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Columna
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Tolerancia

Jordi Quixano

Dijo no sé quién que todos los hombres son buenos mientras no se muden al piso de al lado; análogamente, cabría afirmar que todas las leyes son buenas, o más o menos llevaderas, mientras no nos salpiquen. La mayoría de ellas no importan porque están lejos y apenas se ven; pero en cuanto una de ellas se nos coloca delante y podemos contarle los granos, y reparar en la calva, y en los pelos que le brotan de la nariz, la experiencia se vuelve de lo más desagradable. Me consta que existen normas jurídicas más molestas y notablemente más injustas que la dichosa ley antitabaco recién aprobada por el Gobierno: pero viven solapadas por la común ignorancia, puesto que no importunan la conversación entre amigos, la copita de después del almuerzo o el intento de seducción frente a dos combinados con hielo. En esto del tabaco y de su prohibición se han escuchado tantas majaderías, en pro y en contra, que uno se inclina a pensar que, definitivamente, detractores y partidarios han perdido el uso pleno de sus cerebros. Quizá el intento de aplicar al embrollo un poco de sentido común sirva para esclarecer algunos puntos.

Vaya por delante que he sido fumador durante veinte años de mi vida y que no pertenezco a esa secta de susceptibles que ven el purgatorio en cada cigarrillo que empieza a arder. Dicho lo cual, la medida del Gobierno me parece de lo más respetable y adecuada. Cierto, debería haber sido aprobada sin ambages, tal y como lo ha sido ahora, dos años atrás, en vez de obligar a los pobres hosteleros a endeudarse con mamparas y cotos privados de humo, pero eso ya importa poco. Por mucho que a mí me agrade fumar, disfrutar del alquitrán recorriendo mis pulmones y de la euforia caliente de la nicotina, he de reconocer que se trata de un hábito molesto que los demás no tienen por qué padecer: a algunos les lloran los ojos, otros tosen, o estornudan, o simplemente poseen un olfato demasiado sensible. Esos restaurantes de Marbella y otros puntos de nuestra comunidad que proclaman la desobediencia civil, esos establecimientos que acumulan hasta 130 denuncias por seguir ahumando a sus clientes sin mayores miramientos, no solo vulneran la justicia: están incurriendo en un delito de pésima educación. El sentido común nos revela, con solo pensarlo un poco, que fumar en ámbitos cerrados puede constituir una experiencia insufrible para las narices poco entrenadas.

Y lo mismo cabe decir de la inversa. Si estúpido es el integrismo del tabaco, no menos se muestra el otro: nadie puede sentirse ofendido porque alguien fume en los alrededores de un parque, en el soportal de una cafetería, en la proximidad de un hospital, porque la ventolera, la lluvia, la niebla, el granizo y todo el resto de fenómenos meteorológicos de que dispone el aire libre se encargan continuamente de depurar la atmósfera sin daño para la respiración pública. El sentido común revela, con solo pensar un poquito, que fumar en ausencia de techo y paredes no puede constituir ofensa, porque el cielo está alto y no permite que se acumule humo. En fin: convivir es un verdadero fastidio, en eso estamos todos de acuerdo, pero la tolerancia hacia los otros es el primer requisito imprescindible para quien pretende luego hacer perdonar sus desmanes, que todos los tenemos. No es necesario, creo, legislar acerca de los lamentables efectos sobre la sociedad de hablar a grito pelado, usar mondadientes, batir palmas, acerca de cosas insoportables para muchos, entre los que me cuento, como las retransmisiones de fútbol o los incensarios. Y ahí están.

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