Lecciones del mundo presente
Reclamar la libertad del soldado Shalit, confiar en la justicia para las víctimas de los asesinos de Camboya, apoyar una web insolente con los poderosos: la solidaridad no es inútil
En Francia existe la convicción, felizmente unánime, de que es necesario hacer de los casos de secuestro una causa nacional. Lo vimos, en su momento, con los rehenes franceses en Líbano. Lo vimos con la gigantesca movilización que generó el caso de la franco-colombiana Ingrid Betancourt. Lo acabamos de ver con los periodistas de France 3 Stéphane Taponier y Hervé Ghesquière, retenidos en Afganistán durante 548 días y cuyos nombres y rostros copan ahora las pantallas de televisión.
Hay un caso, sin embargo, que parece ser la excepción. El de Gilad Shalit. ¿Porque es israelí? También es francés. ¿Porque estaba uniformado en el momento del secuestro? Dado que ninguna de sus dos patrias estaba por entonces en guerra, no podemos hablar de un prisionero de guerra. ¿Porque se encontraba aquel día en la frontera con Gaza? Dado que ningún soldado extranjero estaba en Gaza, ni se estaba preparando ningún tipo de operación, el suyo es, una vez más, un caso de un rapto vil, un secuestro con rescate absolutamente clásico... Y aun así, "clásico" tampoco sería la palabra porque, además (algo extraño en una toma de rehenes), no tenemos verdaderas noticias de él, ni señales de vida, ni información sobre el lugar de su detención, ni sobre la identidad exacta de los secuestradores que lo atormentan, ni sobre sus exigencias... La alcaldía de París lo comprendió, y podemos ver sobre la fachada del ayuntamiento un retrato del hombre que, cinco años después de su secuestro, se ha convertido en el rehén francés de más larga duración en el mundo. Pero ¿y las otras ciudades? ¿Los medios? ¿La opinión pública? ¿Los negociadores habilitados que interceden ante la Autoridad Palestina y, a partir de ahora, ante Hamás? Es nuestra obligación, la de todos, salvar al soldado Shalit.
El soldado Gilad Shalit es un caso de rapto vil, un asunto de secuestro con rescate absolutamente clásico
Los jemeres rojos no solo eran marxistas. Eran revolucionarios que llevaron la locura demasiado lejos
En su reciente libro Dans les yeux du bourreau (Lattès), Pierre-Olivier Sur se lamenta de la desconfianza de las víctimas del genocidio camboyano en el mecanismo judicial que se puso en marcha con el proceso de Douch. Hoy, el nuevo proceso -político, esta vez- de "la banda de los cuatro" de Phnom Penh está propiciando un clima de cambio, y los supervivientes, los hijos de los supervivientes y la comunidad internacional por fin parecen decididos a mirar de frente una tragedia que ya tiene 30 años, pero cuyas heridas, como las de todos los genocidios, aún sangran y seguirán sangrando durante mucho tiempo. Una nota personal y accesoria, no obstante, a la historia de esta masacre cuyo terrible secreto tal vez sea, por fin, desentrañado. Los asesinos de Angkar no eran únicamente "marxistas". No eran "déspotas asiáticos", ni clientes de Jacques Vergès. Eran unos revolucionarios que, como ocurre desde que existe el concepto mismo de revolución, llevaron demasiado lejos su radicalismo y su locura. Las revoluciones pasadas fracasaron, pensaban, porque se conformaron con transformar la economía, o, a lo sumo, el sistema político. Si la aparición de nuevas clases dirigentes fue posible es porque no se atrevieron a cambiar los verdaderos cimientos de la esclavitud que anidan en las almas, la lengua y lo simbólico. Pues bien, nosotros, los jemeres rojos, vamos a remediar esta carencia regulando los deseos, reinventando la lengua e incluso, gracias al afamado transporte de las ciudades al campo, remodelando la relación entre el hombre y su realidad. En la medida en que fueron verdaderos revolucionarios, estos comunistas actuaron como nuevos SS. Y fue su propio proyecto, el deseo de introducir una fractura en la historia, de regenerar a la humanidad, de extirpar las pasiones primarias y la estupidez individual, lo que nutrió su barbarie. Lección tenebrosa. Lección del siglo XX.
Un caso nunca es la regla, solo una bonita historia: la de un medio de comunicación en línea, Owni, que es, junto a algunos otros, el orgullo de la web en francés. Es libre, tecnológicamente innovador, insolente para con los poderosos y dirige su mirada hacia la cara oculta de la política y del poder en general. Ahora bien, tal vez por estas mismas razones, o quizá porque los modelos económicos para este tipo de medios están aún en pañales y porque el propio fundador de Owni, Nicolas Voisin, quedó atrapado en uno de esos intríngulis que solo el sistema bancario francés entiende, un buen día anunció que su firma, pese a ser floreciente, hacía agua y que sus inversores naturales abandonaban el barco. Entonces tuve una idea. Una idea simple. Muy simple. Pero que funcionó. La idea consistía en dividir los costes en cierta cantidad de partes y ofrecerlas, sin remilgos ni protocolo, sin comunicación corporativa, a algunos socios, a algunos rivales generosos o incluso, simplemente, a algunos lectores del sitio en peligro. Y así fue como, sin banqueros ni corredores, sin agencias de valores ni ningún otro patrocinador invasivo, se puso en marcha, con dos llamadas de Skype y en un abrir y cerrar de ojos, gracias a una cadena de solidaridad espontánea y, en realidad, casi sin necesidad de palabras, la recaudación de fondos más fraternal y, seguramente, más rápida de la historia de Internet. De Xavier Niel a Marc Simoncini y Jean-Baptiste Descroix-Vernier, de Patrick Bertrand a Stéphane Distinguin y al presidente de Wikio: todas las figuras emblemáticas de la web participaron, sus príncipes y sus mosqueteros, los mariscales del imperio del futuro y la joven guardia, los rebeldes y los consagrados, los corsarios de gran corazón y los ya institucionalizados. El hecho es que, sí, Owni volvió a salir a flote. Lección práctica de solidaridad. Lección del mundo presente. Y advertencia al mundo pasado. -
Traducción: José Luis Sánchez-Silva.
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