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Reportaje:VERANO INTERIOR

Turismo rural

Julio Llamazares

Con el turismo rural a mí me ha pasado como con el senderismo: que no me enteré de que lo practicaba hasta que alguien, más experto, me lo dijo. En mi ignorancia pensaba que veraneaba en un pueblo y que, cuando hacía senderismo, andaba. Así, sin más, como los del pueblo.

Durante toda mi vida, con alguna excepción puntual, he hecho, en efecto, turismo rural, pero no me enteré de ello hasta que alguien me lo dijo hace unos años. Desde entonces sigo haciendo lo mismo que hice siempre, sólo que ahora lo que yo hago tiene una denominación. Lo cual es muy importante, sobre todo a la hora de hablar de las vacaciones. Antes, yo respondía (a la pregunta de dónde pasaría el verano) que en un pueblo perdido de León y mi interlocutor me miraba como con pena. Ahora, en cambio, desde que hago turismo rural, me miran hasta con cierta envidia.

Ahora el paleto es ese turista rural que, vestido de Coronel Tapiocca, se acerca a un campesino y le pregunta si puede tocar la vaca
El turista rural-rural dedica todo su tiempo a demostrar a sus convecinos que está de paso en el pueblo y por hacerles casi un favor
Durante toda mi vida, con alguna excepción puntual, he hecho turismo rural, pero no me enteré de ello hasta que alguien me lo dijo hace unos años

Invención urbana

El turismo rural, como su nombre indica, es una invención urbana, una forma de llamar al veraneo del interior sin que parezca algo para pobres. Porque, para los cosmopolitas, ésos que viajan muy lejos, y para los veraneantes de playa, veranear en el interior sólo se puede explicar desde la pobreza, ya sea económica o espiritual. Sólo de un tiempo a esta parte, desde que se inventó el turismo rural, uno puede pasar el mes de agosto en una aldea o en una ciudad pequeña sin que nadie le mire por encima del hombro en la oficina. Incluso sintiendo a veces cierta envidia inconfesada y manifiesta por parte de aquellos que ya están hartos de pegarse por un trozo de playa a pleno sol después de intentar aparcar el coche durante horas o de pagar fortunas por ver pirámides o platos rotos a ochenta grados a la sombra a lo largo y ancho del mundo.

Pero el turismo rural tiene también su lado molesto. Aunque uno no lo practique del todo, quiero decir: se resista a hacerlo con todas las condiciones y bendiciones que impone el género, el turismo rural acarrea también un montón de servidumbres que hacen que a veces sea tan engorroso y tan pesado como el cosmopolita. Así, por ejemplo, la indumentaria, que, aparte de las bermudas, la riñonera y las gafas de sol a toda hora (¿alguien cree todavía que las gafas de sol son para el sol?), incluye también últimamente un bolsillo para el móvil, otro para la cámara digital, otro para el monedero y otro para el paquete de tabaco, amén de una camiseta y una gorra de marcas conocidas, lo cual convierte al turista en una especie de anuncio andante o de extranjero en su propia tierra. Y lo mismo sucede con la impedimenta, que crece año tras año, sobre todo si hay niños en la casa, y con los accesorios del campo y del jardín, que también crecen, y hasta con los del coche, que cambian cada verano aunque no haga falta.

Destacan en este aspecto los turistas rurales intrínsecamente urbanos, esto es, los que sólo conocen el campo por referencias. Sírvales como disculpa su propio desconocimiento, que les convierte, a juzgar de algunos, entre los que se encuentra uno, en los nuevos paletos de este tiempo. Antes, el paleto era el señor del campo (Paco Martínez Soria en nuestro cine) que llegaba a la ciudad con su maleta y al que todo el mundo engañaba y se reía de él por su vestimenta y por las cosas que comentaba. Ahora el paleto es el mismo, sólo que en sentido inverso: ese turista rural que, vestido de Coronel Tapiocca, se acerca a un campesino y le pregunta si puede tocar la vaca. Cierto que entre una vaca y un autobús hay sus diferencias, pero no tantas como para no saberlas. Y lo mismo sucede con las ovejas, y con los gallos, y hasta con las gallinas cluecas. Que, de momento, no se sabe que hayan embestido a nadie, salvo quizá en alguna película de dibujos animados para niños.

Pero peor aún que el turista rural urbano, que al fin y al cabo enternece por su inocencia, como pasaba antes con los ecologistas, es el turista rural-rural, esto es, el hijo del campesino que, cumpliendo los deseos y esperanzas de sus padres, emigró a la ciudad en busca de mejor suerte y vuelve al pueblo por vacaciones. Cuando lo hace, como no ha leído a Tzara ("Volved con humildad o no vayáis a ninguna parte", aconsejaba el poeta a los que se iban), vuelve como turista rural y no como el originario que regresa al solar de sus mayores. Y para remarcarlo subraya su indumentaria y hasta el acento de la ciudad, al punto de que parece, más que un turista rural, un cosmopolita. Se le conoce en seguida por sus aires de superioridad y por la forma que tiene de tratar a los del pueblo: con familiaridad, pero con distancia. Continuamente parece estarles diciendo que él sabe lo que ellos piensan de él, puesto que al fin y al cabo es del pueblo, pero que ellos ignoran lo que él piensa de ellos, puesto que pertenece ya a otra cultura. Y, también, que él conoce sus sueños y sus deseos, porque los compartió algún tiempo y porque no son otros, al fin y al cabo, que los que él ya ha conseguido realizar. Por eso les trata con gran ternura, pero con la displicencia de quien se cree en su fuero interno superior. Cosa que seguramente tan sólo puede hacer en las vacaciones, puesto que el resto del año está en su casa soñando con el momento de volver al pueblo.

De casona a chalet alsaciano

Por eso, cuando regresa, aprovecha el tiempo todo lo que puede y todo en orden a demostrar lo bien que le va en la vida. Aparte de la indumentaria, que cuida como si estuviera de vacaciones en las Bahamas, y de sus gestos y sus costumbres, que procura ir adaptando a la moda de cada verano, ya sea ésta musical o culinaria, el turista rural-rural dedica todo su tiempo a demostrar a sus convecinos que está de paso en el pueblo y por hacerles casi un favor. Para que no se mueran de aburrimiento, le falta sólo decir en algunos casos. Por ello, no contento con hacer de su casa un gran horror, ya haya sido convirtiendo la casona de labranza de sus padres en un chalet alsaciano o construyéndolo directamente en lo que fue la era o la huerta, se dedica, cuando termina, a hacer lo propio con el pueblo, que era bonito hasta que llegó él. Pero el canon de la belleza no sólo es muy discutible, sino que es el veraneante el que lo establece. Por algo vive en la ciudad y conoce más mundo que los del pueblo. Y, así, éstos no sólo no le discuten, sino que le secundan e imitan sus gustos, no sólo remodelando sus viejas casas al estilo establecido por aquél, esto es, como chalés, aun cuando sigan teniendo vacas dentro de ellos, sino también arreglando el pueblo al estilo de la ciudad. De ese modo, entre unos y otros, han conseguido que toda España parezca un parque temático de pueblos deconstruidos, que diría Ferran Adrià, en los que coinciden cada verano los campesinos que en ellos viven y los que se fueron de ellos, sin saber unos ni otros ni por qué siguen ni por qué vuelven. O, para ser exactos, por qué vuelven los que vuelven cada año en el verano. Porque los que continúan viviendo en el pueblo lo hacen porque no se fueron, que no requiere una decisión, o por lo menos no reiterada, mientras que los que se fueron y vuelven de vacaciones necesitan al menos considerarla. Cosa que, a lo que se ve, no hacen, a la vista de las circunstancias.

Y es que el turista rural, ya sea turista rural o simple veraneante de los antiguos, necesita repetir su veraneo de siempre por dos motivos. Primero, por la nostalgia, que, por más que la niegue y la disimule, está en el fondo de su fidelidad al pueblo, ya sea el suyo o el de adopción, que los dos casos se dan, y, segundo, por la necesidad que tiene de sentirse querido y envidiado un mes al año, cosa que sólo consigue entre sus ancestros, por más que le cueste reconocerlo. Por eso adopta unos aires que algunos creen de superioridad, pero que, por el contrario, no indican más que inseguridad, y por eso se empeña en demostrar cada verano lo bien que le va en la vida y lo mucho que añora la ciudad.

FERNANDO VICENTE

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