Hielo sin horizonte
Imagine un cubito de hielo, pero de un tamaño anormal: 2.700 kilómetros de largo y tres kilómetros de espesor. Colóquelo estirado de sur a norte sobre la línea del Círculo Polar Ártico. Y le sale Groenlandia, que es una isla porque está rodeada de agua por todas partes, pero que en realidad tiene la misma extensión que Francia, Gran Bretaña, Alemania, España, Italia, Austria, Suiza y Bélgica juntas. En Groenlandia todo es exagerado. Por efecto y por defecto. El 85% de su territorio está ocupado por un casquete de hielo interior conocido como Inlandsis. En tan vasta extensión de territorio solo viven 56.000 personas, la gran mayoría de ellos inuits, mal llamados esquimales. No hay ninguna carretera que conecte dos pueblos o ciudades. Y solo existe un semáforo.
Groenlandia es como caminar dentro de un enorme vaso de leche donde no hay ni suelo ni techo
Con semejante palmarés, la idea de cruzar el Inlandsis, el hielo interior groenlandés, sobre esquís, de manera autónoma y sin guías locales, por un territorio aún ignoto para el hombre, en busca de un pico nunca antes escalado por el ser humano, arrastrando todo el equipo necesario para 15 días de travesía se barruntaba no solo un viaje improbable, sino, hasta cierto punto, estúpido. Más aún cuando ninguno de los cuatro participantes habíamos estado jamás en los polos. Pero la ignorancia da alas al atrevido. Así que tras un año de preparativos y un vuelo de tres horas desde Reijkiavik (Islandia), los hielos eternos de Groenlandia se dibujan en el horizonte, como un daguerrotipo en blanco y negro de la última glaciación.
La primera prueba que ha de superar quien quiera cruzar el Inlandsis es acceder a él. La costa groenlandesa es una sucesión de paredes de roca y lenguas de hielo infranqueables que dejan pocos pasos hacia el interior. Uno de ellos es el glaciar Qaleragdlit, al sur de la isla, a unas dos horas y media de navegación en zodiac desde Narsarssuaqa a través de fiordos por los que deambulan como almas en pena icebergs desprendidos de las lenguas glaciares. Empleamos un día entero en subir y bajar por la morrena lateral del Qaleragdlit para acarrear los más de 200 kilos de peso que llevamos hasta un punto a unos 700 metros de altitud, donde la pendiente se suaviza y ya podemos empezar a usar las pulkas, el trineo-despensa que cada uno arrastra a sus espaldas con todo lo necesario para una travesía polar: desde un rifle por si aparece un oso polar (algo improbable pero potencialmente factible) hasta 20 litros de gasolina para derretir agua, cocinar y calentarnos. Nos metemos en el saco de dormir esa primera noche blanca sabiendo que 2 millones de kilómetros cuadrados de hielo nos observan.
Durante las siguientes jornadas avanzamos encordados por el plateau del Inlandsis. Nos envuelve una gigantesca planicie helada sobre la que despuntan solitarios nunataq, montañas piramidales de roca que parecen gigantes tratando de liberarse del abrazo mortal del hielo. Un desierto blanco. El minimalismo llevado a su máxima expresión.
A veces y durante días, nos azota una tormenta y no conseguimos distinguir arriba de abajo, derecha de izquierda. Es como caminar dentro de un enorme vaso de leche donde todo es blanco y no hay línea de horizonte, ni suelo ni techo. No puedes tomar puntos de referencia y el que abre el grupo, encargado de la navegación, zigzaguea desnortado cual borrachín en retirada. Pero otros días, las nubes desaparecen y una bóveda azul impoluta se despliega sobre el gran desierto blanco. Entonces la banquisa de Groenlandia se transforma en un lugar amable y acogedor de horizontes infinitos. El reino del hielo inalterado desde hace miles de años. Así tuvo que ser la Tierra en el Cuaternario. Y sin nada vivo en kilómetros a la redonda, excepto nosotros cuatro (y quizá algún oso polar en busca de cena).
Los días se suceden con una repetición pasmosa y pronto entiendes que la lucha personal no es contra el agotamiento físico sino el mental. Día tras día avanzamos por un decorado idéntico: una mancha blanca con la línea del horizonte al fondo, inalcanzable. No hay referencias ni metas. Todo es siempre igual, la misma rutina: nos levantamos, dedicamos un par de horas a preparar el desayuno y recoger el campamento; caminamos entre ocho y diez horas hacia el rumbo elegido. Hasta que hacia las 6 de la tarde paramos y dedicamos otras 4 horas a montar de nuevo el campamento, derretir nieve y preparar la cena; luego nos metemos en el saco a dormir. Y así un día tras otro.
Hasta que por fin, tras diez días de marcha, los cuatro últimos por un territorio en el que, por lo que sabemos, no ha pisado nunca el ser humano (ni falta que le hacía, bien pensado, ¿qué sentido tiene venir hasta aquí?), alcanzamos la base de tres montañas negras y cetrinas de rocas descompuestas. Escalamos sin mayores dificultades la más grande de ellas y una vez en la cima gritamos hasta quedar afónicos extasiados por ser los primeros humanos en pisar esa cima. Gritamos también de alegría por la panorámica de 360 grados tan perfecta, tan armónica y tan mágica que se despliega alrededor. Groenlandia en toda su magnitud, la más tremenda de las soledades. Hielo y roca hasta donde se pierde la mirada. Los exploradores que llegaban por primera vez a un accidente geográfico tenían derecho a ponerle nombre; por eso los mapas están llenos de cabos, golfos, ensenadas y cimas con nombres de exnovias y exmujeres, de exreyes y reinas.
Pero declinamos tan magno honor e iniciamos el descenso sin llamar a la National Geographic para registrarle el nombre a la montaña. Craso error: esa noche se desata el viento huracanado, que barre periódicamente la banquisa de Groenlandia por el efecto Foehncon, con rachas de más de 100 kilómetros hora. Una de nuestras tiendas se rasga con la misma facilidad con la que se rasgó la casa de los Tres Cerditos tras el soplido del lobo y pasamos tres interminables días encapsulados los cuatro en la otra -y única- tienda de campaña que nos queda, rogando a todos los dioses del Olimpo para que aguante.
Y aguanta. Hasta que al atardecer del tercer día de cautiverio el viento amaina y oímos a lo lejos el rotor del helicóptero que nos sacaría de allí. Cuando se eleva, desde la ventanilla veo alejarse Groenlandia, con sus grietas y sus glaciares, sus llanuras heladas y sus nunataq piramidales, como si fuera ya una lejana pesadilla blanca. Nunca el ruido de un motor y el olor a gasolina me parecieron tan agradables.
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