El estilo Howard
Michael Howard es un ejemplo de inmigración capaz de triunfar extraordinariamente. Hijo de un emprendedor judío rumano que llegó a Gran Bretaña en 1937, en la actualidad es uno de los políticos británicos más hábiles y elocuentes de su generación. Ahora está llevando a cabo una campaña electoral que utiliza deliberadamente los miedos desmesurados de la gente a las repercusiones de la inmigración. En otras palabras, los prejuicios contra los equivalentes actuales de su padre.
¿Es injusto hacer el paralelismo entre estas dos cosas, utilizar la vida de Howard para poner en tela de juicio su estrategia política? En una campaña que está siendo dura y cada vez más personalizada, hay un gran rechazo a actuar así. Dicho rechazo es, al menos en parte, el noble residuo de una decencia, una limpieza y una discreción fundamentales en la vida británica, que han significado mucho para generaciones de inmigrantes y que no se encuentran en muchos más países europeos. En cierto modo, nos parece "un golpe bajo" -por utilizar una vieja expresión- recordarle a una persona a qué se dedicaban su padre o su abuelo. "Es asunto suyo", decimos inmediatamente.
Hijo de un judío rumano que llegó al Reino Unido en 1937, Michael Howard es un ejemplo de inmi- gración capaz de triunfar extraordinariamente
Ahora está llevando a cabo una campaña electoral que utiliza los miedos desmesurados de la gente a las repercusiones de la inmigración
Con las condiciones geográficas y demográficas de Europa, la política de inmigración es el reto más importante al que se enfrenta la UE
Existe otro motivo más concreto para callarse. En Gran Bretaña siempre han existido, y siguen existiendo, siniestros ramalazos de antisemitismo. Un ejemplo de caída en el viejo estereotipo fue el famoso cartel laborista -rápidamente retirado- que mostraba a Michael Howard como Fagin (el judío que dirigía una banda de ladrones en una de las novelas de Charles Dickens). Incluso los retratos humorísticos que presentan a Howard como el sanguinario conde Drácula de Transilvania se columpian al borde de un campo de minas histórico. Por eso, la resistencia a hablar de los antecedentes familiares de Michael Howard deriva también de un miedo razonable a alimentar precisamente el tipo de prejuicios que se quieren evitar. Sin embargo, creo que no hay más remedio que abordar este asunto, porque ha sido la campaña conservadora la que ha avivado esos prejuicios al jugar la baza de los sentimientos antiinmigración.
Una historia judía
Una nueva biografía del dirigente conservador, escrita por el periodista de investigación Michael Crick, narra una historia familiar conmovedora. Al principio, al padre de Michael Howard, Bernat Hecht, no le admitieron en Dover porque carecía de permiso de trabajo. Pero persistió y, al final, consiguió entrar. Cuando solicitó la nacionalidad británica, en 1947, Bernat Hecht contó a las autoridades que su padre, Morris Hecht, había muerto en Rumania en 1939. Sin embargo, Crick revela por encima de toda duda que Morris Hecht no había muerto en Rumania, sino que estaba viviendo en Londres, seguramente como inmigrante ilegal. Y esa entrada ilegal -si efectivamente fue así- le salvó la vida, porque la abuela de Michael Howard, Leah, murió asesinada en Auschwitz. Su tía Rosie sobrevivió al campo y fue a vivir con la familia en Gales. Crick dice que Rosie, con el número A-27879 todavía visible en el brazo, le preparaba el té al joven Michael todas las tardes, al volver del colegio.
Cualquiera con conocimientos históricos e imaginación tiene que leer este relato con enorme simpatía y respeto. Y si, después de ir a la universidad en Cambridge, Howard prefirió no hablar demasiado sobre su historia familiar, tenía todo el derecho. Al fin y al cabo, estaba tratando de abrirse paso en un país en el que un antisemitismo frívolo y una ligera xenofobia coexistían (y siguen coexistiendo) con la dignidad cotidiana del vive y deja vivir. Una de sus primeras novias, hija de un granjero de Exmoor, confesó hace poco a Crick que su padre se habría quedado horrorizado si hubiera sabido que su novio era judío.
Es de imaginar que en Estados Unidos, país al que Howard admira enormemente, su historia de triunfo de la inmigración se convertiría en el foco de atención, con ese dramatismo cinematográfico que a los británicos, muchas veces, les parece "desmesurado". Incluso se puede lamentar la oportunidad desperdiciada de que un político británico, y encima un conservador, fuera capaz de entender del todo el propósito fundamental de la Unión Europea, nacida de las cenizas de Auschwitz.
Pero Gran Bretaña, con su espléndido y confuso equilibrio, nunca ha funcionado así. Al contrario, siempre ha salido adelante a base de no hablar de estas cosas. Y a mí me gustaría poder decir "vamos a dejarlo", si no fuera porque Michael Howard ha permitido que su partido, conducido por un implacable jefe de campaña australiano, Lynton Crosby, adopte un estilo de propaganda contra la inmigración que pone en peligro el tejido de ese gran compromiso que llamamos Gran Bretaña.
Hay que tener claro lo que está en juego. Con las condiciones demográficas y geográficas de Europa, la política de inmigración es el reto más importante al que se enfrentan todos los países europeos en la próxima década. Amenaza con desestabilizar y endurecer las democracias más arraigadas. El país con más posibilidades de salir bien parado es Gran Bretaña. En parte, porque estamos rodeados por agua, pero, sobre todo, porque el amplio abrigo del carácter británico poscolonial, en sí una identidad multinacional, ha demostrado ya su capacidad de hacer que los inmigrantes se sientan razonablemente a gusto en nuestras húmedas islas. Podemos ser galeses asiáticos, escoceses afrocaribeños, ingleses paquistaníes, y nos las arreglamos para convivir.
Controlar y regular
Ahora bien, para que la experiencia salga bien, necesitamos hacer dos cosas. Primero, tenemos que controlar y regular la inmigración. Los grandes partidos políticos están de acuerdo en ello. El número de recién llegados que puede acoger un país al año tiene un límite, incluso en las sociedades más abiertas, y seguramente estamos alcanzando ese límite. Las propuestas de los laboristas son más pragmáticas y más factibles que las conservadoras, pero el objetivo es el mismo.
En segundo lugar, debemos controlar y aplacar los miedos generalizados sobre la inmigración. Sin embargo, la campaña de Howard y Crosby ha hecho lo contrario. Ha hecho un intento calculado y populista de obtener votos mediante la explotación de los miedos ya alimentados por una prensa irresponsable. El columnista de The Daily Mail Simon Heffer, por ejemplo, dice que "Gran Bretaña está plagada de inmigrantes ilegales" (adviértase el término deshumanizador). El lema conservador hace una insinuación muy poco sutil: "¿Está usted pensando lo mismo que nosotros?". El candidato conservador en Castle Point, Essex, ha publicado un anuncio en el periódico local que dice: "¿Qué parte de la palabra 'expúlselos' no entiende usted, señor Blair?". El propio Howard sugiere a los habitantes de la ciudad dormitorio de Milton Keynes que la inmigración va a contribuir a cubrir sus campos verdes de cemento.
Venza quien venza en las elecciones, después de esta campaña irresponsable, la tarea de hacer que los inmigrantes y los hijos de los inmigrantes se sientan acogidos en Gran Bretaña va a ser más difícil. Michael Howard debería saber, mejor que nadie, que en este tema tan delicado la forma de decir las cosas es tan importante como lo que se dice, y que el prejuicio, sobre todo en Gran Bretaña, muchas veces se transmite a través de lo que no se dice, sino sólo se insinúa o se sobreentiende. Para que Gran Bretaña siga siendo un lugar en el que los hijos de los inmigrantes puedan subir hasta los puestos más altos, para que miles de futuros Michael Howards triunfen, es preciso que este Michael Howard salga derrotado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.