Jeromín en el Raval
En la foto, ambos aparecen con esa mirada recriminatoria propia de quienes ya han muerto, y que se clava en nosotros como reclamando algo. Son primos hermanos. El más joven, de pie, es Miguel Moix, fallecido a los 18 años, en 1962, cuando tenía malditas las ganas de desaparecer de este mundo, El que aparece sentado, el mayor -cinco años mayor-, es Jaume Tutusaus Moix, y, pese a los malos augurios pronosticados por la medicina y a las penurias económicas del entorno en el que nació, vivió hasta bien cumplida la cincuentena. De hecho, estuvo a punto de no nacer debido a un mal parto agravado por las pésimas circunstancias sanitarias de las fechas y el lugar en que se produjo: 1939, final de la Guerra Civil, en la calle de Joaquín Costa, en el barrio viejo de una Barcelona, más que envejecida, cadavérica a base de hambre, miedo, bombardeos y miseria. Si como dicen, entonces los recién nacidos no abrían los ojos hasta al cabo de unos días de haber llegado al mundo, el neonato, Jaume, se ahorró ver a su madre muerta en el parto, y a su padre, huyendo del hogar, con la cónyuge aún de cuerpo presente, y de la ciudad, camino de la frontera francesa, justo cuando los nacionales hacían su entrada en Barcelona. El que logró huir, lo hizo dejando al niño a la crianza de la abuela materna, Dolores Casals i Artigas, abuela, también, con el tiempo, de quien esto escribe y de 10 nietos más.
La abuela Dolores, alta, con un empaque físico impresionante y un carácter fuerte pero discreto, era la máxima autoridad del clan. Sus cuatro hijos trabajaron en el negocio familiar bajo las órdenes maternas, hasta que ella, la mestressa, abdicó del poder de la, con el paso de los años, pequeña empresa al cumplir los 82 años, cuando sus hijos estaban ya casi en edad de jubilación. Hasta entonces, toda la familia se plegó a los dos ritos anuales que la abuela Dolores celebraba: una comida, el día de su santo, en su casa, después de la asistencia a una misa por el alma de su hija fallecida de parto (la madre del medio huérfano), y una cena, la noche de difuntos, en la que oficiaba las cinco partes del rosario dedicado a todos los muertos de la familia. En los años cincuenta, eran celebraciones en verdad terroríficas: después del ágape, siempre frugal dada la tacañería de la anfitriona, y tras los rezos habituales, la conversación de los adultos se convertía en rememoración de bombardeos, asesinatos, desapariciones, fusilamientos, toda clase de crueldades y penurias padecidas por la familia durante la Guerra Civil y conversaciones mantenidas con personas ya muertas, con quienes los vivos allí presentes se ponían en contacto mediante sesiones de espiritismo, ya que la abuela Dolores se había aficionado a tales prácticas a raíz del fallecimiento de su hija, la madre del primo Jaume. Para los pequeños, entre los que me encontraba, eran veladas que aseguraban noche de pesadillas y miedo. Sin embargo, también se referían hechos jocosos, entre otros, cómo la abuela se enteró de las fantasías que había albergado la mente y el corazón del pobre casi huérfano durante años.
He mencionado la tacañería de la abuela Dolores. Bien pensado, quizá su fama era injusta y su carácter ahorrativo respondiera a la economía de la época y a una justificable reacción contra el dispendioso talante de un marido que murió sin dar golpe, tendencia -la del dispendio- heredada por alguno de sus hijos, Sea como fuere, la buena señora, aun contando el dinero, honraba a su descendencia con los dos convites mencionados, y, a los nietos, con los regalos del día de Reyes y con una ida anual al cine. Eso sí, al cine sólo iba con los nietos mayores, a quienes siempre llevaba a ver las mismas películas y en las mismas fechas: El beso de Judas y Jeromín, programadas anualmente en Semana Santa. Los regalos de Reyes también solían ser siempre los mismos, y variaban según la edad de los nietos. Eran regalos de aplicación escolar: libretas, lapiceros, plumieres, cuentos infantiles... El regalo estrella, una caja con tintas de colores, caía cuando uno cumplía los nueve años, y era el último que los Reyes Magos le dejaban en casa de la abuela Dolores, pues se suponía que la criatura, a tal edad, ya sabía quiénes eran los Reyes Magos y, por lo tanto, con tal descubrimiento, se ponía punto final al gasto del regalo. Jaume, el primo huérfano, cumplió los nueve, los diez, los once años... Iba para los doce, llevaba tres años recibiendo la caja de tintas multicolores la noche del 6 de enero y seguía sin dar muestras de saber quiénes eran los Reyes Magos, pese a que toda la familia no dejaba de insinuarle la verdad, sobre todo porque los primos que le seguían en orden de edad iban enterándose de quién compraba, en realidad, los regalos y querían, ya, la caja de tinteros. Así las cosas, la abuela decidió que había que averiguar si Jaume fingía no saber lo que ya le correspondía saber o si, por el contrario, no fingía pero era algo bobalicón. Y una noche de Reyes se sentó con el huérfano, decidida a averiguarlo. "Bien, Jaume, ya eres mayor para que hablemos como adultos. ¿Sabes lo de los Reyes o no?" "Sí, abuela, sí, lo sé", dicen que respondió, lleno de emoción, con la respiración entrecortada. "¿Ah, sí? ¿Sabes quiénes son?". "Sí, abuela, sí", dicen que el chico casi daba saltos de alegría. "A ver, di, ¿quiénes son?".
"¡Los padres, abuela, los padres! ¿Verdad que son los padres?", ahí, ante el frenesí del huérfano, la abuela empezó a dudar del estado del sistema nervioso de la criatura, quien se aventuró: "Llegan mañana, ¿verdad, abuela?". "Claro, como cada año, pero ahora ya sabes quiénes son". "¡Sí, sí, lo sé, lo sé!". "¿Quién te lo ha dicho?" "¡Nadie, abuela, nadie! Lo he sabido siempre, siempre, y que un día llegarían...".
Quizá lo dijo entonces y la abuela no oyó el final de la frase. Él, Jaume, aseguró, más tarde, que sí lo dijo "...que un día llegarían... a buscarme". El caso es que el chico se acostó con la seguridad de que, a la mañana siguiente, los Reyes llegarían a por él. No los Reyes Magos, por supuesto, sino los reyes que, al nacer, lo abandonaron al cuidado de la abuela Dolores, como a Jeromín lo abandonó Carlos I de España y V de Alemania al cuidado de Ana Mariscal en la película de Juan de Orduña. El alba sorprendió al niño Jaume en la fría calle, en el portal de su casa, con sus escasas pertenencias en una pequeña maleta, en espera de un automóvil mayestático que nunca llegó. Allí lo encontraron por la mañana, con fiebre alta y síntomas de lo que resultó una neumonía que lo retuvo en cama durante meses, que es lo entonces duraban las enfermedades.
Durante unos años, cuando, en las cenas de la Noche de los Muertos, contaban esta anécdota del primo Jaume, los primos pequeños no nos reíamos, y no entendíamos por qué lo hacían los primos mayores y los adultos. Nos quedamos con la seguridad de que nuestro primo huérfano era, en verdad, un hijo de reyes, y que, cualquier día, vendrían a por él. No lo dijimos, por supuesto, no fueran a contarlo en una de aquellas temibles cenas. Eso sí, en lo sucesivo y durante mucho tiempo, fuimos muy amables y cariñosos con Jaume. Por si tenía a bien llevársenos consigo, en calidad de pajes, en su nueva vida.
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