En Roma sí te encuentras a tu ex

Solo disfrutamos de verdad aquello que podemos perder y debemos cuidar. Pero no me hagan mucho caso | Columna de Ignacio Peyró

Llueve más que en Mánchester y hace más calor que en Sevilla, pero al vivir en Roma se hace difícil no pensar que uno está viviendo en la ciudad más hermosa de la tierra. Esta belleza tiene un precio que va más allá de los alquileres: Roma atrae a gente de todo el mundo, atrae a gente de toda España, atrae a gente de tu pueblo y atrae —en fin— a tu ex. En Madrid no tenemos el Panteón, hay pocos gatos sueltos y la carbonara viene inundada en nata. Pero al menos ofrece esa otra cortesía —ya lo...

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Llueve más que en Mánchester y hace más calor que en Sevilla, pero al vivir en Roma se hace difícil no pensar que uno está viviendo en la ciudad más hermosa de la tierra. Esta belleza tiene un precio que va más allá de los alquileres: Roma atrae a gente de todo el mundo, atrae a gente de toda España, atrae a gente de tu pueblo y atrae —en fin— a tu ex. En Madrid no tenemos el Panteón, hay pocos gatos sueltos y la carbonara viene inundada en nata. Pero al menos ofrece esa otra cortesía —ya lo dijo Ayuso— por la cual puedes pasar 10 años sin cruzarte con quien no te quieres cruzar. Y ya se sabe que a veces el mayor afecto que puede haber es el de no volver a verse, siquiera sea porque hay otras veces en que volver a verse puede ser tropezar en la misma piedra.

Se ha hecho muy célebre la frase de Cortázar: “Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”. Tras una ruptura comme il faut ocurre más bien al revés: nuestros pasos se dirigen a mantener una distancia fría, y siempre causa pasmo el pensar en la cantidad de veces que habremos estado cerca sin vernos, y tal vez un día ella subía por una acera de la calle de Caracas y uno bajaba por la otra, o quizá estábamos apenas a unos metros cuando salíamos de una zapatería y ella entraba en el tinte. Qué sería de la vida sin su teatro. Y aun cuando el disimulo sabe sublimar como urbanidad los encuentros indeseados —”¡pero bueno, qué alegría!”—, siempre hay que agradecer la providencia de que no nos ponga frente a frente. Así fue esa tarde de lluvia junto a la heladería Giolitti, mientras sujetaba una bolsa con una mano y con la otra repasaba las fotos del móvil y un viento me golpeó en un lugar que no me conocía: supe que era ella en nada, en un nanosegundo, en un fotograma de flequillo. No me vio. Y eché a andar para no ser una almendra amarga en su tarde de felicidad en Roma.

Las rupturas suelen conllevar reacciones sentimentales aparatosas —despecho, orgullo herido—, quizá para evitarnos su carga de profundidad metafísica: al fin y al cabo, en ningún lugar se demuestra con más crudeza que los seres humanos somos mejores para evitar lo que nos viene mal que para abrazar lo que nos viene bien. Se ha justificado la dureza de los adioses en que muere aquello —la alegría, los atractivos— que éramos a ojos de otra persona. A mí me llama más la atención, sin embargo, lo que afecta a la sustancia de la que estamos hechos: el tiempo. Porque hay un pesar no menor en ver la ruptura como un futuro que se tuerce o una narración que se atasca, una historia en la que solo quedan las pavesas de un pasado feliz —excursiones a Toledo, días en la playa—, pero se han perdido las páginas donde quizá tuvimos hijos o envejecimos juntos o nos quisimos hasta que la muerte nos etcétera.

Al hablar de un juez mayor, Auchincloss nos dice que es soltero “sin ninguno de los dos pretextos de costumbre”, entre ellos “un amor no correspondido en la juventud”. Hoy el desencanto es diferente. Los usos han cambiado tanto que poco a poco la propia palabra “soltero” se desgasta: uno puede estar solo porque siempre hay alguien nuevo a tiro de whatsapp. No hay compromiso, no hay rechazo, pero, si algo se gana, creo que es indudable que —con el amor rutinizado o automatizado— algo se pierde también. Y entre las cautelas y censuras del amor romántico, podemos dejar pasar que enamorarse —o esa otra maravilla: enamoriscarse— estaba entre las cosas en verdad dulces de la vida, y que el amor se disfruta más cuando es un festín que cuando es un menú degustación, cuando es fuego y no agua caliente, cuando vamos con sed y no como quien quiere puntuar un rioja. Solo disfrutamos de verdad aquello que podemos perder y debemos cuidar. Pero no me hagan mucho caso: será que, desde que vivo en Italia, me han venido las ganas de fumar, de comprarme un Alfa, no perdonar un aperitivo y, por supuesto, volver a enamorarme.

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