El mito viviente
El nadador estadounidense logra otra hazaña y conquista seis medallas, cinco de oro, en los Mundiales de Roma, donde su gran reto era imponerse al 'dopaje tecnológico' de los bañadores
Los grandes campeones de la natación nunca se marchitaron en el escenario de sus conquistas. La acción corrosiva del agua, que socava los bolsillos, el corazón y la mente, expulsó de las piscinas a los mitos del siglo XX. Spitz, Popov y Thorpe se retiraron más hartos que felices. Fundidos por un deporte que condena a la introversión y que concede pocas satisfacciones, los nadadores más maravillosos no han podido envejecer compitiendo. En otras disciplinas, esto no ha ocurrido. El ciclismo y el golf (Lance Armstrong, Tom Watson) ofrecen el entretenimiento del paisaje. El fútbol permite gozar del talento cuando el físico declina. El baloncesto siempre reserva un lugar para los tiradores indolentes. El atletismo propicia largas temporadas al aire libre. Las leyendas de todos los deportes siempre han encontrado resquicios para renovar sus desafíos y regresar. Las retiradas de Armstrong, Jordan, Schumacher, Gebreselassie, son ejemplos de la generosidad de los ámbitos en donde crecieron y pasaron a la historia. Los mitos, fuera del agua, se han podido despedir más dignamente. Con los pies sobre la tierra, los desafíos se pueden seguir renovando un poco más dignamente. Hasta Phelps, esta regla tenía su excepción en la natación. Phelps es un caso único.
Para Phelps, de la estirpe de Jordan o Schumacher, Roma sólo era un experimento
Phelps ha sobrevivido a tres Juegos Olímpicos sin dar señales de corrosión y ya ha empezado a preparar su programa para Londres 2012. El hombre repasa regularmente cómo ocupará cada día del calendario en los próximos 30 meses. Sabe que el 23 de diciembre competirá en un torneo local de Baltimore, y que el 24 se entrenará cuatro horas. Sabe que dentro de dos semanas volverá a la piscina tras unas breves vacaciones, y que sólo entonces se concentrará en su objetivo verdadero: Londres. Para Phelps, Roma ha sido un experimento. Un recreo en una competición fraudulenta. Un juego en el que, a falta de hombres, se propuso derrotar bañadores de última generación embutido en el viejo Speedo que nadie quería, porque sólo con los otros modelos eran capaces de nadar más rápido. Todos esperaban verle en el declive. Los nadadores y el público. Le imaginaron agotado después de ganar ocho oros en Pekín y convertirse, con 14, en el deportista que más campeonatos olímpicos ha conseguido en la historia. Creyeron que iba de vacaciones. Y, en parte, así fue. Lo que nadie contempló es que, para Phelps, no hay vacaciones comparables a una buena carrera. No hay otro caso similar en la historia de la natación. Su longevidad en la piscina, y la felicidad con que afronta cada reto, le convierten en un accidente en la historia del deporte.
En Roma Phelps ganó cinco oros y una plata y batió tres récords mundiales, algunos de ellos fastuosos. Sus finales de 100 y 200 mariposa quedarán para la posteridad como un monumento al deporte. En medio del trasiego sucio de récords estimulados artificialmente por el poliuretano de los nuevos bañadores, en aquellas carreras Phelps inscribió una señal sublime, única. La clase de mensaje que sólo los seres humanos dotados de un talento singular son capaces de transmitir a los demás. El mensaje de los mitos en plena acción. Phelps, de 24 años, ya es el gran mito viviente.
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