Y por qué no huir del mundo
Un día sabremos que seguramente el mundo va a retirarnos a nosotros antes de que nosotros nos retiremos de él
En este mundo hay gente como Pocholo Martínez-Bordiú y gente como Juan Crisóstomo de Olóriz, monje cisterciense del siglo XVIII famoso —lo de famoso es un decir— por haber escrito uno de los títulos más exactos de la historia de nuestras letras: Molestias del trato humano. Hace apenas unos años lo reeditó una pequeña editorial de Tarragona, con una cubierta en la que, de modo congruente, figuraba con gran protagonismo un cardo. Es también congruente con el carácter digamos cuaresmal de Olóriz que la reedición tuviera poco éxito: en ocasiones, cuando me he preguntado por la repercusión t...
En este mundo hay gente como Pocholo Martínez-Bordiú y gente como Juan Crisóstomo de Olóriz, monje cisterciense del siglo XVIII famoso —lo de famoso es un decir— por haber escrito uno de los títulos más exactos de la historia de nuestras letras: Molestias del trato humano. Hace apenas unos años lo reeditó una pequeña editorial de Tarragona, con una cubierta en la que, de modo congruente, figuraba con gran protagonismo un cardo. Es también congruente con el carácter digamos cuaresmal de Olóriz que la reedición tuviera poco éxito: en ocasiones, cuando me he preguntado por la repercusión tan menguada de este libro, solo he podido responderme que tal vez su contenido resulte redundante. “El trato de los hombres”, escribe Olóriz, “es un camino sembrado de espinas que punzan, poblado de abrojos que martirizan, cercado de peligros que asustan y empedrado de estragos que amenazan”. Son cosas que, al fin y al cabo, todos vamos aprendiendo poco a poco. Y con el extra mortificante de saber que tampoco nosotros solemos ser mucho más dulces a los demás.
Así la vida, ¿por qué no huir? La soledad, el campo, una existencia retirada o una misantropía erudita tienen un prestigio muy selecto: Montaigne en su torre, Fray Luis junto a su huerto o Maquiavelo con sus clásicos parecen encarnar una libertad superior. La propia dificultad de la soledad tiene algo de ascesis que nos purifica y nos mejora: si los cartujos se precian de su parvus numerus, la filosofía laica sabe de las exigencias de cultivar nuestro jardín. El “menosprecio de corte” es tan antiguo como el primer hombre que sintió, al contacto de la vida social, cómo el corazón —la frase es de Chamfort— solo puede encallecerse o romperse. Y tiene la misma edad exacta que la “alabanza de aldea”: si nuestros barrocos hablan de la retirada como “el alto fin que aspiro”, nuestros modernos ya simplemente quieren aprender “a ser casto y a estar solo”. La huida al campo, en fin, ha podido fascinar a gentes tan diversas como los hippies o las sectas luditas, los “caballeros granjeros” a la inglesa que se dedican a la cría de gallinas y, por supuesto, todos esos financieros que quieren ser ricos a los cincuenta para desde entonces aburrirse en la Toscana o las Bahamas. Hace poco, con la pandemia, todavía asistimos a la llamada Gran Renuncia. No es una tentación difícil de comprender: ¿qué parece mejor? ¿Esperar cada mañana el autobús 27 o saludar la llegada del amanecer? ¿Gestionar bajas médicas de terceros o jugar a hacer apicultura?
Cada dos o tres meses les digo a mis amigos que me voy a retirar al campo y cada dos o tres meses mis amigos muestran su parecer de la manera más hiriente posible: descojonándose a coro. Debo admitir que, tras visitar en cuatro semanas lugares como San Marino, Girona o Trinidad y Tobago, quizá no parezca uno tener la vocación de Olóriz para la clausura. Pero en el campo —en el campo extremeño— he leído mucho y he escrito mucho, quizá porque tampoco el campo es lo que era: hay agua caliente, libros que te llegan en un día o dos, apps para identificar culebras y cursos de sushi o de zumba online. José Jiménez Lozano me hablaba, en su pueblo, de “la paz del pensar”, y decía habitar en el siglo XVII con alguna rodada en el XXI. Bobin vivía en el campo. Hasta Valentí Puig se ha ido tiempo atrás comarca adentro.
En definitiva, el sueño de llevar una vida más modesta sigue siendo un ideal legítimo, como lo es el capricho existencial de, simplemente, morirse de asco solo y no rodeado de cabritos. Pero quizá haya que cogerlo —si uno no está en edad de retiro— con alguna cautela. No en vano, tan viejo es el afán de irse del mundo como la experiencia de reírse de quienes quieren irse de él. Du Bellay alaba en versos hermosísimos la vida de la aldea, pero huir de la aldea ha sido uno de los afanes humanos más consistentes. Horacio elogia el bucolismo, pero lo pone en boca de un usurero: como si Rouco Varela comentara una colección de Versace. Y cuando Sancho tienta al Quijote con irse “al campo, vestidos de pastores”, lo hace porque, muerto de pena, quiere volver a prender por última vez su locura. Quien tenga hoy la tentación arcádica puede vacunarse para siempre con el hipster de Daniel Gascón. ¿Qué hacer, pues? ¿Irse o no irse? Al final, está por ver si la lección más clásica no es la huida del mundo, sino más bien la aceptación —resignada, fastidiosa— de que el mundo suele tener razón contra nosotros. Y que por eso mismo tampoco está mal ir posponiendo siempre más y más atrás la retirada. Quizá hasta ese día en que nos demos cuenta de que el mundo va a retirarnos a nosotros —ay— antes de que nosotros nos retiremos de él.