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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Comer debería ser una fiesta

"Como ya tengo hambre vamos a empezar", anunció categórico Eduardo Mendoza a los periodistas que iban colocándose -libreta en mano, grabadora cargada, cámaras enfocadas- alrededor de la mesa cuadrilonga preparada con todo lujo de detalles en el restaurante Set Portes. En su urgencia, se adivinaba que su función como telonero en la presentación del libro de Leopoldo Pomés Comer es una fiesta, publicado por RBA, iba a ser breve, brevedad que serviría para pasar con apremio el testigo al autor, y como los autores, en general, suelen ser perezosos a la hora de hablar de su propia creación literaria, llegaría el momento cumbre y lo que el estómago de Mendoza estaba reclamando con ansiedad: el desayuno degustación que servía de epílogo al evento a base de butifarra, pan con tomate, embutidos diversos, vino tinto Mas d'Aranyó y cava Freixenet. "Un esmorzar de forquilla i ganivet siempre ilusiona", dijo Pomés. Cierto, y el comer proteínas estimula el diálogo, aunque sean las diez y media de la mañana y la mayoría de los presentes no veníamos, precisamente, de descargar en el muelle.

"El comer proteínas estimula el diálogo aunque sea por la mañana, y la mayoría no veníamos, precisamente, de descargar en el muelle"

Mendoza presentó el libro como una ágil colección de anécdotas y reflexiones acumuladas a lo largo de toda la vida del autor, una obra confeccionada en torno a los 10 platos preferidos de un reconocido gastrónomo como Pomés y, tras una encuesta realizada a amigos "de todas las edades y de diversas geografías", en torno a los 10 platos predilectos de los mismos. "Es un libro que no sólo divertirá a los apasionados de la cocina ya que se lee estupendamente", señaló Mendoza poco antes que su afirmación fuera repuntada, irrupción siempre inoportuna, por la banda sonora de un teléfono móvil: "Dime cómo va, tu ritmo, con el chachachá, mulata". La identidad del dueño del teléfono permanecerá en secreto. Lo prometo.

Finalizado el discurso espontáneo de Eduardo Mendoza, Leopoldo Pomés tomó la palabra y dijo que "con Comer es una fiesta no había querido hacer una tesis trascendental sobre la cocina" -trascendental en un sentido de libro Biblia para expertos del fogón-, sino una reflexión que sostiene que no hace falta la sofisticación culinaria para conseguir el placer supremo. "Si observáis los 10 platos preferidos, emblemáticos en la memoria de los encuestados, todos pertenecen a la llamada cocina tradicional. Sólo en un caso se han declinado por una receta experimental, los falsos percebes de El Bulli", añadió. Como ejemplo, comparó el placer que le había producido un bocadillo de jamón en un café de un bulevar de Paris -"la baguette estaba tan bien lubrificada que uno no podía dejar de morder"-, a las sensaciones experimentadas el día anterior en un restaurante parisiense de alto copete, sensaciones nada comparables a la textura del pan con mantequilla.

Quizá sea difícil de comprender que uno tenga entre sus 10 platos emblemáticos una receta de cocina moderna. También es difícil de entender como algunos son capaces de comerse ciertos pollos asados con sabor a pienso de pescado a siete euros el menú, y no mandar a galeras al dueño del restaurante y al criador de las aves. Pero, en mi modesta opinión, la explicación de por qué entre las 10 preferencias más votadas aparecen los huevos fritos, el jamón ibérico, la tortilla de patatas, la pizza o los macarrones es elemental: por una parte, la cocina experimental evoluciona con mucha rapidez y no da tiempo a que se grabe en la memoria del degustador, y por otra, la mayoría de las recetas que han quedado en nuestro cerebelo sentimental provienen de sabores e instantes ligados a nuestra infancia, y los niños están por la simplicidad cuando se trata de comer.

Pomés destacó que ahora ya no se hacen sofritos como los de antaño. En la sociedad actual, rara es la vez que la cebolla está dos horas cociéndose a fuego lento en la cazuela, vigilada de cerca, como hace 40 años, por abuelas de moño blanco o por madres silenciosas. Qué duda cabe que los tiempos han cambiado, y estoy convencido de que muchas de esas mujeres hubieran preferido gastar dos horas en un trabajo bien remunerado que 120 minutos esclavizadas en casa sudando frente a una cocina de carbón, leña o gas.

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Terminado el discurso de Leopoldo Pomés empezó el ágape. No hay nada mejor que la comida para polemizar; pacíficas desavenencias con el arte culinario como epicentro temático que no llevan la sangre al río. Y un libro es un magnífico punto de partida para discrepar y manifestar los gustos personales e intransferibles de cada uno. Pomés los ha puesto por escrito en una obra de título irrefutable: Comer es una fiesta. Al menos, debería serlo.

Voy a terminar con una reflexión propia, intrascendente, si se quiere. Está muy bien reivindicar la cocina tradicional por encima de la experimental. Qué sería el hombre sin memoria. Pero no debemos ser desmemoriados y dejar de recordar la situación lamentable en la que estaba postrada la cocina catalana a mediados de los años setenta. Si no llega a ser por un grupo de cocineros que en los ochenta -hablo de Antonio Ferrer, Toia Roquer, Rosa Grau- recogieron la tradición y la transformaron para darle un cuerpo, una alma, y un espíritu nuevos, estoy convencido de que el nivel de exigencia sería hoy por hoy mucho menor, y no sólo no existirían los Santi Santamaría o los Ferran Adrià, sino que habrían caído en el olvido las excelencias de un buen cap y pota, de unas albóndigas con sepia o de unas gambas a la plancha en su punto. La cocina experimental puede deleitar o aborrecer, pero ha hecho una evidente labor pedagógica en el paladar nacional.

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