Historia para los nietos
Lo que más sorprendió a esos periodistas fue mi confesión de que no estaba nervioso ante la Final. Podíamos permitirnos perderla sin quebranto | Columna de Javier Marías
Espacio mucho mis escritos de fútbol porque sé que a la mayoría no le interesan, pero una nueva Copa de Europa para mi equipo de toda la vida bien merece una columna. En el día de la Final, se publicaron dos entrevistas que me hicieron al respecto La Gazzetta dello Sport y el ...
Espacio mucho mis escritos de fútbol porque sé que a la mayoría no le interesan, pero una nueva Copa de Europa para mi equipo de toda la vida bien merece una columna. En el día de la Final, se publicaron dos entrevistas que me hicieron al respecto La Gazzetta dello Sport y el Süddeutsche Zeitung, conocedores de mis colores. Y como nadie me solicitó nada parecido en España, tal vez a los madridistas de aquí les guste saber lo que dije y opiné.
Lo que más sorprendió a esos periodistas, italiano y alemán, fue mi confesión de que no estaba nervioso ante el último partido, porque el Madrid había ganado sus siete últimas finales y no pasaba nada si se perdía la presente. Podíamos permitírnoslo sin excesivo quebranto y no siempre se gana en la vida. Pero, añadí, por encima de todo estaba el siguiente factor: en esta edición de la Champions League (me cuesta escribir ese nombre hortera), el Madrid nos había regalado seis encuentros emocionantes, vibrantes, de los que crean afición séase del equipo que se sea. Eliminatorias que se veían perdidas y que, en pocos minutos —preferiblemente los últimos—, se habían ganado con un inesperado torbellino de juego y un repentino acobardamiento de los rivales que creían tenerlo ya todo a favor. No eran rivales cualesquiera, sino tres de los clubs más poderosos y antipáticos de nuestro tiempo, forjados a base de millonadas corruptas de países ajenos a la mejor tradición futbolística: el Paris St-Germain, propiedad de un jeque o un emir; el Chelsea, hasta hace nada de un oligarca ruso amigo de Putin el Invasor; y el Manchester City, construido a golpe de talonario por otro jeque u otro emir. Estas fortunas sin fondo llevan años desvirtuando el fútbol, y no es descartable que acaben apropiándose de todos los clubs europeos que durante más de un siglo fueron de los socios y de la gente. Bueno, a la gente de hoy eso le da igual. El Manchester City era el equivalente del Espanyol en Barcelona. Los pericos serían felices si pudieran alinear a De Bruyne, Gundogan, Grealish, Foden y otros y éstos fueran entrenados por un técnico de categoría como Guardiola, y encima fueran capaces de golear al Barça. El PSG había triunfado poco antes de que le metieran petrodólares en vena, y ahora están en sus filas los tres supuestos mejores futbolistas del mundo, Mbappé, Messi y Neymar. Lo mismo sucede con el Chelsea. El Madrid jamás ha sido pobre ni está limpio de turbiedades, su presidente posee una de las mayores empresas de la construcción. Pero de momento no recibe inyecciones económicas qataríes, rusas ni saudíes —no descaradamente al menos—, pertenecientes a países nada democráticos, sin libertad de expresión y que maltratan y someten a sus mujeres. En este sentido, y sólo en este, el Madrid, en esas eliminatorias agónicas, representaba los antiguos valores sentimentales del fútbol, a la vieja nobleza europea frente a los dinerales totalitarios, rusos o árabes. Que, contra todo pronóstico, superara a los nuevos y ostentosos ricos uno tras otro, ha sido tan admirable que, si perdía la Final contra el Liverpool, club bastante simpático, no cabían la decepción ni los reproches. Habría prevalecido el agradecimiento infinito por esos seis partidos “vieja escuela”, de cuando el juego era en verdad una pasión.
Por si esto fuera poco, el Madrid de este curso lo formaban veteranos muy veteranos (Modric, Benzema, Carvajal, Kroos, Marcelo a ratos) y novatos sin gran experiencia (Vinicius, Asensio, Rodrygo, Valverde, Camavinga, incluso Nacho), y no ha recurrido a sus dos astros a priori, Hazard y Bale. No se entiende cómo los primeros aguantaron el endiablado ritmo y la velocidad de sus contrarios; cómo los segundos heredaron al instante el espíritu de Di Stéfano, del que quizá, cuando llegaron, ni habían oído hablar; cómo los terceros se han dedicado a la vida contemplativa sin pestañear, y aun así el Madrid es Campeón de Europa por decimocuarta vez. A Benzema habría que erigirle una estatua en Chamartín, lo mismo que a Modric y a Courtois y por supuesto a Ancelotti, y, si se optara por un grupo escultórico, en él debería figurar el resto. Ancelotti es hombre educado, sereno y discreto que, con la inestimable contribución de Zidane en los años previos, ha conseguido borrar el venenoso y engreído recuerdo de Mourinho, tan malo y tan indigno del Madrid.
No creo que haya edición de este campeonato más meritoria, inexplicable y preternatural, en la que a un equipo de “viejos” y noveles le cayeran en suerte sucesivamente los contrincantes más poderosos y difíciles del continente, y los eliminara, uno tras otro, con efervescencia y arrebato, cuando las certeras casas de apuestas (les conviene, por las cantidades que mueven y se embolsan) no daban un penique por él, ni siquiera en la Final. El Madrid tiene infinidad de defectos, pero posee una virtud que causa estupor: no se lo puede matar más que vaciando el cargador, rellenándolo de nuevo y volviéndolo a vaciar. Lo ocurrido en el Madrid-Manchester City hube de ponérmelo cinco veces para comprenderlo, y aun así no lo he logrado. Corría el minuto 89 y el Madrid necesitaba no un gol, sino dos, para alcanzar la prórroga. En el 90 ya la había alcanzado, y el resto es historia para los nietos.