Manuel de la Concha, verdadero e irreductible liberal
La muerte de Manuel de la Concha ha dejado un vacío difícil de llenar a sus incontables amigos, la mayor parte de ellos de edad más que provecta. Este último término también alude en nuestra lengua a madurez y aprovechamiento alcanzado por la edad, y Manolo había sabido enriquecerse en el buen sentido, el que se refiere a la sabiduría, desde que era niño y correteaba bachiller en el instituto Ramiro de Maeztu.
Más o menos en la misma época que quien esto escribe, se licenció en Derecho. Y lo hizo además en Ciencias Económicas allá por la década de los cincuenta. Corredor de comercio, agente de cambio y Bolsa, su perspicacia en materias económicas le condujo al puesto de síndico, es decir, persona elegida para defender con justicia y equidad los intereses de un grupo determinado de personas o una corporación, en este caso de los agentes de la Bolsa de Madrid. Lo hizo durante los primeros siete años de la década de los ochenta, realizando una labor trascendental para modernizar las transacciones en el Mercado de Valores, transformando los ya obsoletos agentes de Bolsa en sociedades y agencias de inversión.
Casado con María Isabel Falabella, presidenta de Juventudes Musicales de Madrid, su casa llegó a ser un verdadero centro de cultura por el que pasaron los mejores músicos del mundo, desde Maxim Vengerov o Anne-Sophie Mutter a Rosa Torres Pardo, Yo-Yo Ma, Cristóbal Halffter o Mstislav Rostropovich, por citar algunos nombres. Recordemos que el ciclo anual de Juventudes Musicales en el Auditorio Nacional ha presentado en Madrid a los mejores solistas del mundo y las orquestas más importantes.
Manolo y María Isabel no se contentaban con tenerlos en el Auditorio. Los llevaban a su casa cercana en la colonia Puerta de Hierro y hacían partícipes a los amigos de su presencia tras sus actuaciones estelares en el Auditorio.
María Isabel era la anfitriona musical y Manolo el de los músicos, pintores, políticos, escritores. Su interés por el mundo de la ciencia era sobrepasado solo por la afición a la historia, pues descendía del ilustre general Manuel Gutiérrez de la Concha, marqués del Duero, cuyo monumento se alza en Madrid en la plaza del doctor Gregorio Marañón, confundiendo por ello a los no avisados viandantes.
Un humano desliz en su trayectoria profesional, cuando estaba al frente del Grupo Ibercorp, le supuso un descalabro que, desde el punto de vista mediático (cierta prensa se ensañó con él), supuso un grave quebranto a su reputación y a su bien ganada fortuna personal, pues era el prototipo del triunfador nato, culto, refinado, educadísimo, cordial y generoso con todos, discreto y jamás rencoroso. La desaparición de este verdadero e irreductible liberal es un duro golpe para quienes le conocimos y disfrutamos de su siempre amable y enriquecedora compañía.
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