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Columna
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Gobierno y oposición

Decía Javier Pradera que votaría a cualquier político que al hablar de temas económicos empezase diciendo: "Pienso que la inflación, o mejor dicho, me aconsejan mis asesores decir que la inflación..."; o sea, que reconociera de entrada que su opinión era la de aquellos en cuyo conocimiento especializado confiaba. Felipe González contó que Willy Brandt le había aconsejado nombrar un buen ministro de Economía y hacerle caso sin interferir en su tarea.

Resultan ridículos los presidentes que sin tener ni idea de lo que hablan pontifican con entonación característica sobre asuntos económicos. Por eso, no siempre tiene que ser el jefe del Gobierno quien salga a explicar las medidas que la situación exige. El discurso televisivo de sangre, sudor y lágrimas que abrió paso a los Pactos de la Moncloa, en los inicios de la Transición, no lo pronunció Adolfo Suárez sino su ministro de Economía, Enrique Fuentes Quintana. Según reveló este años después, el propio Suárez estaba de entrada en contra por considerar demasiado "impopulares" las medidas planteadas para contener una inflación desbocada. A quien primero tuvo que convencer el ministro fue a su presidente, pero, conseguido esto, la claridad con que se expresó Fuentes Quintana en televisión dio credibilidad al mensaje.

El PSOE debería celebrar la rectificación del PP sobre el papel de los impuestos en la crisis

Esto no significa que los presidentes o primeros ministros tengan que ser necesariamente expertos en economía. Ludwig Erhard, el padre del milagro alemán de la postguerra europea, fue un gran ministro de Economía de Adenauer, pero fracasó cuando le sustituyó como canciller. En la misma Alemania hay sin embargo, el ejemplo de un canciller, el socialdemócrata Helmut Schmidt, que lo fue entre 1974 y 1982 con una ejecutoria brillante, que era economista de formación y había sido ministro de Economía con Willy Brandt.

Un rasgo común entre Rajoy y su antecesor es que ninguno de ellos tiene conocimientos de la ciencia oscura, y tampoco sus portavoces, incluyendo la actual: es evidente que Sáenz de Santamaría resulta más convincente cuando habla de temas que conoce, como el autonómico, su especialidad, que cuando entra en materia económica. En una sesión de control del pasado verano acusó a la ministra Salgado de haber contribuido a aumentar el paro con su reforma laboral, contra la que había votado el PP por considerarla demasiado tímida para lo que la situación exigía.

El reproche principal que pueden hacer los socialistas a las medidas anunciadas por el Gobierno de Rajoy no es tanto haber hecho lo que prometió no hacer (subir impuestos) como no haber apoyado en su momento las medidas de ajuste de Zapatero. Ahora se ve que no solo lo hacían para no perder votos, sino para poder culpar a los socialistas de las medidas que ellos mismos adoptarían cuando gobernasen. El pretexto, la desviación del déficit, es un argumento con fundamento porque ha sido muy alta (de un 33%), por más que pueda especularse sobre el conocimiento que seguramente tenía Rajoy de ese dato o sobre la participación de las 13 comunidades gobernadas por su partido en la desviación.

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Sin embargo, no conviene exagerar: en varias de las autonomías en que ha habido cambio de gobierno, gran parte del déficit viene de la etapa anterior a las elecciones de mayo; y, en todo caso, la responsabilidad de evitarlo es compartida con el Gobierno central, que tenía la posibilidad legal de controlar los desequilibrios presupuestarios de las comunidades autónomas, según estableció el Tribunal Constitucional en una sentencia de julio pasado en respuesta a un recurso del Gobierno catalán.

PSOE y PP compartieron en la campaña la idea de que la prioridad era el empleo y que para crearlo había que combinar el control del déficit con el relanzamiento de la actividad económica. También coincidían en que para ello había que recortar gasto público y aumentar los ingresos. La divergencia era que Rubalcaba defendía hacerlo mediante la subida de ciertos impuestos, y Rajoy que había que bajarlos, para estimular la iniciativa empresarial, lo que a su vez elevaría los ingresos, como ocurrió en 1996 con Aznar. Este argumento confunde efecto y causa: hubo crecimiento, iniciado en la etapa anterior, que aumentó la recaudación, lo que permitió, tiempo después, bajar los impuestos.

Hay por tanto divergencias, pero conviene acotarlas: la principal era la del papel de los impuestos. Era, en pasado, porque el PP ha rectificado y asume que sí hay margen para subirlos de manera que el recorte del gasto público interfiera lo menos posible en el relanzamiento de la actividad. Habría que felicitarse por esa rectificación, no que lamentarla. Pero un rasgo de la época es que en todos los países obligados a aplicar medidas de ajuste en los que ha habido cambio de Gobierno, la oposición reprocha al nuevo hacer lo que ella hacía, con críticas de su oposición, cuando gobernaba.

Algo, el papel de la oposición en tiempos de crisis, que tal vez debería ser motivo de debate entre los socialistas que preparan su congreso.

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