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Pese a toda nuestra incertidumbre, hay que perseverar mientras se pueda. Seguir aprendiendo, seguir deseando

La escritora Carmen Laforet, en Madrid en 1962.Gianni Ferrari (Cover / Getty Images)

Acabo de hacer un turbador viaje en el tiempo. Fui a Boston (EE UU) invitada por el Observatorio Cervantes-Harvard para dar una charla (gracias) y después hice otro encuentro en Wellesley College, una célebre universidad para mujeres (allí estudió Hillary Clinton, por ejemplo) en la que di clases en un par de ocasiones. Llegué a Wellesley por vez primera en enero de 1985, al día siguiente de cumplir 34 años. Había a...

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Acabo de hacer un turbador viaje en el tiempo. Fui a Boston (EE UU) invitada por el Observatorio Cervantes-Harvard para dar una charla (gracias) y después hice otro encuentro en Wellesley College, una célebre universidad para mujeres (allí estudió Hillary Clinton, por ejemplo) en la que di clases en un par de ocasiones. Llegué a Wellesley por vez primera en enero de 1985, al día siguiente de cumplir 34 años. Había alquilado un apartamento que el college rentaba a los profesores visitantes. Era un sitio pequeño y muy bonito, en la planta baja de una casa del siglo XIX. Recuerdo la embriaguez con la que viví aquellos meses; me sentía pletórica, ardiendo de vida, en el centro mismo de mi existencia.

Aguijoneada por ese recuerdo luminoso, al volver ahora a Wellesley decidí acercarme a mi antiguo piso. Estaba parada en el descansillo como una boba ante la puerta cerrada cuando la casualidad hizo que llegara el inquilino, un chico afroamericano que me pareció jovencísimo, pero que debía de tener la edad que yo tenía entonces. “Viví aquí hace tiempo, ¿podría pasar y echar un vistazo?”, rogué. El pobre se azoró, me hizo una seña que yo interpreté como que aguardara, entró, cerró y empecé a escuchar ruidos de cacharros, tintineos, golpes. Cuando llevaba esperando más de 10 minutos empecé a dudar de que volviera a abrir; temí haberlo malinterpretado y pensé en marcharme. Pero al fin acabó su zafarrancho de limpieza y me dejó entrar. Y entonces el tiempo estalló en mil pedazos. El apartamento estaba exactamente igual, la misma pared panelada en madera oscura, la ventana en rotonda sobre el ralo jardín quemado por el hielo. Toda esa plenitud, tan cerca y tan lejos. Por un momento, la vida pareció un espejismo.

Pocas horas después, aún emocionada, en la charla ante las alumnas de Wellesley, alguien me preguntó de qué estaba más satisfecha en mi carrera. Y pensé que en realidad lo más importante que una puede hacer en la vida es intentar seguir. ¡Hay tantas maneras de perderse! En aquel 1985 leí un libro deslumbrante que se había publicado el año anterior, En los tiempos de la reina de Persia, primera novela de una escritora norteamericana llamada Joan Chase. Era la historia de cuatro hermanas en el medio rural de Ohio y estaba narrada en una originalísima primera persona del plural; el punto de vista pasaba sedosamente de una hermana a la otra como un viento suave que ondula un trigal, un logro literario prodigioso. El libro tuvo un gran éxito, ganó premios, se tradujo. Y luego Chase desapareció. La googleo ahora como quien busca noticias de una antigua amiga; publicó otra novela en 1990 y un libro de cuentos en 1991. Desde entonces, nada. Murió en 2018 en un asilo, enferma de párkinson y de algún tipo de demencia, a los 81 años. Apenas se sabe nada de ella.

Toda esa plenitud de su primera novela, tan lejos, tan cerca.

A veces la vida es un alud, un despeñadero.

Chase me recuerda, en su fugitivo esplendor de cometa, a la gran Carmen Laforet, la autora de Nada. También ella fue devorada por las sombras. Y no es algo que les suceda solo a las mujeres, o a los artistas. Hablo de lo fácil que es terminar dando tumbos por la vida, meterte en una vía muerta, construirte una existencia que no tiene nada que ver no ya con lo que algún día soñaste (a menudo esos sueños son un error y una quimera), sino con lo que sientes, lo que necesitas, lo que deseas. Seguir, sí. Empeñarse en seguir. No tirar la toalla. No perder la esperanza. Tener la perseverancia de la estalactita. Me gustaría poder decir que, si te esfuerzas en permanecer en el camino, el éxito está asegurado, pero no es cierto. La suerte es esencial y hay escollos que no pueden superarse, como, por ejemplo, la falta de salud. La enfermedad se abatió sobre Laforet, y es posible que también haya devorado a Joan Chase. Pero, aun así, pese a toda nuestra indefensión e incertidumbre, hay que perseverar mientras se pueda. Seguir aprendiendo, seguir deseando. Seguir reconociéndote. Pienso en el joven profesor afroamericano que recogió su casa amorosa y esforzadamente para que yo la viera y me lo imagino dentro de 38 años llamando con timidez a esa misma puerta y preguntándole al futuro inquilino si le deja entrar a echar una ojeada. Y le deseo de todo corazón que haya logrado seguir siendo más o menos él mismo hasta entonces.

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