Ningún otro lugar al que acudir

Las sentencias judiciales producidas por la dictadura deberían haber sido anuladas de oficio hace ya muchos años, en el inicio de la democracia.

AÑO TRAS AÑO, de viernes a domingo, las casetas de la Feria del Libro de Madrid ofrecen un extraño escaparate. Al expirar la última jornada laborable de cada semana, los autores arrebatan a sus libros el protagonismo que en justicia les pertenece, para convertirse en la principal atracción del parque del Retiro.

Firmar ejemplares en la Feria constituye una experiencia singular, porque los lectores parecen sentirse aquí más cómodos, más seguros que en otras manifestaciones semejantes. La razón es, tal vez, el tiempo. Frente a las ...

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AÑO TRAS AÑO, de viernes a domingo, las casetas de la Feria del Libro de Madrid ofrecen un extraño escaparate. Al expirar la última jornada laborable de cada semana, los autores arrebatan a sus libros el protagonismo que en justicia les pertenece, para convertirse en la principal atracción del parque del Retiro.

Firmar ejemplares en la Feria constituye una experiencia singular, porque los lectores parecen sentirse aquí más cómodos, más seguros que en otras manifestaciones semejantes. La razón es, tal vez, el tiempo. Frente a las frenéticas agendas de Sant Jordi, con siete u ocho sesiones de una hora de duración sin contar con los traslados, o el rato del que se dispone tras una presentación, siempre con la amenaza de que los bedeles del centro cultural apaguen las luces a una hora determinada o la presión del horario del último tren, del avión que no espera a nadie, en la Feria todo el mundo sabe que los autores están atornillados a las sillas durante dos horas e incluso más si hace falta. Además, muchas casetas con calendario de firmas suelen estar en una esquina, y mientras la cola de los compradores da la vuelta para extenderse por el interior del parque, ni el autor ni el lector que tiene delante saben cuántos son, ni si están cansados de estar de pie, ni si les da el sol o la sombra. Por eso, a veces, las casetas de la Feria se parecen a un confesionario, una sorprendente burbuja de intimidad, en un lugar enorme y repleto de gente, donde una escritora como yo puede llegar a escuchar las historias más variopintas. Más allá están las deudas que se contraen al dedicarle un libro a una lectora como Esther Orviz.

A veces, las casetas de la Feria se parecen a un confesionario, una sorprendente burbuja de intimidad

Las causas teóricas, las reclamaciones históricas de la sociedad civil, los debates jurídicos, los temas que inspiran libros y artículos sesudos, las iniciativas parlamentarias, las discusiones que suscitan, se disuelven como una nube de polvo pringoso y sucio cuando se confrontan con los problemas concretos de las personas reales. Para cualquier miembro de la familia Orviz, pedir un permiso de armas, opositar a la Policía Nacional o a la Guardia Civil, intentar ingresar en el Ejército o solicitar, por la razón que sea, un certificado de penales representa un conflicto que puede llegar a resultar penoso, hasta humillante.

El abuelo de Esther, Manuel, actuó como enlace en la revolución de Asturias de 1934. Fue procesado por actividades subversivas contra el Estado y recluido en la cárcel de Oviedo. Amnistiado con posterioridad por el Gobierno del Frente Popular, la dictadura franquista anuló el beneficio que le había sido concedido por un legítimo Gobierno democrático y repuso sus antecedentes, que nunca se han borrado. Las sucesivas reformas del Código Penal, con las consiguientes reformulaciones de los tipos delictivos, han hecho posible que, hasta hoy, sus descendientes no puedan hacer determinadas gestiones sin que un funcionario se les quede mirando con los ojos muy abiertos y les informe de que tienen un abuelo terrorista.

Las sentencias judiciales producidas por una dictadura fascista y sanguinaria, que sembró las cunetas de las carreteras españolas de cadáveres de personas asesinadas sin proceso previo, y aplicó en los tribunales leyes tan bárbaramente injustas, tan inconcebiblemente salvajes como la de Responsabilidades Políticas de 1939 —que, por citar sólo un ejemplo, permitía procesar por rebelión a cualquier persona que hubiera comentado en un lugar público su intención de votar al Frente Popular—, deberían haber sido anuladas de oficio hace ya muchos años, en el primero de la democracia.

Las organizaciones que siguen exigiendo su anulación no lo hacen por molestar, ni porque estén atrapadas en la nostalgia del pasado, ni porque se nieguen al progreso del país. Yo reclamo aquí la anulación de las sentencias de la dictadura por los derechos, por la reputación y el bienestar de familias como la de Esther Orviz, que sufren una discriminación real sin base alguna tras 40 años de democracia.

Porque le agradezco en el alma que me contara su historia en una caseta de la Feria, pero creo que no hay derecho a que ella y tantos otros españoles no tengan ningún otro lugar al que acudir. 

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