El mundo camina hacia una guerra económica para controlar el agua
Los largos periodos de sequía, consecuencia del cambio climático, condicionan a las empresas, tensan las relaciones entre países, aumentan las desigualdades y son un lastre para el crecimiento económico
O llueve o estamos abocados a regar con lágrimas. De Doñana a California, pasando por China o África, la escasez de precipitaciones, la sobreexplotación de los acuíferos y la inequidad en su reparto cambiarán para siempre las empresas, los trabajos y nuestra relación con la naturaleza. La guerra por el agua, lamentablemente, no ha hecho más que empezar.
...
O llueve o estamos abocados a regar con lágrimas. De Doñana a California, pasando por China o África, la escasez de precipitaciones, la sobreexplotación de los acuíferos y la inequidad en su reparto cambiarán para siempre las empresas, los trabajos y nuestra relación con la naturaleza. La guerra por el agua, lamentablemente, no ha hecho más que empezar.
Vayamos a la batalla más reciente y cercana. El ser humano se ha empeñado en vivir bajo las estrellas de una tierra baldía y cuarteada. “¿Cómo hemos llegado hasta aquí?”. La voz de Eloy Revilla, director de la Estación Biológica de Doñana, está cargada de preocupación. La ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, anunció que se fija 2025 para intentar tener cerrados todos los pozos legales e ilegales que extraen agua del acuífero del parque natural. Y trasvasará agua de las cuencas del Tinto, Odiel y Piedras, en Huelva, para paliar la agonía hídrica. “Pero es un parche. No existe agua suficiente [este año, los embalses de la cuenca de estos ríos acumulan 155 hectómetros cúbicos frente a los 185 del ejercicio pasado]. Las casi 4.000 lagunas están al 49%”, admite. Y de nuevo la voz llega tomada por la pena. “Es una situación surrealista. Desde la ciencia llevamos años advirtiendo de la crisis, pero no se cambia el sistema hasta que el problema resulta evidente”. ¿Y sin solución? “Solo en 2025 sabremos cómo responderá el parque”, advierte el experto. “Ignoramos qué sucederá”.
Perder el mejor humedal de Europa —de nuevo en el foco de la polémica por la iniciativa del Partido Popular de ampliar los regadíos en el entorno del parque natural— sería igual que desfigurar Las Meninas. Desde hace siglos ese paisaje define la identidad de España. “La explotación de Doñana resulta insostenible en términos de tierra y agua”, alerta Rafael Seiz, técnico de agua de WWF.
El problema hídrico no afecta solo a las zonas más meridionales. A 562 kilómetros del parque, en la localidad vallisoletana de Castronuño, el agricultor Jesús Calderón, de 67 años, ha decido jubilarse. Lleva más de cuatro décadas cultivando remolacha, alfalfa, girasoles y cereal. Unas 300 hectáreas. “Nunca había sufrido una situación igual: la sequía es tremenda”, reconoce. Está pasando la crisis de su vida como traviesas de tren. Un interminable traqueteo. Casado y sin hijos; lo deja. Venderá la maquinaría y arrendará las tierras. Las cuentas fallan. Una hectárea de maíz necesita entre 6.000 y 7.000 metros cúbicos de agua, pero la cuenca del Pisuerga y del Bajo Duero, de la que depende, solo suministra 3.500. “Y aunque lloviera ahora, el 50% de las cosechas ya están perdidas”. En Chinchón (Madrid), un olivarero narra que el árbol está reabsorbiendo el propio fruto (hojiblanca) porque necesita nutrientes. “Jamás lo vi”, asegura.
Esa lluvia, como un beso mal dado, llega tarde. Tanto que Naciones Unidas ha consumido 50 años en convocar una conferencia (la última fue en 1973) monográfica sobre el agua. Fue el 22 de marzo pasado. Tres días. Poco interesados, los países enviaron representantes de perfil medio. Eso sí, el resultado fueron 719 compromisos. Una forma de lavar los pecados de las manos. Inútilmente. El Instituto de Recursos Mundiales (WRI, por sus siglas en inglés) reveló que apenas una cuarta parte de las iniciativas pueden tener un impacto real. Las promesas resultan fáciles de adivinar. Lucha contra la contaminación, investigar el ciclo hidrológico, reducir los riesgos catastróficos. En España, únicamente las inundaciones —según la Fundación Aon— cuestan al año 800 millones de euros. La ola de calor y sequía que atravesó Europa el verano pasado dejó pérdidas de 18.000 millones de euros. Números en una sociedad indiferente a las matemáticas. “En 2020, las consecuencias económicas de la inacción se estimaban en más de 300.000 millones de dólares [272.000 millones de euros]. Mientras prevenir vale cinco veces menos, unos 55.000 millones de dólares [50.000 millones de euros]”, calcula Tania Strauss, directora de Alimentación y Agua del Foro Económico Mundial.
Un tesoro oculto
El mundo camina sobre un terreno resquebrajado. Por cada aumento —según Naciones Unidas— de la temperatura media de 1 °C del planeta disminuyen un 20% los recursos hídricos renovables. Si las leyes del espacio y tiempo lo permitieran, sería interesante escuchar una conversación entre Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, y la directora de la consultora iCatalist, Elena López-Gunn, una brillante analista. El político americano enseñó: “Cuando los pozos fluyen secos, conocemos el verdadero valor del agua”. Se estima que unos 23 millones de kilómetros cúbicos de agua subterránea se acumulan en la capa superior de dos kilómetros de la Tierra. El líquido lleva ahí incluso miles de años. Supera al agua congelada y resulta accesible. ¿Una última esperanza? “Por primera vez tenemos un Plan de Acción de Aguas Subterráneas, que ha propuesto el Ministerio para la Transición Ecológica”, indica López-Gunn. Sus frases son un relámpago. “La clave reside en la gente, la tecnología no es un fin”. La solución no llegará de la agricultura de precisión o de la inteligencia artificial. Eso solo mitiga el impacto. “Nadie te resolverá el problema. Tienes que ser tú mismo quien lo haga. Debes ser autosuficiente”.
España está obligada a proteger su geopolítica del agua. En la memoria, por ejemplo, de China pesan las históricas hambrunas. En 2005, su ministro de Recursos Hídricos aseguró que el país debía “luchar por cada gota de agua o morir”. Lo advierte López-Gunn. “Con el agua no se juega. Si quieres un diálogo, haberlo hecho antes, no ahora”. La referencia es clara. El proyecto del PP y Vox de convertir en suelos de regadío 1.900 hectáreas de cultivos de fresas junto al parque nacional de Doñana choca contra el portazo de la Comisión Europea “por degradar el humedal”. Si la Junta de Andalucía se mantiene en esquilmar el agua, el Gobierno la llevará al Tribunal Supremo.
En épocas de elecciones, los políticos prometen milagros a gran velocidad. “Resulta incomprensible que los ayuntamientos sigan haciendo electoralismo con el agua”, apunta el catedrático en Economía José García Montalvo. Y añade: “Los precios son absurdamente bajos”. Quizá debería haber una tarifa social y subvencionada para las personas con menos recursos. El resto, que pague su verdadero valor. “Además, no se corresponde ni con la escasez relativa ni con el tamaño de los municipios. En fin, un disparate económico”, concede Montalvo. El agua, cuando es barata —avisa Rafael Seiz—, se malgasta. Otro economista, José Carlos Díez, navega corrientes más abajo. Propone jubilar anticipadamente a cientos de agricultores (el campo consume el 70% del agua), cuyos hijos, además, ya no quieren explotar las tierras. Una estrategia similar a la reconversión del carbón o del acero.
La memoria se evapora con rapidez, pero en Canarias, en los años noventa, la prensa local acuñó el término “triángulo de la miseria”. Sus líneas discurrían desde el sudeste de Gran Canaria hasta donde se ubica el aeropuerto. Solo crecían cuarterones de tierra. En 1993, el entonces ministro de Obras Públicas, Josep Borrell, inauguró una desaladora capaz de tratar 12 hectómetros cúbicos al año. Ahora, describe Rafael Sánchez, gerente de la Mancomunidad del Sureste de Gran Canaria, se exportan alimentos y abastece a la población. Unos 1.000 litros de agua para el consumo humano cuestan 80 céntimos y 50 céntimos si es de regadío. El próximo paso es operar solo con energía renovable. “El problema de esa solución es que genera elevadas emisiones de gases de efecto invernadero y salmuera tóxica”, aclara Luke Barrs, director de Fundamental equity client portfolio en Goldman Sachs.
Sin embargo, los españoles alzan la vista y solo ven un cielo azul. Despejado. “Sequía, sequía, sequía por todas partes y ni una sola gota que beber”. Los viejos marineros maldecían así los eternos días de sol. Las previsiones de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) son menos lluvias, pero con mayor intensidad durante espacios cortos. Este es el futuro climático de España. Mientras, el líquido fluye en el discurso de la primera ministra italiana, Giorgia Meloni —acusando a los extranjeros de acabar con él—, aunque la otra orilla del Mediterráneo, reivindica su lugar a través de la geopolítica. Jesús Gamero, analista de la Fundación Alternativas, busca en el recuerdo. Entre 2009 y 2010 trabajó en Siria. La sequía había obligado a los pueblos del sudeste a vender reses, tierras y emigrar a Alepo y Damasco, aumentando la presión sobre las ciudades. “Aquí existen zonas agrícolas que resultan insostenibles”, ahonda. “Hay que escoger entre el bien público y los beneficios económicos de ciertos colectivos”.
Transición energética
España puede sufrir su propia migración climática interna para favorecer a unos pocos. Un problema más. Fuera de la cornisa cantábrica el riesgo de que no se pueda generar energía hidroeléctrica este verano resulta evidente. Pero, además, prevé Mariano Marzo, profesor emérito de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Barcelona, afecta a la transición energética. Son vasos comunicantes. Sin agua, no es factible generar energía del hidrógeno. A partir de la marina aún resulta una entelequia. “Creo que se ha olvidado en la transición energética y en su ministerio”, asume.
Las cifras son conocidas, da igual que el trabajo proceda de Naciones Unidas o de la oenegé californiana Water.org. Este es el caso. Poco varían. Al año se pierden 260.000 millones de dólares (236.000 millones de euros) por la carencia de agua y sistemas sanitarios. Cada dólar invertido en ella generaría un retorno de cuatro dólares e invertir en este elemento aumenta un 1,5% el PIB del planeta. Incluso por el ahorro de tiempos, se podrían ingresar 342.000 millones. Eso sí, necesitamos 114.000 millones de dólares (103.000 millones de euros) anuales para cumplir en 2030 con el número 6 (agua limpia y saneamiento) de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de Naciones Unidas. Pero el desembolso es de solo 28.400 millones de dólares al año. Faltan 85.600 millones. Nadie los pagará con los actuales déficits públicos. El precio, a cambio, resulta inaceptable. Unos 771 millones de seres humanos carecen de acceso a agua segura y cada dos minutos muere un niño por enfermedades relacionadas con la falta de este elemento.
Uno de los mayores problemas del agua es que está mal enfocado. En la novela Ni aquí ni allí (editorial AdN), de Tommy Orange, un hombre intenta describir el suicidio en las reservas de nativos americanos: “Los chicos están saltando a través de ventanas ardiendo y precipitándose a la muerte. Y creemos que el problema es que saltan”. El debate de la pobreza y el agua, tan ligados, ha sufrido una miopía similar. “Hace falta una crisis, en la que estamos a punto de quedarnos sin agua, para darnos cuenta de que existen enormes desigualdades en el acceso a este y otros recursos”, advierte Hannah Cloke, profesora de Ciencias Ambientales en la Universidad de Reading (Reino Unido). “A medida que esta brecha entre ricos y pobres se ensanche en muchas partes del mundo, estaremos más cerca del precipicio de quedarnos sin agua. La mayoría de los gobiernos tienen la cabeza enterrada en la arena cuando se trata de agua e inequidad”.
Un reciente trabajo —del que Cloke es coautora— descubrió que en Ciudad del Cabo (Sudáfrica) los más ricos consumían 50 veces más agua que los más pobres. La mayoría destinada a piscinas, jardines y coches. La misma rima se puede escribir en Miami, São Paulo, Pekín, Londres o Melbourne. Barcelona lleva dos años y medio con calor extremo. El verano pasado, Europa padeció la peor sequía en 500 años, que ha afectado al 47% del continente. “Necesitamos urgentemente administrar nuestros recursos hídricos de forma sostenible, porque el suministro de agua y la pobreza están estrechamente relacionados. Sin agua no existe desarrollo; sin desarrollo resulta imposible erradicar la pobreza”, hilvana Gabriel Ferrero, presidente del Comité de Seguridad Alimentaria Mundial (CSA) de Naciones Unidas.
Sin embargo, el diccionario acuña un término que es la némesis de la geopolítica actual del agua: “bien común”. China usa el recurso como un arma. Estos días construye una gran presa en el río Mabuja Zambo, a escasos kilómetros al norte de la frontera de India y Nepal. Junto a un nuevo aeropuerto militar. Con la ocupación del Tíbet, el gigante asiático controla su curso fluvial. La estrategia estaba sobre el tablero. El ex primer ministro Wen Jiabao (2003-2013) ya avisó de que la escasez de agua amenazaba “la supervivencia misma de la nación”. Pekín invirtió el año pasado 148.000 millones de dólares en la gestión de sus recursos hídricos, un increíble 44% más que durante 2021. La defensa del agua es un recinto cercado de alambres. “Cada país tiene su política hídrica porque sufre sus propios problemas”, admite Richard Connor, editor del informe World Water Development Report de Naciones Unidas. Y defiende las prioridades de los Estados a la hora de usar el agua ya sea para su seguridad nacional, la exportación, el desarrollo industrial, la generación de electricidad o la protección de los ecosistemas.
Esa idea, entre otros expertos, de la economista Mariana Mazzucato del bien común, desaparece del papel como tinta invisible. Kuwait extrajo 38 veces más agua en 2019 de la que dispone de forma natural, y Arabia Saudí, casi 10 veces. Muchos países la tratan como una piscina infinita. Irán tiene un sistema alimentario autárquico que ha esquilmado los acuíferos y las aguas subterráneas, añadiendo presión a una sociedad desbordada de ira. Ante la escasez, aumentan los refugiados de Irak, Siria o Yemen. Sin remordimientos, Rusia emplea tácticas militares de la Edad Media: dejar sin agua a Ucrania. Es la estrategia que siguió el ataque, por ejemplo, a la central hidroeléctrica de Dnipró. Durante la fase más horrible de la contienda, seis millones de ucranios no tuvieron acceso a este elemento o fue muy limitado. El agua, llevada al extremo, es una declaración de guerra. Una vez más —ocurrió en el enfrentamiento entre Etiopía y Egipto debido al Nilo—, las disputas por el control de los recursos hídricos terminan en violencia. Mientras, el descenso del nivel del Rin (Alemania) puso en peligro el comercio de buques en Europa.
Pocos entienden que el agua es finita. El impacto conjunto de las condiciones extremas actuales carece de precedentes en la historia de la humanidad y supera la capacidad de respuesta de los gobiernos. Un informe previo al Congreso del Agua alerta de que la demanda de agua dulce superará la oferta en un 40% durante 2030. Pero son palabras escritas sobre una corriente. Efímeras. El trabajo propone remodelar la gobernanza global de los recursos hídricos, terminar con los 700.000 millones de dólares (633.000 millones de euros) en subsidios anuales a la agricultura, fijar un precio adecuado para el agua, restaurar los humedales y aumentar las inversiones a través de la asociación público-privada. Vamos. Alicia, un país, las maravillas.
El caso de Sok
La preocupación hídrica llega hasta Hollywood. El actor Matt Damon se moja a través de Water.org, una organización sin ánimo de lucro que cofundó y que ayuda a las personas que viven en la pobreza a tener acceso a agua potable. “Hacen falta ideas innovadoras”, explica por teléfono. Y para ello pone de ejemplo la historia de una mujer camboyana.
—Sok y su familia viven en un pueblo a las fuera de Phnom Penh. Su casa tiene un techo de acero corrugado y paredes de paja, se sostiene sobre pilotes por varias razones, incluida la necesidad de proteger a la familia y sus pertenencias de las inundaciones que se dan en la temporada de luna llena. Irónicamente, aunque el pueblo recibe mucha agua de esas lluvias y está situado a lo largo de varios ríos, resulta difícil encontrar agua segura —narra la estrella.
En Camboya, más de dos millones de personas carecen de agua potable y Sok debe ir a un río a buscarla. Y para tratar las heridas hace falta agua esterilizada. Esa no discurre en las acequias.
—A través de Water.org ofrecemos pequeños préstamos para que puedan conectar su hogar al canal de agua municipal. Sacar a tu familia de la pobreza es un auténtico acto de heroicidad —observa Damon—. Además, la gente repaga el 99% de los créditos.
Pero si algo nunca fue el capitalismo es heroico, resulta capaz de transformar cualquier problema en un beneficio. “Tratar el agua solo como un activo económico conduce a la sobreexplotación, la contaminación y la inequidad, que pueden tener consecuencias tremendas para el hombre y los sistemas ecológicos”, critica Gary White, consejero delegado de Water.org. Matt Damon vive en Los Ángeles (California). Sabe que la temperatura de los océanos, donde se baña, ha alcanzado un máximo histórico: 21,1 °C. Más calor en el agua, más fenómenos extremos. Las finanzas no ayudan. El mercado de futuros de Chicago inventó el índice Nasdaq Veles California Water (NQH2O). En cuatro años ha pasado de los 530 dólares por acre (1.233 metros cúbicos) a unos 900. Al vencimiento no se recibe agua, sino la diferencia entre el precio del contrato y el valor al que cotice ese día (igual que un futuro). Pese a todo, “el precio del agua fluctúa sin correlación frente a la sostenibilidad, porque suele estar subvencionado”, reflexiona Marc Olivier, experto de Pictet AM.
Aunque, si existe un drama, que es un eco mundial del desastre que fluye, es el río Colorado. Dependen de él California, Nevada, Arizona. Nutre el lago Mead, el mayor depósito de agua superficial del país. Los niveles están bajando tanto que corre el riesgo de no generar energía. Hay que recortar el gasto, pero los Estados discuten. “El bajo caudal exige limitaciones sin precedentes”, avisa Sharon Megdal, directora del Centro de Investigación de Recursos Hídricos de la Universidad de Arizona. Y añade: “Ante la falta de acuerdo, el Gobierno federal emitirá su decisión en agosto sobre los recortes de agua a partir del 1 de enero de 2024″. La inversión federal es solo el 14% de lo que era en los años setenta —subraya Julie Waechter, consejera delegada de la oenegé DigDeep Water— y un tercio de la mano de obra del sector se jubilará en la próxima década. El agua es una batalla. La brecha en su acceso cuesta a la economía de EE UU unos 8.600 millones de dólares anuales.
El verano se acerca y la primavera es muy seca. A la espera de soluciones, quizás solo nos quede invocar al dios de la lluvia.
Prácticas empresariales con margen de mejora
En algún instante de la evolución el ser humano “aprendió” a incumplir sus compromisos, a preocuparse solo por su propia supervivencia, a ignorar el sufrimiento y el dolor de su especie. Quizá mientras contempló su imagen reflejada, entre las cuencas de sus manos, en la orilla de un río por primera vez. Esa ilusión ha llegado a nuestros días y los economistas repiten la palabra multilateralismo. Entre el error y los buenos propósitos. Proteger a los agricultores, las mujeres, los pueblos indígenas y los consumidores. Pero la realidad es dura. Menos estratégica.
Las inundaciones del año pasado en Pakistán desplazaron a siete millones de personas y causaron 30.000 millones de dólares (27.000 millones de euros) en pérdidas. En un país mísero, solo 5.600 millones estaban cubiertos por pólizas de seguros. Una devastadora sequía ha afectado en el este de África a 36 millones de seres humanos, situándolos sobre el abismo de la hambruna.
El horizonte está desteñido. Nublado. En el otro lado del continente, cerca de 1,3 millones fueron desplazados por las inundaciones. Unas 600 personas murieron en Nigeria, Camerún, Mali. “Todavía estamos a tiempo de convertir la crisis hídrica en una oportunidad global para un amplio progreso económico y un nuevo contrato social basado en la justicia y la equidad”, escriben, entre otros, Mariana Mazzucato y Tharman Shanmugaratnam, ministro superior de Singapur, en un reciente artículo. ¿Es este el camino para sobrevivir a nuestra propia locura? “Nada en el complejo sistema de interdependencia, agua-energía-alimentación, resulta totalmente benigno”, analiza Luke Barrs, de Goldman Sachs. “Ni siquiera la reducción de su uso, que es la estrategia básica de empresas y gobiernos, en sus objetivos de gestionar este elemento. Incluso eso tiene, entre otras, consecuencias adversas: aumento de la concentración de los contaminantes o subida de los costes de los vertidos”. Pero si las empresas no tienen en cuenta el gasto de agua durante toda la cadena de producción —algo que muchas ignoran—, los informes serán papel mojado.
Porque alrededor sobrevive el disparate de una economía que utiliza el agua como si fuera igual de abundante que estrellas en un cielo de verano. El “estratégico” microchip consume hasta 40.000 litros de agua destilada y una tonelada de cobre, 70.000 m³ de agua dulce. El planeta multilateral ha tomado el camino opuesto. “La inversión a escala global en infraestructuras verdes representa menos del 5% de todos los gastos relacionados con el agua”, estima Richard Connor, experto de la Unesco. Resulta más barato cuidar que plantar la última tecnología. El hombre echa cuentas de su sufrimiento futuro. Podemos consumir —según el Centro de Resiliencia de Estocolmo— hasta 4.000 km³ de agua dulce al año sin dañar el planeta. Durante 2030 la cifra se habrá desbordado: 6.900 km³. Hoy, entre 2.000 y 3.000 millones de personas sufren escasez al menos un mes al año. “La evidencia científica es que tenemos una crisis de agua. La estamos usando mal, la contaminamos y hemos cambiado todo el ciclo hidrológico global. Es una triple crisis”, alerta en The Guardian Johan Rockström, director del Instituto Potsdam para la Investigación del Impacto Climático.
Diferentes tonalidades
Una de las urgencias es devolver el agua a los paisajes para frenar la escasez de agua líquida y accesible. Se llaman “aguas azules” y son las de los ríos y los lagos. A su lado discurren las “aguas verdes”, contenidas en el suelo y la vegetación, que ayudan a regular el movimiento del agua de líquido a gas. Contribuyen al equilibrio de los ecosistemas y su sustento. Reforzar las “aguas azules” exige reconstruir las “aguas verdes”. Todo está conectado. ¿O no? “Casi siempre, el problema del agua potable no tiene nada que ver con su escasez física”, reflexiona Mark Giordano, de la Universidad de Georgetown, experto en la gestión del agua. “Tiene que ver con la falta de medios financieros y políticos para poner en marcha la infraestructura para que la gente tenga agua”. El agua es dos moléculas de economía y una de política.
Sigue toda la información de Economía y Negocios en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal