Ir al cine
Fue en el salón de actos de los Jesuitas de Sarriá y me acompañaba la abuela. Recuerdo que, en un momento dado, me apartó de la aglomeración formada en el vestíbulo ante la puerta de acceso, donde a una niña le había dado un arrebato de tos. Te va a contagiar la tos ferina, dijo. La película que daban era El capitán Blood, y los actores, Errol Flynn y Olivia de Havilland.
Posteriormente, en el mismo lugar, vi entre otras, Capitanes intrépidos, que me emocionó vivamente, y una película de la Italia de Mussolini, cuyo argumento -el efecto de la luna llena sobre los habitantes de alta montaña de un pueblo- por fuerza tuvo que impresionarme, ya que no la he olvidado. Más o menos por la misma época, también acompañado por la abuela, recuerdo haber visto en el Kursaal Blancanieves y La Policía Montada del Canadá. Pero mi primera película fue El capitán Blood, que desde luego no defraudó la idea que me había hecho del cine a partir de lo que pudieran haberme contado. Seguí como hipnotizado la peripecia argumental y me sentí deslumbrado por la belleza de Olivia de Havilland.
Esa doble atracción por el cine se mantuvo a lo largo de toda mi infancia y adolescencia: las películas me interesaban en función del argumento y de la actriz principal. Si dejaba de ver alguna por su temática ramplona, lo mismo me sucedía cuando la protagonista era, por ejemplo, Bette Davis o Joan Crawford. Procuraba, sin embargo, no perderme una sola en la que apareciera, también por ejemplo, Jane Russell, por no hablar ya -en cuanto empezó a llegar su imagen- de Ava Gardner. Claro que el físico va muy ligado a la moda, y viendo hoy en DVD algunos mitos de otras épocas, es fácil llevarse sorpresas: ¿cómo pudo gustarme esta chica?, se pregunta uno atónito. Me pasó hace poco con una copia que no acabé de ver de Las mil y una noches, protagonizada por María Montez, el gran mito de mis años escolares. Es lo malo del cine: las modas pasan de moda. Supongo que con los galanes pasa tres cuartos de lo mismo.
Si la fascinación por las bellezas de la pantalla descendió a sus justos límites en cuanto empecé a relacionarme con mujeres reales, algo parecido sucedió con el relato cinematográfico a medida que me adentraba en mi oficio de escritor. Ya sé que no es lo habitual. El cine ha ejercido una fuerte influencia en buen número de escritores en la segunda mitad del siglo XX. Para las generaciones anteriores (Azorín, Marías, Ayala) a las que la irrupción del nuevo género les pilló ya adultos, ir al cine se convirtió en un maravilloso divertimento que creaba adicción. Pero en quien lo ha mamado desde niño no tiene nada de particular que entre ambas formas de relato se establezca una relación de afinidad. Hay novelas que, más que capítulos, están divididas en secuencias.
Si no es este mi caso -como bien observó Gutiérrez Aragón, es imposible llevar mis novelas a la pantalla- es porque prácticamente desde siempre el lenguaje literario y el cinematográfico me han parecido muy diferentes. Y mientras las novelas que me han gustado casi invariablemente me siguen gustando, no es este el caso de un gran número de películas. En este sentido -siempre gracias al DVD- me he llevado sorpresas mayúsculas.
Lo mismo sucede si en lugar de obras hablamos de autores. Mientras la lista de novelistas que me interesan formaría una larga serpiente, la de directores de cine, más allá de Kubrick, Bergman y el segundo Fellini, me impondría de nuevo una selección título por título.
La realidad es que el cine debe a la novela mucho más que la novela al cine. Y sería de desear que, dada la deriva tomada por el cine en su competencia con las pequeñas pantallas, su influjo sobre la creación literaria fuese cada vez más irrelevante.
Bueno, será que estoy de mal humor. Pero es un verano caluroso y ponerse a zapear después de la cena en busca de algo mínimamente aceptable, pone de mal humor a cualquiera. Todo es más de lo mismo: una experiencia de carácter extremo o fatal o letal o mortal o final.
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