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LA COLUMNA | opinión
Columna
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Desnudas luchas de poder

Desde la generalizada frustración que recorrió las filas del Partido Popular cuando las elecciones de 2008 mostraron que la anterior derrota no se reducía a mero accidente de camino, los ciudadanos contemplan atónitos una lucha por el poder despojada del ornamento que suele ocultar las ambiciones inconfesables: nada de batalla de ideas, nada de corrientes en torno a programas, nada de distracciones por el etéreo planeta de los valores y las creencias. Madrid se ha convertido en un campo de Agramante en el que las cuchilladas por la espalda, propias de la política en la penumbra, han sido sustituidas por el combate de dos forzudos decididos a hacerse daño a la vista del público.

Hay menos gente que confía en Rajoy de la que está dispuesta a votar al PP: de tan simple constatación de debilidad en la que se debate la dirigencia popular, era de esperar que se formara dentro del partido, sin dar la cara hasta que madurasen las condiciones objetivas, una coalición alternativa a la actual dirección. Coalición tendría que ser porque la clase política española, con raíces bien hondas en un sustrato de clientelismo y corrupción, se ha fragmentado en diversas clases políticas regionales con legitimidad procedente de sus propios electores. El poder no les viene del centro, sino de abajo y, para llegar arriba, no les queda más remedio que entenderse con los que tienen al lado. Como ese es un arduo camino, los y las impacientes saltan al cuadrilátero a la menor ocasión que imaginan propicia para adelantar sus posiciones. Esperanza Aguirre ha mostrado tener especial querencia por esta clase de estrategia.

En resumidas cuentas, lo que un dirigente autonómico debe conseguir para postularse como candidato al liderazgo central es, primero, que sus electores le otorguen mayoría absoluta; segundo, controlar todas las posiciones de poder político, social y económico de su territorio; tercero, medirse con el jefe del partido y derrotarlo. Aguirre cumple parte de esos requisitos: ha conseguido forjarse una base de poder inexpugnable en Madrid y ha hecho morder el polvo en sucesivas ocasiones a su único rival, que nunca es el líder de la oposición, sino un aspirante de su propio partido. Las batallas contra Gallardón han terminado siempre con la ocupación por la presidenta de más poder en el plano autonómico y con un retroceso de su contrincante en su manifiesto destino de afirmarse en el plano estatal.

Manejando a placer a una oposición que come en su mano, sin margen de actuación su eterno rival y con Caja Madrid como botín de nueva batalla, Aguirre creyó que estaba en condiciones de derrotar por enésima vez a Gallardón y, de paso, clavar un par de banderillas al jefe del partido. Ratificaría así que controla su cotarro, que no tiene oponente y que puede triunfar en una batalla parcial contra su jefe, como prenda de la victoria final. Tan segura estaba de su estrategia que no dudó en arriesgar al máximo en el envite: por su santa cara, un indocumentado en cuestiones financieras iba a ser presidente de Caja Madrid. La oposición no puso pegas al despropósito: al contrario, garantizada su parte de pastel, González fue proclamado por Gómez como la mejor opción posible.

A un tris ha estado de alcanzar la presidenta su objetivo. Lo habría conseguido si Rajoy no hubiera sacado de la chistera un último conejo que, nadie sabe por qué, triunfa como el Cid, después de muerto: Rodrigo Rato. Sólo su nombre, aureolado por el corte de mangas que nadie con más donosura que él se ha servido propinar al FMI -¡eso sí que es poderío!- ha hecho retroceder a la impulsiva presidenta: ha tenido que retirar a su candidato y, por vez primera, un pulso con Gallardón le deja el amargo sabor de la derrota, de la que no será lenitivo la suspensión cautelar con que se ha castigado al locuaz escudero de su enemigo.

Y sin embargo, hay para sentirse satisfecha: ha sido necesaria la conjura de tres pesos pesados -Rajoy, Rato, Gallardón- para hacerla trastabillar y perder el rumbo: en lugar de dar la cara en Génova, se extravió en una guardería, mostrando así el talón de Aquiles de su estrategia: lo puede todo en Madrid pero España se le escapa. En su descargo, podría evocar las memorables palabras de Felipe II: no envié mis barcos a luchar contra las tempestades. El problema consiste en que ella misma es la tempestad. Así se llama, en Madrid, hacer política: demostrar quién manda aquí. Esta vez no pudo ser, pero a la tercera será la vencida. Sobre todo, que no decaiga el espectáculo.

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