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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El gran golpe de los 7 hombres de oro

Marcos Ordóñez

Glengarry Glen Ross es un western crepuscular, un thriller urbano, un team drama, como Primera plana o Brigada 21, y una pieza de jazz nocturno, con embestidas de hardbop y diálogos en stacatto. Los vendedores de Mamet hablan y hablan y se mueven y se agitan para no ir a ninguna parte. Viven en el desierto, el reino del navajazo y la dentellada. Así se fundó el viejo Oeste, la gran nación, y ésas siguen siendo las reglas. La consigna "que gane el mejor" sólo es un trampolín para que reluzca lo peor. Cada uno lucha por su territorio y las palabras únicamente sirven para engañar, para esconder los sentimientos, para enmascarar el pánico. No hay identidades: eres lo que atrapas. En el primer acto conocemos, elíptica pero certeramente, a los personajes. Tres duelos en el saloon: una pelea en el barro (Levene contra Williamson), un chantaje imprevisto (Moss contra Aaronow), una estrategia de seducción (Roma contra Lingk).

Levene, Shelley La Máquina Levene, es Carlos Hipólito. Gran personaje. Frágil, épico, depredador: no le importa timar a viejecitos. Y enorme actor, guárdenme el secreto. Su primera escena es un absoluto tour de force, una ametralladora que dispara balas de súplica, de sarcasmo, de amenaza, contra el esquinado Williamson (Ginés García Millán con el inquietante perfil de Don Draper). No había pensado, hasta ver el espectáculo de Veronese, en lo mucho que se parece ese pasaje a la escena del despido en Muerte de un viajante, en lo mucho que se parece Levene a Loman desesperado, y en lo mucho que se parece aquí Hipólito a Dustin Hoffman. Un super-Hoffman, sin tics, lanzándose a tumba abierta, en la plenitud de su arte. Hay un levísimo problema. Veronese, que firma dirección y versión, ha añadido, al comienzo, unas cuantas frases de la película: Jack Lemmon hablando por teléfono con la clínica donde está su hija. No era imprescindible, pero queda muy bien. Falla un poco, a mi juicio, el engarce entre la llamada y el diálogo, porque García Millán ya está en escena, esperando: quizás debería entrar un poco más tarde para que el arranque de Levene fuera más natural.

Segundo round, sorprendentemente montado sobre contratipos: Alberto Jiménez, que es casi un actor zen, interpreta a Moss con una mala leche sulfúrica, escupiendo sus palabras como si le llagaran la lengua, y Andrés Herrera encarna al tímido y torpe Aaronow, en las antípodas, por temperamento y por físico, de sus poderosos roles habituales. Ambos están soberbios. Tercer round: el endiablado soliloquio de Richard Roma (Gonzalo de Castro) para encandilar a James Lingk (Jorge Bosch). Roma es aquí el mismísimo diablo, segregando una justificación del todo vale, del sigue tus propias reglas: filosofía nihilista, en la cuerda del Teach de American Buffalo, para vender una parcela. Y poesía, porque Roma puede ser un poeta si el negocio lo requiere. Puede ser cualquier cosa: poeta de bar, falso colega, altísimo ejecutivo. En todas sus encarnaciones hay verdad, ésa es su grandeza y su peligro, y todas sabe darlas Gonzalo de Castro, en su mejor y más completo trabajo hasta la fecha. Otra pequeña pega: pese a su poderío, GDC parece tener una cierta incomodidad con la posición que le han marcado, sentado en un sillón y enviando el monólogo a Lingk, que está a tres metros. Es difícil que Roma lo dijera así. Estaría casi encima de su presa, como la araña dejando caer su baba letal sobre la mosca. Con mayor cercanía, casi de barra de bar, fluiría mejor el texto y el veneno iría directo a la vena. Acaba el acto y es el momento ideal para hablar de la escenografía de Andrea D'Odorico, estupendamente resuelta. Hasta ahora hemos visto un restaurante chino sugerido con un alto panel en tonos rojizos, una silla y un sillón, y una máquina de tabaco que brilla como un espejismo en el Mojave. De repente, el panel gira como si pasaran página y el espacio se convierte en la inmensa oficina de los vendedores: el corazón del desierto.

Un par de cosas no me convencen del segundo acto: 1. La iluminación casi búlgara de Paco Ariza tiende a ensombrecer la energía. Tal vez le convendría una claridad más viva, más eléctrica. 2. El tono de tonto de farsa que Veronese le ha dado a Lingk, imagino que a guisa de comic relief. Jorge Bosch está muy gracioso, sin duda, pero Glengarry no es Los tramposos. Falta el toque "creí que tenía un amigo" para que su personaje nos parta un poco el alma. Eso está en el texto (y en la película), pero no aquí, y es una lástima porque Bosch puede darlo de sobra. Todo lo demás va sobre ruedas. Es un acto liderado por Roma y por Levene, en roles de guitarra y saxo, pero no funcionaría sin una sección rítmica tan potente como la de sus compañeros, sin olvidar las ominosas notas de moog de Alberto Iglesias en el rol del interrogador Baylen. Y el combo tampoco sonaría como suena sin una batuta tan sabia y tan atenta a la partitura, a sus ritmos y a sus ecos, como la de Daniel Veronese. Gonzalo de Castro saca pico y garras en el enfrentamiento con Williamson/García Millán, y en el segmento del engaño a Lingk exhibe un hálito de locura que le acerca al Puigcorbé más enfebrecido. Hipólito tiene la energía nerviosa del gran Landa ("¡Sacad la tiza! ¡Vuelvo a estar en lo alto de la pizarra!") y es muy difícil no pensar en Fernando, su creación de El método Gronholm, veinte años después. Y tiene otros veinte más al final, en cuestión de segundos, cuando se viene abajo. Es portentoso su trabajo físico (y emocional, por descontado) en ese instante: parece talmente que si se abre una ventana se lo va a llevar el viento y lo va a trizar como una hoja seca. "Vivimos de nuestro ingenio", dice Roma. "Somos una especie en extinción", responde Levene. Mamet admira el agónico coraje de sus forajidos luchando por salir del desierto, y la alegría trágica de sus manipulaciones, y los breves relámpagos de solidaridad entre navajazo y navajazo. No hay ambigüedad: como Los Soprano, son vitalísimos pero canallas. O canallas pero vitalísimos, depende de la mirada. Vayan a aplaudirles al Español.

Glengarry Glen Ross, de David Mamet. Dirección de Daniel Veronese. Teatro Español. Madrid. Hasta el 17 de enero.

Carlos Hipólito, Ginés García, Andrés Herrera y Gonzalo Castro (de izquierda a derecha), en <i>Glengarry Glen</i> <i>Ross</i>, de David Mamet, dirigida por Daniel Veronese.
Carlos Hipólito, Ginés García, Andrés Herrera y Gonzalo Castro (de izquierda a derecha), en Glengarry Glen Ross, de David Mamet, dirigida por Daniel Veronese.ROS RIVAS

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