La madre de todos los quesos
La leche de foca contiene más de un 50% de materia grasa, lo que permite a estos animales dar de mamar una vez y destinar el resto de su tiempo a la caza, la pesca u otras actividades lúdicas. Sin embargo, los humanos debemos tomarla en nuestra más tierna infancia muchas veces al día, por razones de capacidad estomacal y porque los contenidos alimentarios del producto son menores. En ese orden cerca de las focas estarían las búfalas y cerca de los humanos, las vacas y las ovejas.
Como alimento natural que se ha consumido desde el principio de los tiempos y su uso ha sido amplio en el espacio geográfico y gastronómico, siendo innumerables las comidas que utilizan la leche para su preparación.
En las Indias de Colón no existía el queso. Y en Oriente, lo hacían de soja
No obstante estas generalidades por todos conocidas, lo cierto es que la leche no tiene en sí misma el protagonismo que debiera en el mundo adulto, que decide pasar de los sabores simples y adentrarse en otros de mayor complejidad, cayendo mediante esta liviana meditación en el mundo de los quesos. Mundo complejo, que mueve economías a la vez que pasiones, que enardece sentimientos nacionalistas y obliga a que a diplomacia extreme sus artes, para que los queseros y sus adictos no lleguen a las armas en defensa de sus sabores.
Leo que los cavernícolas, hace la friolera de nueve mil años, ya fabricaban queso, lo que conocemos por las pinturas rupestres. Y que en las orillas del lago Neuchâtel -Suiza tenía que ser- se han encontrado vasijas de barro agujereadas para que por sus orificios se filtrasen los restos de la fabricación de leche cuajada, con una antigüedad similar a la anterior.
Debió de ser el azar el que propició la contaminación de los restos de leche por multitud de bacterias, algunas de las cuales procedieron a acidificarlo, a cuajarlo, a solidificarlo; y lo que era líquido devino en denso y nos deleitó.
La leche era de casi imposible conservación, sin embargo los quesos eran de difícil putrefacción, por lo que en la batalla por acompañar al caminante ganaron los segundos, como muestran las historias y las leyendas de la antigüedad. Homero en su Odisea ya sugiere el queso como alimento de cíclopes; David quería apaciguar a Goliat con sus regalos del mismo material, y es sabido que algunas culturas de los desiertos africanos y asiáticos utilizaban estómagos de animales para transportar la leche, que por milagro llegaba transformada en queso, después que fuera trabajada por los fermentos que la acompañaban en tan calurosos viajes.
Ellos utilizarían leche de camella o de yegua; nuestros directos antepasados de vaca, oveja o cabra. En las Indias de Colón no existía el queso. Y en el Oriente, lo hacían de soja. Ahora nuestra cultura, que lo adora, lo premia con mil y una bacterias distintas, que lo transforman y perfeccionan al gusto del consumidor, surgiendo de una misma técnica las infinitas diversidades con las que llega al mercado: según su origen, su grasa, su textura, su color. Y ante todo, según su sabor.
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