Libros sin Feria
He dedicado ejemplares hasta aburrir. Encima soy zurdo, y los libros están diseñados para diestros
Si no me equivoco, este ha sido el cuarto año en que no he ido a la Feria del Libro del Retiro. Las razones de mi ausencia son en parte conocidas por todos —plaga, covid— y las que no, pertenecen al ámbito personal, el cual, en contra del impudor generalizado, me parece bien guardar para mí sin dar la pimporrada a los demás. Lamento no haber estado presente por los posibles lectores interesados, pero desde mi primera asistencia en 1971, cuando era autor nove...
Si no me equivoco, este ha sido el cuarto año en que no he ido a la Feria del Libro del Retiro. Las razones de mi ausencia son en parte conocidas por todos —plaga, covid— y las que no, pertenecen al ámbito personal, el cual, en contra del impudor generalizado, me parece bien guardar para mí sin dar la pimporrada a los demás. Lamento no haber estado presente por los posibles lectores interesados, pero desde mi primera asistencia en 1971, cuando era autor novel, creo haber cumplido con creces. He dedicado ejemplares hasta aburrir, y procuré no limitarme a dedicatorias escuetas y repetitivas. He llevado cartuchos de repuesto, y las más de las veces he debido recurrir a ellos. Encima soy zurdo, y los libros están diseñados para diestros. Uno ha de hacer un pequeño esfuerzo para abrirlos, introducir la mano y garabatear sin correr la tinta con el dorso. Esto me sucede desde los cuatro años, cuando empecé a saber escribir.
A lo largo de tantísimo tiempo he atravesado todas las fases. En 1971 nadie me conocía, así que firmé tan sólo los ejemplares que familiares y amigos me llevaron hasta allí. Mucho más adelante, en los ochenta, compartí caseta con colegas como Pombo o Azúa, los dos tan competitivos que no se limitaban a llevar la cuenta de lo que firmaban ellos, asimismo de lo que firmaba yo; y si veían que los adelantaba en el cómputo, Pombo, sobre todo, no tenía reparo en cantarles a mis peticionarios las excelencias de sus propias obras, con mi plena colaboración: “Sí, hombre, llévese uno de Pombo, que lo pasará usted muy bien”. En esa clase de actividades, nunca me ha importado “perder”. Fueron sesiones divertidas, y tampoco vendíamos ninguno más allá de la quincena o la veintena. Compartir caseta tiene pros y contras.
Entre éstos, haber asistido involuntariamente a escenas sonrojantes. Recuerdo a un escritor muy delicado y “sensible”, cuyo público eran casi exclusivamente mujeres, que antes de empezar, y tras contemplar la larguísima cola que él había propiciado con retrasos varios —que si me falta el boli que me gusta, que si me he mareado—, se enfrentaba por fin a ella mascullando: “Vale, a soportar a las petardas. A la que se ponga pelma o guarra, despachadla sin más”. Otros colegas hacían un dibujito a cada lector para que todo se demorase y su cola aumentara hasta resultar envidiable. Grandes autores veían cómo a su lado una celebridad televisiva, musical o “youtúbica” estampaba su nombre sin parar mientras ellos lo hacían con cuentagotas; poseían elegancia y deportividad: ni se quejaban ni maldecían ni se largaban a la media hora. Se comportaban con impecable flema. No me ha faltado ver cómo otros menos grandes, pero populares, le escribían su teléfono a una mujer agraciada, con inconfundible intención. En estos tiempos pacatos eso les costaría una ristra de denuncias por “violación dedicatoria” o algo así.
A lo largo de los años la inmensa mayoría de la gente ha sido muy amable conmigo, e incluso de esas firmas surgió alguna amistad por la que doy gracias a los cielos. Pero ha habido personajes algo abusivos: un señor portugués me traía seis o siete libros el sábado, y otros tantos el domingo. Yo ya lo trataba con ironía: “Pero, hombre de Dios, ¿todavía le quedan sin dedicar? Yo no he escrito tantísimo, esto no cuadra”. Un español hacía otro tanto, pero además me exigía que en cada uno pusiera la fecha exacta y el lugar, era la historia de nunca acabar. Tampoco han escaseado los que aprovecharon tenerme delante para rociarme de insultos, que, en fin, encajé. Estoy seguro de haber contado en otra columna que una joven me plantó, para firmar, primero la Biblia —me excusé alegando que eso no lo había escrito yo— y luego una bomba fétida —argüí lo mismo, y añadí: “Mejor fírmela usted”—. A mi amigo Pérez-Reverte lo ha agredido en más de una oportunidad una lectora argentina. Una vez le rompió el vaso de agua que estaba a mano y él se cortó. Tras el revuelo, continuó a lo suyo —no por nada es Capitán—, eso sí, dejando un piratesco rastro de sangre en cada página. A algunos individuos que se alargaban me he visto obligado a hacerles poco caso, por lo que me disculpo. No me preocupaba gastar mi tiempo, sino el de quienes iban detrás de los verbosos y llevaban buen rato aguardando su turno.
Sólo me resta disculparme por mi ausencia de estos años, y lo hago de buen grado. Pero es muy posible que se prolongue. Estoy cansado, no de los lectores sino de mí mismo, tras cinco décadas de repetición, del mismo modo que me he aburrido de hablar de mis libros, están ahí y ya está. Mis entrevistas serán —ya son— escasas. Mis apariciones públicas están casi terminadas. Desde la infancia —mi padre era aficionado a las cámaras— detesté ser fotografiado, no digamos filmado; de eso tampoco habrá más —hay imágenes de sobra— tras tantísimos años de someterme a sesiones durante las que uno sólo sabe poner cara de palo. Y si estas decisiones pueden parecer arrogantes o desdeñosas, les aseguro que no lo son. Al contrario, guardo gratitud infinita a todos mis pacientes lectores. Con Biblia o sin ella.