegados; son simples drogatas. Esto también explica otro lema imbatible del doctor Madera: “El espíritu de superación es un error”. Tal cual, compañeros: nada de correr cada día un poco más, por Dios santo; sobre todo, nada de maratones: así se rompe uno y, si uno se rompe, se acabó el correr y se acabó el placer. Claro que, como ocurre con los grandes placeres, correr no es sólo un placer.
Cuenta Ralph Waldo Emerson que el ama de llaves de Wordsworth, gran poeta y caminante contumaz, concluía sus visitas guiadas al despacho de su señor señalando a sus devotos una ventana a través de la cual se divisaba el bosque. “Pero donde el señor trabaja es allí”, aseguraba. Aristóteles fundó la escuela peripatética, Hegel escribió que caminar es pensar y Nietzsche llamó a sus aforismos “pensamientos paseados”; por lo demás, me consta que hay gente común y corriente que ha tomado decisiones vitales mientras corría. Más modestamente, yo suelo escribir corriendo estos artículos dominicales, de tal manera que, a veces, al llegar a casa, sólo tengo que pasarlos a limpio; más de una de mis novelas debe a esas carreras matutinas un título, algún personaje o episodio, alguna trama o subtrama. Antes de emprender un viaje, lo primero que meto en la maleta es mi equipo de deporte, porque un día sin correr es un día perdido y porque hay pocos placeres comparables al placer de trotar al amanecer por una ciudad ajena. A diferencia de Haruki Murakami, escritor y maratoniano, pocas veces escucho música mientras corro; lo considero una temeridad: una vez me puse el Magnificat de Bach mientras corría junto a un acantilado escocés y a punto estuve de arrojarme en picado al abismo, porque sentí que ya no cabía más felicidad en este mundo. Lo que nunca he hecho es leer un libro sobre el arte o gozo de correr, ni siquiera un artículo como éste, por lo mismo que nunca he leído un libro sobre Bach o sobre tenis: me gustan demasiado.
En resumen, los noctámbulos llevan razón: una panda de perturbados.