Carlos Mendo y sus Amparos
"Morir no es malo para el que muere (...); es tremendo para el que queda navegando por la estela que el otro trazó".
Carlos Mendo. No me lo quito del alma. Se me saltaron las lágrimas cuando su hija, Amparo, me llamó para decirme que nos había dejado. Y volveré a emocionarme en su funeral. Porque fue un buen tipo. Porque fue un gran amigo. Y porque, en fin, como periodista, fue uno de los más grandes.
No por casualidad, otros grandes de este periódico, como José María Izquierdo, Miguel Ángel Aguilar y Juan Cruz, fueron los primeros en escribir sobre la brillante vida profesional, la inagotable cultura y la inmensa calidad humana de Carlos Mendo.
Comparto con Izquierdo la idea de que un hombre con una fuerte carga ideológica sí puede ser un periodista objetivo. Coincido con Aguilar cuando dice que el tertuliano Mendo "era inagotable: pedía la palabra incluso cuando estaba en uso de la misma". Y estoy de acuerdo con Cruz en que las entradillas de una noticia eran la gran pasión de Carlos.
En un viaje de los Reyes, ambos con un whisky en la mano, Mendo me dijo que su entradilla favorita la escribió un agenciero anónimo (valga la redundancia) de la estadounidense Associated Press. El cable, fechado en Belén durante una ofensiva militar en Oriente Próximo, llevaba este escueto primer párrafo: "La guerra ha llegado a la cuna del Apóstol de la paz".
Recuerdo a un becario en Efe que, allá por 1976, dio la noticia de que dos abogados de izquierdas (los rojos de la época) habían denunciado por torturas nada menos que a la Guardia Civil. En la presidencia del Gobierno estaba aún el muy franquista Carlos Arias Navarro. La noticia cayó mal (es un decir) entre los jerarcas del régimen. El joven periodista tuvo la precaución de grabar las declaraciones de los letrados, pero, aun con las pruebas en la mano, cuando fue llamado al despacho de su director entró con más miedo que vergüenza. Su jefe leyó la noticia, escuchó la cinta y le dijo que no se preocupara, que había hecho su trabajo y que ya se ocuparía él de arreglarlo con "las alturas". El becario era este que suscribe. Su director, Carlos Mendo.
Muchos años más tarde coincidimos en Washington como corresponsales. Él reinaba desde EL PAÍS; yo dirigía la delegación de Efe. Él, de derechas; yo, de izquierdas. Había cosas que nos separaban, claro, pero jamás discutimos: tanto era lo que nos unía, nuestra poca simpatía por los nacionalismos y nuestro mucho amor por la idea de España. También abrazábamos la causa iberoamericana y nos sentíamos muy anglófilos después de tantos años en Washington y en Londres.
Pero aun siendo muy querido por sus amigos, lo mejor que ha tenido Carlos Mendo hasta el fin de sus días ha sido el cariño y el amparo de sus Amparos. Su extraordinaria, fuerte y animosa mujer, Amparo madre, perdió a sus dos hijos, Carlos y Javier (¡qué tragedia!), y ahora ha perdido a su marido. Amparo hija, con la que tuve el placer de trabajar en EE UU, espléndida agenciera ("De tal palo..."), perdió a sus dos hermanos y ahora ha perdido a su padre. Ahora están sujetándose la una a la otra. Ojalá les consuele saber que somos muchos, muchos, los que hoy, y siempre, vamos a compartir su dolor.
(Miguel Delibes, en La sombra del ciprés es alargada). Fernando Pajares es director de Comunicación en la Secretaría General Iberoamericana.
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