24 horas en el metro de Nueva York
Hay que bajar al metro para encontrar los verdaderos cimientos de la identidad de Nueva York. Desde sus tópicos más arraigados —el de la ciudad que nunca duerme— hasta su mejor tarjeta de visita —la pacífica convivencia entre clases sociales y procedencias—, pasando por ese halo de misterio e incluso de peligro que lo envuelve
Si la cara es el espejo del alma, podría argumentarse que el metro es el espejo de Nueva York. O quizá su cara. O tal vez su alma. El tópico de que es la ciudad que nunca duerme es, en parte, gracias a que su principal transporte público está abierto 24 horas al día. Era en sus vagones donde cristalizaba esa Nueva York en el que todas las clases sociales convivían, aunque fuera de camino a trabajos de muy distinta remuneración. Los ...
Si la cara es el espejo del alma, podría argumentarse que el metro es el espejo de Nueva York. O quizá su cara. O tal vez su alma. El tópico de que es la ciudad que nunca duerme es, en parte, gracias a que su principal transporte público está abierto 24 horas al día. Era en sus vagones donde cristalizaba esa Nueva York en el que todas las clases sociales convivían, aunque fuera de camino a trabajos de muy distinta remuneración. Los metros atiborrados de grafitis fueron la vistosa postal de desigualdad patrocinada por el neoliberalismo de Ronald Reagan. Y gracias al metro, Nueva York es la gran ciudad estadounidense en la que sus ciudadanos caminan por la calle y se relacionan de una manera tan distinta a Miami o Los Ángeles.
Tras la etapa más cruda de la covid-19 (cuando el metro cerró de noche por primera vez en 115 años, entre el 6 de mayo de 2020 y el 17 de mayo de 2021), la ciudad perfila su nueva identidad, y no es de extrañar que la vara de medir elegida haya sido él. El icónico, anacrónico, adorado y vilipendiado metro de Nueva York. Ora en alarmistas titulares de prensa sobre violencia (“Próxima parada: purgatorio”, se leía en la portada del New York Daily News en pleno pico pandémico), ora ring para el debate político entre republicanos y demócratas para las recién votadas elecciones de medio término. Ante el alarmismo y la politización, EL PAÍS Semanal se sumerge 24 horas ininterrumpidas entre vagón y vagón, andén y estación, para tomarle el pulso humano a la ciudad sobre la que siempre sobrevuela la sombra de la deshumanización.
El viaje empieza en una de las estaciones de metro más altas del mundo (a 26,7 metros del suelo) a las 5.30 de un viernes. Es Smith-Ninth Streets, un mirador que ofrece una espectacular panorámica del sur de Manhattan por solo 2,75 dólares (unos 2,60 euros). También de un desguace si se mira hacia abajo. Las vistas dentro del vagón tampoco desmerecen, empezando por un hombre chino de avanzada edad con una caña de pescar. Va a ver qué muerde en el anzuelo en Coney Island. No habla inglés. No quiere foto. Pone el toque surrealista frente al realismo que aporta Ky, un afroamericano nacido y crecido en Nueva York que ya lleva dos horas de transporte a sus espaldas. Casi puede ver desde su casa en Rockaway la grúa en la que trabaja, pero la estructura “Manhattan-centrista” de la red de metro le complica el trayecto. “Llegaría antes nadando”, bromea. Se ha levantado a las tres de la madrugada y ha dejado durmiendo a tres hijos en su casa. Si el viajero de metro es la quintaesencia del neoyorquinismo, no hay nadie más neoyorquino que él. Pero la imagen que últimamente acompaña al metro también está en ese vagón y no quiere salir cuando el tren llega al final del trayecto. “La gente está muy equivocada con lo que creen que es una persona sin hogar. Las consideran prácticamente no-personas”, dice Olga, de 45 años, que trabaja para el Departamento de Servicios para Gente sin Hogar. “A veces los veo más de una vez y les saludo, y se sorprenden de que alguien los vea y los reconozca”, añade. La ciudad, a principios de noviembre, registró un total de 63.451 homeless en los centros de acogida. Quedan otros 3.439 sin albergue, de los cuales más de 2.200 han decidido instalarse en el metro. El alcalde de la ciudad, Eric Adams, prometió, no sin controversia, “limpiar” el metro de indigentes. Olga no puede tocarlos ni obligarlos a dejar el vagón. “Nos limitamos a informales de que tienen otras opciones”, explica mientras entra en ese mismo vagón una mujer latina de 60 años que lleva seis meses trabajando en el metro en la brigada de limpieza. Media jornada aquí (de seis a 10 de la mañana) y el resto de día (una jornada entera) cuida a una persona mayor en su domicilio. Ella es de Puebla, en México, y una de las casi 70.000 personas empleadas por la Autoridad Metropolitana del Transporte (MTA).
De camino a Manhattan, el metro se llena de niños yendo al colegio. Se sube en el tren una mujer negra de 33 años, con tres hijos —de 4, 10 y 12 años— que están ya a las siete de la mañana bañados, peinados y llenos de energía para ir a la escuela. A dos escuelas diferentes. Y ella, después de dejarlos, sigue su trayecto hasta la universidad. Cursa primer año de Medicina y estudia cuando los niños duermen. Se habla mucho de las vidas sin respiro de los grandes ejecutivos de Nueva York, pero poco del frenesí diario de las clases menos pudientes, que combinan hijos, más de un trabajo y estudios para mejorar su posición social.
A estas horas, el metro está activo, pero no a reventar. Se manifiestan el descenso llamativo del número de viajeros y los nuevos hábitos y horarios de trabajo. Ambos han confluido para dejar herida la hora punta neoyorquina. Según datos de la MTA, el viernes que nos ocupa registró 3.597.926 viajeros, un 38,7% menos de lo que solía ser un viernes antes de que la pandemia instalara el trabajo desde casa. El quinto día de la semana, además, se ha convertido en un limbo que no es ni laborable ni festivo, pues, según Partnership for New York City, solo un 9% de los trabajadores de Manhattan van los cinco días de la semana a la oficina. El vacío en los grandes intercambiadores de la ciudad financiera es notorio: ni el World Trade Center ni las estaciones de Wall Street o Fulton tienen la adrenalina que solía definirlas. A falta de inversores de Bolsa, aparece un hombre negro con dos bolsas llenas de botellas y latas. Los han denominado canners (de can, lata en inglés) y, a pesar del escalofrío atávico que provoca la imagen del hombre del saco, solo intentan ganarse la vida recogiendo residuos reciclables que cambian a cinco centavos de dólar la unidad.
Ni rastro de hora punta tampoco en Times Square ni en Grand Central. La oficina del interventor de cuentas de Nueva York fue clara en su mensaje el pasado septiembre. No solo augurando un preocupante déficit de 2.500 millones de dólares (unos 2.400 millones de euros) para 2025 (otro espejo: la deuda de la ciudad de Nueva York para entonces será de más de 137.000 millones de dólares, equivalentes a 133.000 euros), sino asegurando que los datos apuntaban por primera vez en varios años una correlación entre el nivel de ingresos de los hogares y su uso del metro. Dicho de otra manera: el otrora superocupado centro de Manhattan pierde afluencia (Penn Station, Grand Central o Times Square están entre el 64% y el 70% de su ocupación respecto a 2019) mientras otras áreas fuera del radar la han casi triplicado, como Washington Heights, el barrio dominicano en la punta norte de Manhattan, y la calle 59 de Brooklyn, en la zona mexicana y asiática de Sunset Park. Se acabó la coctelera de clases, y si ya la población blanca anglosajona es un 31,9% en Nueva York, en el viaje al trabajo se convierte en minoría invisible. ¿Es eso lo que tanto aterra del “nuevo metro”?
Lo más irónico es que los pocos ejecutivos de traje y corbata que sí acuden a la oficina corren y gruñen como antaño, estresados por una masa y unas prisas inexistentes. Trevor, un joven alto y rubio, es el único que acepta hablar, pero lo hace subiendo por la escalera mecánica que conecta directamente la estación de Grand Central con el banco para el que trabaja. No quiere revelar su edad ni quiere fotos. Parece agobiado, aunque su viaje en metro ha sido de apenas 15 minutos. Representa a una especie en peligro de extinción. Son las nueve de la mañana.
Otro código de vestuario se apodera poco a poco de la estación. Se ven elfos, hombres araña, personajes de manga… Siempre hay un congreso, un evento o una cumbre en Nueva York, y hoy ha tocado el Comic-Con. Muchos van enmascarados como sus héroes, otros llevan la mascarilla que ya casi nadie lleva pero todavía es obligatoria en el encuentro en el megacomplejo inmobiliario de cristal de Hudson Yards. Se esperan 200.000 personas y todos se bajan en la estación más reciente de Nueva York, que luce amplia, luminosa y con interminables escaleras mecánicas que parecen un desfile cosplay. La diversión y el proverbial exhibicionismo dan un estertor en medio de la calma que todavía se resiste a inscribirse en el censo del nuevo neoyorquinismo.
Como banda sonora se oye a Heather, una violinista de 42 años que dedica nueve horas al día a animar quizá solo 30 segundos de la jornada de los viajeros. Ha alterado su repertorio y va vestida de Wonder Woman. “Un día de Comic-Con recaudo el doble”, explica. Como ella, son muchos los artistas que pueblan el subterráneo de Nueva York. Es un derecho que cualquiera puede usufructuar, aunque desde 1987 la MTA hace un casting para seleccionar a músicos de calidad que coloca en 30 lugares estratégicos. De nuevo, solo por 2,75 dólares se puede disfrutar de conciertos excelentes. En este día aparecerán en Times Square un joven de 19 años llamado Jeremiah que ofrece un recital de batería con apenas tres cubos de pintura y un par de baquetas mientras sueña con estudiar Farmacia en la universidad. Un veterano guitarrista en el West 4, en el West Village, animará las noches. Algunos en vagones, algunos en andenes o pasillos. Aceptan efectivo y Venmo, el Bizum a la estadounidense. Pero si alguien ha visto pasar viajeros durante años y ha podido sacar adelante a sus hijos con ello, ese es Chris. Este griego de 61 años es el dueño de una floristería en los pasillos de la parada del Rockefeller Center. “Los medios han arruinado el metro. Han asustado a la gente. Los que dicen que ha vuelto a ser como los ochenta no saben de lo que hablan”, asegura. Él sí sabe, y dice que el metro, que es también su oficina, no es ni mejor ni peor que la superficie. Lleva 42 años vendiendo flores —”todas de interior, claro”, matiza—, y la pandemia estuvo a punto de conseguir con él lo que no consiguió el 11-S. “Nadie quería flores en medio de tanto sufrimiento. Solo San Valentín nos permitió seguir abiertos”, recuerda. El cierre llegará con su jubilación dentro de cuatro años, pues sus hijos, de más de 30 años, no pretenden continuar el negocio. “Hacen bien. Es muy duro levantarse temprano para ir a buscar las flores a las cinco de la madrugada”, explica.
Llega el mediodía y empieza el pulular de aquellos neoyorquinos cuya identidad no pasa por lo laboral. ¿A qué se dedicarán? Es el caso de Rafy, un dominicano de 34 años que apenas habla inglés y que no deja de conversar por videollamada con su esposa, que sigue en su país de origen. Viene del gimnasio, donde esculpe su musculosísimo cuerpo, y en sus pectorales lleva tatuados los nombres de sus hijos. Llegó a cumplir un sueño, pero de momento sus aspiraciones de director de cámara de televisión se quedan a la espera mientras trabaja en un hotel. “No sé si me gusta Nueva York”, resume sin dar mucho detalle. Fordham Road, la parada en la que está Rafy, tiene un recoveco que los usuarios habituales saben que es mejor evitar de noche. A la luz del día, quedan como testigos unas 15 jeringuillas en las vías del tren. En toda la ciudad de Nueva York, la muerte por sobredosis de heroína llegó a un pico de 25,3 muertes por cada 100.000 habitantes en 2021. Aunque el índice se ha reducido en lo que va de 2022, el encontrarse con una persona inyectándose heroína en vena se ha vuelto a convertir en un triste clásico de la realidad, y el metro compite con los parques como escenario favorito.
Otro dominicano baja desde el Bronx hasta Manhattan. Se llama Jeury, tiene 24 años y su nombre en Instagram es Divinamiel. Este astrólogo y espiritista queer ofrece una visión muy particular de la gentrificación. “He crecido en una cultura con toda esa mierda de la homofobia y la masculinidad tóxica. Yo agradezco a la gentrificación que trajo a gente diferente”, asegura. Y llegando a Times Square, la diversidad más llamativa es la de credos, pues la estación es literalmente un templo con predicadores de toda índole. Mención especial merece al culto al gurú japonés Ryuho Okawa, que mezcla en su ideario budismo y trumpismo, pero también aparece un simpático grupo de cuatro adolescentes belgas ortodoxos pasando el mes de vacaciones escolares judías que contrastan con el rostro estoico de Jenny, una emigrante ecuatoriana indocumentada de 20 años cuyo sueño es ser cantante de música cristiana. De momento vende fruta en el subterráneo de las pantallas gigantes y los espectáculos de Broadway. El mango a cinco dólares es su producto estrella, pero cuenta que tarda hasta dos semanas en recuperarse cuando la policía hace una redada y le pone una multa de entre 120 y 250 dólares. “Nos botan toda la comida que hemos preparado y nos sacan por las escaleras, no nos dejan usar el elevador”, relata.
Times Square mantiene también la fe en el turismo. Aunque durante la pandemia cayó un 67%, se va recuperando sin prisa pero sin pausa. Las predicciones oficiales para 2022 son de 8,3 millones de turistas internacionales, 5,2 millones menos que en 2019, pero el triple que en 2021. Camino al aeropuerto JFK, el metro se llena de maletas y viajeros despistados con cara de sueño mitad cumplido mitad acumulado. Pero para dejar la ciudad atrás, Buster, un arquitecto de 73 años, no necesita tomar un avión, sino seguir hasta Far Rockaway. Cambia los clientes ricos que quieren una piscina interior en Manhattan por, 90 minutos más allá, una zona residencial de clase media a pie de playa que quedó destrozada por el huracán Sandy en 2012, pero que se revalorizó durante el confinamiento. También esto es Nueva York. “Me gusta porque me alejo del ruido, pero estoy lo suficientemente cerca si lo echo de menos”, resume. Su padre, filipino, emigró a Estados Unidos durante la II Guerra Mundial y se encargó de poner a sus dos hijos nombres bien anglosajones. “Quería ahorrarnos problemas”, dice. Buster estudió en el Pratt Institute, prestigiosa Facultad de Arquitectura en Nueva York, y sacó adelante a siete hijos. Ahora vive completa y felizmente solo. La luz del atardecer y la manera en que el metro, al atravesar la bahía de Jamaica, queda suspendido entre las aguas dan un toque mágico a su relato.
De vuelta a Manhattan, se suben jugadores del casino en Aqueduct Racetrack, también en estos confines de la línea A, y al llegar a Grand Central se siente el clamor del último bastión masificado: un partido de béisbol. Es en el estadio Citi Field, en el Queens profundo, y coexisten en el vagón exprés los fanáticos del bate con la riquísima variedad de razas y etnias que convierten a este condado en uno de los más diversos del mundo. Mientras Manhattan se aleja en el horizonte (el metro sale a la superficie en grandes tramos de Queens, Brooklyn y el Bronx), algunos viajeros se bajan antes de tiempo para cambiarse al tren local, que tarda más, pero resulta menos agobiante. Allí está Amy con su hijo Calvin, de cuatro años. “Mi relación con el metro ha cambiado desde que soy madre”, explica Amy. “Ahora soy consciente de todos los obstáculos que tiene para alguien con un carrito o con alguna discapacidad”. Aunque la accesibilidad es indudablemente una asignatura pendiente del metro de Nueva York, hoy tiene suerte, pues al llegar a la estación del estadio una de las empleadas de la MTA la redirige por un pasillo distinto para evitar las hordas. La mala suerte les esperaba en el campo: los San Diego Padres dieron una buena paliza al equipo local, que perdió 1-7. El fin de esta línea esencial para tantos trabajadores está en Main Street, en Chinatown de Queens, una inmersión cultural intensa que ha sido la elegida por Joe para celebrar con otros cuatro amigos asiáticos su 29º cumpleaños.
Ya es de noche y la frontera entre lo laboral y lo lúdico está más que derribada. Y qué mejor manera de celebrarlo que tomándose un cóctel en uno de los escasos bares que hay en las estaciones de metro. Se llama Nothing Really Matters y está en uno de los pasajes de la estación de la calle 49, en la línea 1. Adrien, el dueño, abrió justo cuando todos sus compañeros de túnel (una barbería y un Dunkin’ Donuts) cerraron. Su apuesta contrasta con el espíritu del metro: un cóctel vale casi como ocho viajes sumando impuestos y propina. Pero también ofrece algo que el metro ya no tiene: baños. La MTA los clausuró durante la pandemia por motivos de seguridad. El bar, con sus precios tan del 2022 de la inflación, está condenado a un público adulto, no como la pareja de estudiantes afroamericanos de la escuela de artes escénicas Juilliard, que se dan arrumacos mientras esperan para bajar a Washington Square. Ella se llama Morgan y él Kevin. Ambos tienen 22 años. Llevan saliendo un año y medio y, entre los 8,8 millones de habitantes de la ciudad, se encuentran con dos compañeros de estudios nada más entrar en el vagón. La casualidad anima la conversación y caldea lo prometedor de la noche. El West Village rara vez decepciona, y en Christopher Street, a escasos metros del bar Stonewall, piedra fundacional del orgullo LGTBI, es imposible no mirar a la pareja artística Dragon Sisters, performers queer que, con más de 20.000 seguidores en Instagram, posan con mucha actitud.
Un poco más arriba, en el ahora desdibujado barrio de Chelsea, sale la línea L, que a las once de la noche es una caravana hipster que lleva a Williamsburg, en Brooklyn. Es la experiencia más blanca (en términos de raza) de la jornada, y Brooklyn es, precisamente, el nombre de una chica de 21 años que, como los chicos de la Juilliard, confía en la improvisación para que la noche despliegue su magia. Pero, como suele pasar en cuanto empieza el fin de semana, el metro también decide improvisar: las obras cambian o interrumpen el itinerario y las esperas se multiplican. Y para cuando se consigue llegar, con una lanzadera poco funcional, al Brooklyn profundo y obrero de Broadway Junction, la otra faz de la noche reclama su parte del relato. Llegar ha costado casi dos horas. Tomando el tren de vuelta a Manhattan, un hombre afroamericano de edad difícil de descifrar grita y va acusando de racismo a los blancos con los que se topa, que vuelven a contarse con los dedos de una mano. Por su lado, True, de 22 años, hace honor a su nombre y confiesa: “Salir en Nueva York siempre es esto. Una estafa. He venido hasta aquí para el cumpleaños de una chica que ni siquiera es tan amiga mía y ahora tengo que volverme al Bronx”. Le espera en casa su pareja no binaria. Son las dos de la madrugada y quizá llegue pasadas las 3.30. Los que decidieron quedarse por Manhattan o en el Brooklyn más cercano regresan con un espíritu más positivo, aunque subiendo por el oeste hasta Washington Heights, la ciudad que nun). Quizá haya que ir a buscarla de vuelta a la calle 14, en la estación de Union Square, una de las que tienen garita policial y quca duerme se contradice a sí misma. Emergen entre tantos cuerpos presentes en mentes ausentes dos hermanas que a las tres de la madrugada se vuelven entusiasmadas de un encuentro literario para mujeres islámicas. Sakeenah y Firdaws, de 27 y 25 años, son emprendedoras: una ha creado una línea de ropa de diseño para la mujer islámica moderna y la segunda se dedica a vender Soba Hibiscus, una bebida sin alcohol con ingredientes nigerianos. Todos los viajeros van llegando, antes o después, a su destino. Y en la calle 191, la estación de la que únicamente se puede salir en ascensor, solo dos personas cruzan el túnel que mantiene las esencias de esa nostalgia por el metro de los ochenta, pues es una especie de museo del grafiti. La soledad puede confundirse con el miedo, pero es este un buen momento para recordar que la estadística es de 1,2 incidentes de violencia por cada millón de viajeros. Es cierto que supone un aumento notable y que la peligrosidad es el halo que persigue en el presente al metro de Nueva York (alcanzando su cénit en abril con un tiroteo en pleno vagón que se saldó con 13 heridos). Quizá haya que ir a buscarla de vuelta a la calle 14, en la estación de Union Square, una de las que tienen garita policial y que congrega a altas horas de la madrugada a varios perfiles de exclusión social. Un hombre afroamericano duerme sin dejar de fumar marihuana (el olor de su humo se ha hecho habitual en Nueva York desde que se legalizara la primavera de 2021). Un joven es atendido por la policía por una aparente intoxicación de alcohol o drogas. Un transeúnte salta a las vías farfullando… Y se abre el debate de la percepción de peligro y el peligro real. De la confusión de crimen con salud mental, adicción y pobreza. Del orden que no corresponde a las fuerzas del orden. Poco antes de las elecciones, el alcalde de la ciudad, Eric Adams, y la gobernadora del Estado, Kathy Hochul, anunciaron su medida estrella para el metro: 10.000 horas más de turnos de patrulla policial y un refuerzo de 60 agentes. “Debemos abordar tanto la percepción como la realidad de la seguridad”, aseguró el alcalde. ¿Cómo se cambia la percepción?, cabe preguntarse.
A las cinco de la madrugada, la percepción se nubla y ya solo queda volver al punto de origen. Tomando la única línea que no pasa por Manhattan, la G, cierran la jornada dos blancos de clase obrera que parece que se acaban de conocer y están disfrutando de una noche de pasión, pero en realidad llevan 12 años casados y van camino del trabajo. Tampoco aparentan más edad de la que tienen. “Nos conocimos en OkCupid cuando casi nadie lo usaba”, dice Danielle, de 39 años. Valyn, de 38, quiere enseñarle a su esposa, de baja definitiva por razones médicas, su lugar de trabajo, el Departamento de Salud de la Ciudad de Nueva York, donde ejerce de agente de seguridad. “Estoy seguro de que en las 24 horas que llevas en el metro no te has encontrado a nadie como nosotros”, concluye ella. Y tiene razón y no la tiene. Porque el metro ha cambiado en muchas cosas, pero sigue llevando en todos sus vagones una ciudad llena de complejidades y de humanidad que quizá puedan pasar inadvertidas, pero a las que solo hay que acercarse y dar conversación.