La Real cree en los milagros

Estaba muerta la Real, acatando las órdenes que dictaba el mariscal de campo Toulalan, autentico líder de la tropa del Málaga, uno de esos generales que se hacen sobre el terreno y no en la Academia. Muerta matá, que dicen en Andalucía; desordenada, acomplejada incluso, desorientada a pesar de haber acometido la batalla con un estilo más académico, de toque, de mejor invasión del rectángulo, de más combinaciones y de haberse puesto muy pronto, quizás demasiado pronto, por delante con un autogol de Demichelis tras un magnífico cabezazo de Agirretxe que desnudó a la defensa. Muerta matá, con Anoeta suspirando tanto que no le daba tiempo ni a gritar, aunque olía a despedida del entrenador, Philippe Montanier, cuando Rondón, primero, de cabeza, y Seba, después, desde el suelo en un error monumental de Mikel González, voltearon el marcador.

El Málaga se había apoderado del territorio y olía a funeral en Anoeta por el juego discreto y por el indiscreto resultado que conducía de nuevo a la Real a las galeras de la Liga. Pero las velas del anunciado funeral fueron esta vez blancas o, mejor, morenas por el tono de piel del mexicano Carlos Vela, que se inventó una chilena magnífica tras acomodarse de espaldas el balón con la cabeza. Todo el ejercicio espectacular de Toulalan se vino abajo como quemado por esa pierna volando al viento y ese impacto brutal que Caballero no llegó ni a ver.

La Real entendía que el fútbol volvía a premiarle en su agonía como una semana antes lo había hecho con aquel magnífico gol desde su propio campo de Íñigo Martínez frente al Betis. Pero la cajita de música del fútbol era una muñeca rusa que escondía más muñecas. Y, cuando celebraba aquel premio a su bombeo del balón, apareció Ifrán para marcarse un ejercicio de frialdad en el área, en el tiempo de descuento, más propio de la URSS de Lobanovski que de la Real de Montanier.