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ARTE | Extravíos
Columna
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"Naïf"

Como un avivado rescoldo de los ideales innatistas que marcaron, desde su origen, el pensamiento contemporáneo, muy románticamente apegado al poder de lo genial; esto es: a la capacidad creadora de la naturaleza en bruto, apareció como por ensalmo, hacia el último cuarto del siglo XIX, el llamado arte naïf, término francés que, como es sabido, significa "ingenuo". Es evidente que, desde que el mundo es mundo, el hombre ha ido fabricando objetos como podía, cuando no lo sabía mediante un reglamento preestablecido, pero hizo falta la conculcación revolucionaria de todas las reglas, tal y como ocurrió con el arte de nuestra época, para que se prestase atención a quien producía arte sin formación académica. El más cualificado heraldo de esta tendencia fue el célebre Henri Rousseau, El Aduanero (1844-1910), que llegó a confraternizar con los primeros vanguardistas del siglo XX, los cuales estaban en trance de valorar cualquier manifestación artística "primitiva". En cualquier caso, el momento cenital de institucionalización de estos pintores naïfs se produjo cuando el coleccionista, galerista y escritor alemán Wilhem Uhde (1874-1947), un conspicuo valedor de la vanguardia cubista, se dedicó a buscarlos y promocionarlos, llegando a realizar varias exposiciones y estudios monográficos. Residente en la localidad francesa de Senlis, Uhde se tropezó casualmente, en 1913, con una pobre mujer de 42 años, llamada Séraphine Louis, cuyas pinturas le deslumbraron y a la que ayudó como pudo a ser públicamente reconocida.

La historia de este azaroso encuentro entre ambos ha dado origen a una bella película titulada Séraphine (2009), del cineasta francés Martin Provost, donde, en efecto, se nos describe cómo el sensible y atormentado intelectual alemán, de raza judía y condición homosexual, se topa con este maravilloso ser rústico semianalfabeto, que es una panteísta sin saberlo y que tomó los pinceles por creerse que así se lo exigía su ángel protector; o sea: por imperativo divino. Siguiendo la información que al respecto recogió Uhde de primera mano, Provost nos introduce en la compleja simplicidad psíquica de Séraphine y en su ingenuo ingenio para fabricarse colores orgánicos únicos y, no digamos, para pintar paisajes y bodegones de espléndida fuerza siguiendo el dictado de su luminoso instinto. El estallido de la Gran Guerra retrasó el prometido apoyo que le brindó generosamente su mecenas germánico, al que, sin embargo, reencontró quince años después, aunque, cosas de la vida, lanzada por fin al estrellato de la fama, los vaivenes de ésta y el correspondiente bienestar material circunstancial sobrevenido, quebraron la razón de esta recia mujer infatigable, que terminó muriendo en un manicomio.

La historia de Séraphine es, desde luego, curiosa y conmovedora, pero no sólo por lo que tiene de singular existencial y artísticamente, sino porque, a través de ella, nuestro mundo se enfrenta consigo mismo como mirándose en un espejo. Nada en él deja de estar turbio, salvo quizá ese brillante reflejo incomprensible que se produce cuando alguien, cierto día, váyase a saber por qué y cómo, en vez de contemplar su propia imagen, decide pintar. Esta decisión insólita podremos describirla como "ingenua", pero lo que manifiesta es que el arte es el único sueño imposible al alcance de cualquiera.

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