"Prefiero permanecer en la periferia"
La literatura, algunas veces, es puro azar. Al poco de haber nacido su primer hijo, Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) recibió el encargo de escribir un texto autobiográfico para una revista. "Juntar la maternidad con el ejercicio de memoria sobre mi niñez produjo una detonación sobre mi proceso creativo, abrió el grifo a todos esos temas que esperaban a ser abordados; me parasitó". El resultado fue El cuerpo en que nací (Anagrama), la extraña infancia de una niña, de nuevo inusual e intransferible ejercicio literario sobre la trastienda psicológica, el desdoblamiento, temas queridos en una autora que muchos ven adalid de la nueva narrativa mexicana y que rechaza casi con fiereza: "No me interesa otro boom ni fenómeno literario-comercial que nos haga visibles; tampoco ser cabeza de ningún cartel; prefiero permanecer en la periferia". Esa mirada periférica, esa lucha con el otro que somos, la aplica esta vez a sí misma.
PREGUNTA. El cuerpo en que nací es, entre muchas cosas, una bofetada a los progres de los setenta. ¿Qué fue lo criticable?
RESPUESTA. No veo la novela como un escupitajo a los años setenta. Esos jóvenes querían acabar con las guerras, establecer sociedades más justas. Fueron valientes, experimentaban con todo: su sociedad, su pareja, sus mentes y sus hijos. Nosotros, los nacidos en los setenta, fuimos sus conejillos de indias, la primera generación con padres mayormente separados. Esos intentos de cambio eran muy radicales y no estaban muy ajustados. En su ingenuidad no midieron las consecuencias. Había muchas teorías descabelladas y muy nocivas, como lo que sostuvieron sociólogos franceses de que los niños podían practicar relaciones sexuales con adultos. Mis padres no llegaron a tanto, pero algunos que conocí lo hacían.
P. ¿El giro conservador de los nacidos en los setenta y los ochenta responde a esa educación?
R. Supongo. Es como si en la infancia ya hubiéramos tenido suficiente experimento; también nos dimos cuenta de los resultados, como el sida. Nos tocó pensar y hacernos preguntas sobre nuestra educación durante la niñez. Pero nosotros no hemos mostrado aún las agallas que ellos tuvieron para cambiar su sociedad.
P. En los nuevos narradores hispanoamericanos se detecta una preocupación sobre desajustes emocionales fruto de turbulentas situaciones domésticas.
R. "La infancia es un cuchillo clavado en la garganta", escribe Wajdi Mouawad en Incendios. Por eso uno la revive una y otra vez en los libros, como quien escupe a pedazos. Autores que me gustan mucho, como Singer, Zweig, Gary o Guinzburg, narran abundantemente esa época de su vida.
P. Hay cierta fascinación por lo imperfecto en sus colegas. También en usted. ¿Reflejo de las sociedades tan desestructuradas de sus países, del peso del terrorismo o el narcotráfico?
R. Mi interés tiene que ver con mi biografía. Tengo males en un ojo y veo bastante menos que la media. Durante mi infancia circulé por el mundo con una visión del 10%. Por eso me interesa tanto la normalidad/anormalidad. He tratado esos dos temas en casi todos mis libros, sobre todo en Pétalos y en El huésped. Lo normal y lo anormal son categorías muy estúpidas vigentes desde siempre, en todas las sociedades, y tienen que ver con valores estéticos, morales, de clase... muy limitados y no sólo con la medicina. Estas categorías están en el origen de la discriminación. Yo lo critico. No creo que tenga que ver con sociedades destructoras. La verdad es que las latinoamericanas se parecen: son racistas, clasistas, influidas por el catolicismo y llenas de desigualdades atroces en la economía. También hay diferencias: en México no sufrimos una dictadura, tampoco terrorismo. Narcotráfico, sí, que no he tocado porque nunca lo he vivido de cerca. Sería falso por mi parte abordarlo, como obedecer a una moda local, no escribir por necesidad.
P. La novela está relacionada con su anterior producción cuentística: el asunto del desdoblamiento, cierto miedo psicológico..., sólo que lo protagoniza usted.
R. El libro es el relato de cómo nació en mí la vocación de escritora y las claves de mi literatura. La obsesión por la ceguera, la defensa de las diferencias, mi debilidad por los freaks. Al ser autobiográfico, no está presente la dimensión fantástica de mis otros libros. Pero sí se ven las lecturas que despertaron mi afición por el género. También describo mi tendencia a ver cosas extrañas, esas grietas en la realidad y que constituyen las puertas a lo fantástico. Me refiero al episodio en que se me aparecían los insectos y ese terror psicológico en un hospital en que se mezcla el sueño premonitorio con la realidad.
P. Hace un ejercicio de psicoanálisis brutal, anómalo en su generación...
R. El psicoanálisis siempre estuvo en mi vida. Mi padre estudió y ejerció esa profesión y fui por primera vez a terapia a los siete años por una de esas excentricidades de la época. Por eso el psicoanálisis tenía que aparecer, con un toque de ironía. También es un guiño a Philip Roth, cuyo humor me fascina, y a su personaje el doctor Spiegelvogel. El consultorio del psicólogo es hoy el máximo espacio de intimidad, ha reemplazado a los confesionarios.
P. Parece que siempre ha sido una outsider: por lo del ojo, por la separación de los padres, por practicar el fútbol, por vivir en un barrio periférico en Francia...
R. La diferencia física y las burlas infantiles me marcaron de forma definitiva. También vivir con mi abuela y no saber dónde estaba mi padre... Todo eso hizo que me sintiera marginal. Además del ojo, crecí entre niños de exiliados de toda América Latina, después entre inmigrantes de África y árabes. Y eso cuento: ser y vivir en ambientes marginales. En ningún lado encajaba y acabé resignándome a que así sería el resto de mi vida. Lo tomé como una causa. Todo lo que escribo está imbuido de esa visión del mundo.
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