Un safari por el Paleolítico con Juan Luis Arsuaga
El parque Paleolítico Vivo, en Salgüero de Juarros (Burgos), permite observar a los animales que cazaban los homínidos de Atapuerca, como el bisonte, el uro o el caballo de Przewalski, y experimentar cómo era la vida hace miles de años.
Objetivo: cazar un bisonte. Si su vida dependiera de ello, como en el caso de nuestros antepasados del Paleolítico —hace 100.000 años—, ¿cómo lo haría? “Los yacimientos de Atapuerca están llenos de restos fosilizados de bisontes, ¿cómo se las arreglaban?”, se pregunta Juan Luis Arsuaga, paleoantropólogo y codirector de las excavaciones de Atapuerca. Desde 2015 lo...
Objetivo: cazar un bisonte. Si su vida dependiera de ello, como en el caso de nuestros antepasados del Paleolítico —hace 100.000 años—, ¿cómo lo haría? “Los yacimientos de Atapuerca están llenos de restos fosilizados de bisontes, ¿cómo se las arreglaban?”, se pregunta Juan Luis Arsuaga, paleoantropólogo y codirector de las excavaciones de Atapuerca. Desde 2015 los investigadores que se esfuerzan por desentrañar los misterios de nuestros orígenes cuentan con un banco de pruebas in vivo para reflexionar y reformular sus teorías sobre la evolución humana. Se trata de un núcleo faunístico situado a ocho kilómetros de las excavaciones que pusieron nombre al Homo antecessor. En Paleolítico Vivo pastan bisontes, caballos y uros, en unas 500 hectáreas de dehesa burgalesa. En algún caso son especies originales —como el caballo de Przewalski— y en otros —como el bisonte— son descendientes de aquellos animales prehistóricos ampliamente representados en abrigos y cuevas como las de Altamira (Cantabria). También hay recreaciones de especies extintas como el uro o el caballo konik o tarpán. “Decidimos crear Paleolítico Vivo como un nuevo recurso para comprender mejor la prehistoria. La idea es admirar los fósiles en el Museo de la Evolución Humana de Burgos, visitar los yacimientos de Atapuerca y terminar el recorrido aquí”, resume Eduardo Cerdá, director del núcleo zoológico.
El 4×4 se zarandea por las sendas polvorientas de la dehesa de Salgüero de Juarros (Burgos) a través de encinos, brezal y robledos centenarios, algunos con más de 500 años de antigüedad. En el pasado estos montes constituían las cazaderas de los homínidos de Atapuerca. “Ahora vamos en una nave del tiempo que nos llevará por un largo túnel que nos dejará en el Paleolítico”, cuenta con soltura a los visitantes Arturo Fuente, divulgador del parque. En verano, el safari fotográfico a través de milenios empieza cuando el sol declina, para evitar el calor. A un lado del camino, una manada de caballos de Przewalski, salvajes e indómitos. De vez en cuando sueltan al aire alguna que otra coz. De entre la espesura de los arbustos surgen varios uros que se acercan al vehículo, entre ellos un imponente macho con una magnífica cornamenta. Las cabezas de estos enormes herbívoros no cesan de rastrear el monte en busca de rosales, majuelos, sauces y cardos salvajes que llevarse a la boca. Es la época de la muda del pelaje, así que su cuerpo se parece a un completo patchwork. La naturaleza les ha equipado con una gruesa piel a prueba de colmillos y lanzas.
“Lo que he aprendido observando a estos animales en Paleolítico Vivo es lo difícil que debía de resultar matar un bisonte, o un caballo, o un uro. Son animales que corren mucho y se defienden con fuerza”, explica Arsuaga. Hasta que en la Prehistoria no surgió la tecnología que permitió a los Homo sapiens matar a distancia con propulsores, arcos y flechas, cobrarse cualquiera de esas presas se antojaba un acto titánico. Es cierto que los neandertales contaban con la ayuda de venablos, lanzas de madera y puntas de piedra, pero, aun así, acercarse, acechar y matar al animal requería una fuerza descomunal.
En 2010 el periodista y naturalista Benigno Varillas se encontraba documentándose en Poza de la Sal (Burgos), lugar de nacimiento de Félix Rodríguez de la Fuente, con el objetivo de escribir su biografía. Él fue uno de los precursores en España del rewilding o “resilvestración”, término sugerido por la Fundéu. Se trata de un movimiento de origen europeo que consiste en renaturalizar un ecosistema reintroduciendo organismos salvajes y restaurando a su vez procesos ecológicos. Por aquel entonces, Varillas tenía en la cabeza un proyecto ambicioso, una especie de fantasía: que España volviera a ser salvaje. “Él, junto con otras personas, quería reintroducir bisontes en aquellos lugares donde habían pastado antaño, como por ejemplo cerca de las cuevas de Altamira o en los alrededores de Atapuerca”, explica Eduardo Cerdá, que por aquel entonces se encargaba de la gestión turística de Atapuerca. “Nos interesó porque nos parecía que era una forma de ampliar la visita a los yacimientos”. Se buscaron terrenos de pasto abandonados en arrendamiento para poder tener a los animales en ellos. En 2012 ya estaban constituidos como asociación sin ánimo de lucro. A partir de ese mismo año, la Fundación Atapuerca tomó el control de la gestión turística de las excavaciones y los dos proyectos tomaron caminos independientes. Desde la reserva decidieron centrarse en un proyecto educativo medioambiental y transmitir el mensaje de Félix Rodríguez de la Fuente: “Mostrar el valor y la importancia de la preservación de los animales, algunos gravemente amenazados”, puntualizan.
Paleolítico Vivo forma parte de una red de conservación europea de núcleos faunísticos de los que ha ido incorporando la mayoría de los animales que ahora pueden verse campar a su libre albedrío en Salgüero de Juarros. “Aquí nos propusimos introducir especies en peligro de extinción vinculadas a los yacimientos. Básicamente consistió en proteger al bisonte, el mamífero herbívoro más grande del continente”, cuenta Estefanía Muro, bióloga y responsable de fauna. La decena de bisontes que hay actualmente aquí llegaron procedentes del Kraansvlak Bison Project de Lelystad (Países Bajos) y también de Kropp (Alemania). Pertenecen a la especie Bison bonasus. Se trata del descendiente del Bison priscus, de un tamaño muy superior al actual. De este último se han encontrado abundantes restos en las excavaciones, por ejemplo, en la Gran Dolina. “Ahora hay unos 6.500 ejemplares en todo el mundo, pero llegaron a quedar solo 12. Creemos que es nuestra obligación mantener viva esta especie”, explican desde la dirección.
“En el caso del Przewalski, yo siempre digo que, si uno va a una cueva y lo ve dibujado, luego no lo puede olvidar”, asegura Estefanía Muro. Y es que en los escritos medievales ya se habla de “un caballo de capa isabelina, raya de mulo y patas de encebro”. El caballo de Przewalski aparece representado desde hace al menos 100.000 años en cuevas como las de Altamira, Tito Bustillo o la Peña de Candamo. “Son imposibles de manejar cómodamente. Todo lo tenemos que hacer a distancia, con dardos o anestesia. Y cuando han tenido heridas, lo llamativo es que se curan muy rápido y muy bien, son muy fuertes”, detalla Muro. Originaria de Mongolia, esta especie se extendió rápidamente por toda Europa, pero la ocupación humana y la domesticación la relegaron hasta casi la extinción. Hoy en día su situación es crítica. En Salgüero de Juarros hay unos 10 ejemplares que fueron donados por la Asociación por el caballo de Przewalski de Le Villaret (Francia). Únicamente quedan unos 1.500 formando manadas en libertad en todo el mundo.
El año pasado nació Yurta, la primera hembra de caballo de Przewalski que fue enviada a la reserva Bison Bonasus de San Cebrián de Mudá (Palencia). A quien todavía están buscando un nuevo hogar donde trasladarla y así poder revitalizar la especie es a África, una cría de bisonte de tres años que fue la primera nacida en Atapuerca. Pero, a pesar de los esfuerzos por contribuir en el distanciamiento genético, desde el núcleo zoológico lamentan la falta de interés. Denuncian que en España no exista una figura que coordine los intercambios de nuevas crías. En 2023 esperan organizar un congreso europeo del bisonte donde plantearán esta problemática.
Los 22 caballos restantes que pastan en la reserva son de la especie konik o tarpán. Originarios de la zona euroasiática, son robustos y de cabeza grande. Se trata del antepasado del caballo doméstico que se extinguió a finales del siglo XIX. ¿Pero cómo se ha conseguido devolver a la vida a un animal extinto? A partir de la recreación a base de cruces realizados hace décadas por científicos con el objetivo de lograr, desde el punto de vista fenotípico, un caballo similar al tarpán originario. Los ejemplares que hay llegaron del núcleo Free Nature, en Staatsbosbeheer (Países Bajos). Lo mismo ocurre con el medio centenar de uros —antepasados de las vacas— que ramonean los brotes del roble melojo y el brezal. En su caso llegaron procedentes de Alemania y Países Bajos. El uro que vivió en la Prehistoria era un animal colosal, de hasta 1.300 kilos, de un tamaño un poco menor al de un pequeño elefante. Ampliamente representado en las cuevas, con una capa de pelaje de color negro, con el flequillo y el morro un poco más claros, y con una cornamenta muy abierta, se extinguió a mediados del siglo XVII. Los hermanos Heck consiguieron recrear la especie en 1940. “El uro tiene un papel muy importante porque ocupa el nicho ecológico que representaban los animales del pasado. Clareando el monte, evitando que el bosque se cierre y previniendo incendios como el que hemos sufrido en la sierra de la Culebra [Zamora]”, repone Estefanía Muro, responsable de fauna.
Los paleoantropólogos tienen un gran interés por saber cómo se produce el proceso de descomposición de un animal muerto, cuáles son las marcas que quedan en los huesos y finalmente cómo los restos terminan convirtiéndose en fósiles. Por eso, cuando en Paleolítico Vivo muere un bisonte, un uro o un caballo, los investigadores del CENIEH (Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana de Burgos) realizan un seguimiento del esqueleto y las vísceras para llevar a cabo estudios de anatomía, de ecología, de comportamiento e incluso de parasitismo.
El canto del cárabo rompe la quietud del susurro de las hojas en una noche plagada de estrellas. Bajo la bóveda celeste, un grupo de aventureros se protege dentro de vivacs, cubiertos con pieles curtidas de los gélidos seis grados presentes ya a comienzos del otoño burgalés. Frente al crepitar de las llamas conversan sobre las huellas de lobo que han rastreado por la mañana y cuentan historias alrededor de la hoguera. “No esperábamos pasar tanto frío en España, no hemos venido lo suficientemente equipados”, relata Werner Pfeifer, profesor de la Edad de Piedra en el museo arqueológico al aire libre Steinzeitpark Dithmarschen, al norte de Alemania. Envuelto en una chaqueta de piel de foca y unas botas de piel de búfalo, Werner, más conocido como Stone Age Man, ha organizado una experiencia inmersiva en la Prehistoria en medio de la reserva. “Si alguien viajara del Paleolítico a ahora mismo y nos viera, comprobaría que no ha cambiado nada”, resume como principal objetivo del encuentro. Porque la estampa en Salgüero es el testimonio vivo de un verdadero salto en el tiempo. Un grupo de arqueólogos y profesores, maestros curtidores y talladores de piedra —llegados de Francia, Alemania y Portugal—, experimentando de forma “total” la vida de nuestros ancestros. Con pieles de corzo y jabalí, que ellos mismos han trabajado, como única ropa.
Durante 15 días han salido adelante en pleno bosque, sin modernidades, teniendo como base un campamento nómada. Recolectando bellotas, endrinas, majuelos y moras. Haciendo fuego con yesca y pedernal. Siguiendo los preceptos del bushcraft, un movimiento que nació hace varias décadas en Estados Unidos y que consiste en adquirir las habilidades necesarias para resistir en la naturaleza (preparar un refugio, cazar, orientarse, conseguir comida) haciendo uso de los recursos disponibles en el entorno natural. En Europa se llevan haciendo encuentros de este tipo desde hace al menos 20 años. También son habituales los cursos y talleres de pago para apasionados de lo salvaje donde se imparten técnicas de supervivencia. En España es una de las primeras reuniones extremas que se celebran sin ánimo de lucro. Tan solo un grupo de apasionados del pasado, vestidos al estilo de los Picapiedra, experimentando la vida de hace miles de años, para luego regresar a sus museos y aplicar los nuevos conocimientos adquiridos. De hecho, los únicos objetos modernos que se permiten son una cámara de vídeo para documentar, una libreta y un bolígrafo.
La rutina diaria empieza con los primeros rayos de sol y la visita de los uros, que se acercan curiosos a pocos metros del campamento. Para el desayuno echan mano de sus propias provisiones. Carne de caza mayor ahumada o salada, pescado deshidratado, algunos frutos secos y algas. “Nosotros les regalamos una pata de jamón de siete kilos y ahí la tienen, colgada de un árbol, y le van sacando filetes”, explican desde Paleolítico Vivo. Después de la primera comida del día, una parte del grupo sale a “pistear” al acecho de las huellas que han dejado los animales durante la noche. Sobre todo hay zorros, corzos y jabalís. Otros se van al arroyo Salgüero a rellenar de agua las 20 vejigas de vaca que utilizan como cantimploras. También prueban suerte pescando en el río Arlanzón. Utilizan reteles hechos de sauce para cazar cangrejos, y anzuelos de piedra y hueso, con hilo de pelo de cola de caballo, para capturar truchas, barbos y bogas. Pero la mayor parte del día la dedican a la artesanía —cestería para el pescado, por ejemplo— y sobre todo a confeccionar piezas de ropa porque el frío arrecia. Utilizan tibias y fémures para obtener punzones largos con los que agujerean las pieles curtidas y logran pasar los tendones para coserlas. También utilizan sílex y obsidiana para tallar cuchillos.
El sol empieza a declinar y el grupo de portugueses empieza a preparar tres liebres despellejadas a la miel que compraron en el supermercado antes de acampar, y que se cocinan sobre las brasas de la hoguera. El humeante olor impregna todo el campamento. Tanto para las recetas como para las técnicas y procedimientos que llevan a cabo en esta experiencia, recurren al paralelo etnográfico. Es decir, copian el estilo de vida de tribus ancestrales que han llegado hasta nuestros días. Como los bosquimanos, los esquimales o los indígenas del Amazonas. Las sonrisas se contagian ante la expectativa de una suculenta cena después de un duro día de trabajo en el Paleolítico. “Mi misión en la vida es hacer que otras personas vengan para sentirse libres y salvajes”, cuenta resuelto Werner, el hombre de la Edad de Piedra.