EL DÍA DE MAÑANA
Por Dios santo, si tienen ocho y nueve años, se dijo, mientras los miraba jugar en la playa. Estaban en la orilla y levantaban un muro de arena con sus palas de plástico, convencidos de que con él podrían detener el mar, y esa inocencia le hizo sentirse aún más culpable por lo que había hecho. La escena transcurría en Rota, Cádiz, que es donde tiene su casa de verano, y los dos niños a los que observaba de lejos, sentado en una hamaca y con un libro entre las manos, se llaman Dylan y Guillermo. Ella es hija suya y, como cada año, pasaba con él los últimos días del mes de junio, porque así es como lo ha pactado con su madre: durante el invierno, la tiene los martes, los jueves y fines de semana alternos, y en las vacaciones, cinco días de junio, todo agosto y otros cinco de septiembre. Los divorciados son gente muy organizada.
Las historias que ocurren en verano se vuelven mentira en cuanto regresas a la ciudad, son tesoros en el sitio en el que los encuentras y bisutería en el lugar al que los llevas
En cuanto al chico, se llama Guillermo, vive con su madre en la misma urbanización y Dylan y él son amigos inseparables desde que se conocieron, cuando tenían, respectivamente, cuatro y cinco años. Es verdad que sólo se ven en verano, en Semana Santa y en algún que otro puente en el que coincidan las dos familias, pero cuando no están juntos se recuerdan y se echan de menos, y no sólo porque el ser humano sea nostálgico por naturaleza y piense que las cosas que se pierden se vuelven importantes, sino también porque ninguno de los dos conoce en Madrid o en Sevilla, que son los lugares en los que residen, a otro niño con el que se lleve igual de bien. Sus padres suelen ironizar sobre el futuro y fingen hacer planes de boda.
Él sabe que todo eso no es más que una broma, pero también que no se trata de una broma vacía, sino de esas que esconden un por qué no en el fondo. Volvió a mirarlos y trató de adivinar cómo serían dentro de un tiempo, física y moralmente. Ahora los dos son guapos y listos, están llenos de energía y de imaginación, son dulces, cándidos y egoístas, igual que el resto de los niños de este mundo, y cuando se enojan cada uno sobrelleva el enfado a su modo: ella se entrega a la melancolía y él al orgullo. ¿Serían también así de mayores? Mientras se lo preguntaba, Dylan lo miró, adoptó una postura provocativa que sin duda imitaba la de alguna cantante que le gustase, le lanzó un beso e hizo una zalamería que a él le encantaba y que consiste en colocar los dedos índice y pulgar de las dos manos de manera que formen un corazón y ponerlos sobre el pecho. Qué maravilla de criatura, pensó, con su cara preciosa, la piel dorada por el sol y la luz colérica del mediodía refinada por el amarillo de su melena rubia.
Por lo general, las historias que ocurren en verano se vuelven mentira en cuanto regresas a la ciudad, son tesoros en el sitio en que los encuentras y bisutería en el lugar al que los llevas, similares a esas piedras que los bañistas cogemos en las playas y que parecen minerales misteriosos o joyas primitivas mientras están mojadas por el océano, pero al secarse y perder su brillo se convierten en nada, mueren durante el viaje, dentro de las maletas, y se transforman en simples guijarros. Claro que no siempre es así y hay aventuras que sobreviven al frío y a los horarios laborables. Se preguntó si la de Dylan y Guillermo sería una de ellas y, puestos a fantasear, se entregó a las conjeturas y, sin poder evitarlo, a los malos presagios: cómo no hacerlo, si su experiencia matrimonial había sido degradante y su divorcio un auténtico calvario. Además, debía de reconocer que es excesivamente protector con su hija, uno de esos padres llenos de miedos, capaces de ver peligros por todos lados y, si le obligan a ser sincero y a confesar lo que siente, temeroso de que llegue la adolescencia y se la quiten, la hagan sufrir, la arrastren a una vida dura o, como mínimo, vulgar. En alguna ocasión en que Guillermo y Dylan estaban disgustados, se reía por fuera y les decía que como se habían dado la vuelta para saltar de la devoción a la animadversión, él les pensaba llamar del revés, Landy y Mollergui, hasta que se reconciliasen. Pero por dentro la tristeza insustancial de su hija lo atormentaba de un modo desproporcionado y lo llenaba de malos presentimientos, mientras que el desdén con que el muchacho la trataba durante un par de días para hacerse el fuerte le parecía un aviso de cara al día de mañana. En esas ocasiones, se avergonzaba al sorprenderse espiándolo, para buscar en su rencor aún inofensivo cualquier desaire, mal modo o gesto cruel que pudiera interpretarse como un eco del porvenir, una voz de alarma.
Pero, como ya he dicho, lo que había hecho la tarde anterior no le hacía sentirse avergonzado, sino culpable. Desde luego, había sido una tontería sin mayor importancia, pero lo cierto es que cuando volvió a ver a la madre del niño tuvo ganas de pedirle disculpas y notó que se ruborizaba. Lo que había ocurrido fue que la tarde antes, al regresar de la playa, Dylan había insistido en ir a merendar a casa de Guillermo y que, media hora más tarde, la mujer lo había telefoneado para decirle que los niños querían ducharse juntos y para preguntarle si no le importaba. Ya tendrán tiempo de no poderlo hacer, añadió, queriendo quitarle hierro al asunto. Pero él dijo que no, puso una disculpa y mandó a su hija ir a bañarse a casa. Al colgar, se sentía sucio y mezquino.
Sentados a la orilla del mar, los niños moldeaban la arena como si conocieran un modo de gobernar el tiempo. Su muralla había crecido y se había hecho más compleja, adornada por torres y cúpulas y consolidada a base de palos que hacían de contrafuertes. Llegó una ola, y la barrera resistió el asalto. Llego otra y siguió en pie. Dylan y Guillermo se abrazaron y dieron saltos de júbilo alrededor de su obra. Vistos allí y en ese momento, eran la pura imagen de la felicidad. Intentó, de nuevo, vislumbrarlos veinte años más tarde. ¿Estarían juntos? ¿Conservarían esa alegría circular, sin ángulos sombríos? Bueno, y por qué no, se dijo, si tiene que ser, mejor con Guillermo que con cualquier otro. Después cerró el libro que tenía entre las manos y sonrió a su hija, que corría hacia él agitando los brazos y contándole a gritos su hazaña. Veinte años más tarde... Quizá para entonces él ya no estaría aquí.
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