Abejas asesinas (2ª temporada)
Sí, no pude evitar la asociación de ideas. Allí sentados, frente a los micrófonos de los medios canallas (y de los que no lo son), trajeados en diferentes tonos de gris y cuidadosamente encorbatados (nada que ver con Steve Jobs), espiritualmente unidos por la teórica miel de la industriosa abeja (que, como el ave Fénix, ya surgió una vez de sus cenizas), y dispuestos de nuevo al martirio mediático a causa de su fe empresarial, Ruiz Mateos y sus seis hijos varones me recordaron a los siete hermanos Macabeos y su desalmada madre, sádicamente torturados y muertos uno tras otro por los esbirros del soberbio rey Antíoco por negarse a comer carne de cerdo. La historia, una de las más gore de toda la Biblia, viene relatada en el libro II de Macabeos (7, 1-42), un texto deuterocanónico que no forma parte del canon protestante (no saben lo que se pierden), y no tiene nada que envidiar en cuanto a sadismo a la saga cinematográfica Saw. Todo en la rueda de prensa de Nueva Rumasa tenía algo de bíblico: hasta la antológica y meditada ocurrencia del abejorro principal, asegurando que si no pudiera devolver hasta el último euro a los inversores "me pegaría un tiro en la cabeza, si es que la fe que profeso me lo permitiera". Vaya chollo, lo de la fe. Consuela y, encima, protege, sobre todo ahora que el purgatorio es sólo fuego interior y el infierno lleva camino de convertirse en un locus amoenus con temperaturas más que razonables, como la salita estilo imperio del Huis-clos sartreano. Algunos no saben qué inventar para sentirse más cómodos en este condenado valle de lágrimas. Recuerdo, por ejemplo, a un conocido escritor católico que me intentó convencer de las ventajas de su religión a la hora de eliminar el molesto sentimiento de culpa, explicándome que lo mejor del sacramento de la penitencia era que borraba el pecado y dejaba al pecador libre para volver a empezar. Supongo que Ruiz Mateos, a quien siempre recordaré disfrazado de Supermán y nunca de abeja reina, no lanzó un farol (su fe no le permite mentir). Y si puede descerrajarse un tiro es que tiene un arma o sabe cómo conseguirla: no dijo "me colgaría en la tribuna del estadio del Rayo Vallecano", o "me envenenaría con un litro de matarratas mezclado con tres docenas de flanes Dhul", o "me haría atropellar por un camión de leche Clesa", o "me encerraría en una cámara frigorífica repleta de helados Royne", o "me acercaría desnudo a las colmenas y provocaría a las abejas arrojándoles piedras para enfurecerlas". No: habló de pegarse un tiro con un arma que no fabrica ni comercializa Nueva Rumasa y que no parece haberle enviado ningún Antíoco-Boyer. En todo caso, y antes de que pudiera ocurrir lo peor, quizás les viniera bien a sus hijos y a él repasarse el Oráculo manual y arte de prudencia (buena edición de Emilio Blanco en Cátedra) del astuto y ultra-pesimista barroco Baltasar Gracián (a su lado Cioran parece Jerry Lewis), ya utilizado como texto en numerosas escuelas empresariales en las que se enseña a los futuros tiburones a comportarse con sindéresis y ser siempre "primero señor de sí y luego de los otros". Por cierto que el texto de Gracián lo edita estos días Penguin en una nueva traducción inglesa, asegurando en su publicidad (tras citar a Schopenhauer, conspicuo fan del jesuita) que el libro explica cómo manejarse en un mundo feroz (a cut-throat world), ofreciendo claves para tener éxito en los negocios y en el arte de elegir a los amigos. En cuanto a la historia de los macabeos y su despiadada madre, sólo les diré que si viniera un rey Antíoco a exigirme que me zampara un jamón de pata negra bien curado yo no me haría de rogar. Pero, claro, son otros tiempos. Pero con las mismas abejas.
OPS
Con la que está cayendo resulta que OPS (uno de los heterónimos del pintor Andrés Rábago) es un dibujante realista. De eso me he convencido hojeando con fruición (y recordando: algunos dibujos tienen más de treinta años) el estupendo álbum La edad del silencio (Reservoir Books), en el que se recoge una muestra de su manera más mordaz y terrible. La mujer que teje la bandera de las barras y las estrellas con los hilos de la camiseta de un niño tercermundista, el matrimonio que se calienta apaciblemente frente a una chimenea en la que arden condenados de otros infiernos, el pisado de niños en un lagar del que se extrae sangre fresca en vez de mosto, la radiografía de un útero con un nasciturus rodeado de basura: escenas todas que comentan desde los intersticios que deja la realidad los tremendos estragos de la propia realidad. Más salvaje y primitivo (pero más provocador) que El Roto, OPS construía su mundo de silencios expresivos a partir de muchas fuentes. Del Goya de los Caprichos, desde luego. Pero también del lado más oscuro del surrealismo: es como si el imaginario de Magritte hubiera pasado por el tamiz de Ernst, de Óscar Domínguez, de Hans Bellmer y, luego hubiera recibido un fuerte toque hispánico, desde las vanitas del barroco hasta las "pinturas negras" del genio de Fuendetodos. En esos dibujos -publicados en revistas toleradas en el tardofranquismo (Triunfo, Hermano Lobo, Cuadernos para el Diálogo)- la crítica más acerba funcionaba como liberación del inconsciente. OPS nos coloca frente a un espejo en cuyo azogue se demuestra, como supieron Rimbaud y Lacan, y sabe iek, que yo soy (también) otro. Vistos ahora, parece que los motivos del pasado no hubieran pasado. Por eso el silencio de esas imágenes que gritan dice más que todo el blablablá de las tertulias.
Arquetipos
Antes de que un libro haya llegado a las librerías, su editor/a ha tenido que venderlo al menos media docena de veces: en primer lugar, a sí mismo, cuando se convence de que le gusta y tiene que comprar sus derechos; luego a sus colegas y colaboradores; y, después, y en orden, a los publicitarios, a los distribuidores, a los libreros y a la prensa. A veces esos libros se quedan a mitad del camino porque se rompen los últimos eslabones (o están demasiado saturados a causa de la enorme avalancha de títulos). Me gustaría que eso no pasara con La llave de oro (Turner, traducción de Ruth Zauner), un sugerente libro de la psicoterapeuta (junguiana) Sibylle Birkhäuser-Oeri en el que se pasa revista a los arquetipos femeninos de la madre y la madrastra a partir de los cuentos infantiles, que son nuestras primeras mitologías domésticas. Ahora que la ignorancia y la corrección política se complacen en poner pegas contemporáneas a los relatos del pasado, conviene analizarlos a la luz de su verdadero significado psicológico. De Barba Azul a Hansel y Gretel, de la Cenicienta a Blancanieves, de Caperucita a Iván el tonto, este ensayo, publicado originalmente en 1976, relaciona comportamientos y conflictos con esos hilos que los cuentos tejieron para todos (y especialmente para las hijas, que son las únicas que pueden ser madres) y que constituyen una especie de cadena que nos une a una madre esencial. Un libro para comprender y recordar. Y mucho más barato que tumbarse en el diván y ponerse a largar hasta la primera papilla.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.