Dignidad y picardía
Como alcalde nuestro que era, y consciente de que nos debía una explicación, que, por otra parte, siempre estuvo dispuesto a dar, don José Isbert se asomó durante décadas a los balcones-luz de todos los cines de la oscurísima España cañí a refunfuñar a sus anchas.
La refunfuñadura de Isbert apuntaba casi siempre a explicar lo que todo dios sabía inexplicable; o, lo que es peor, a lo que, explicado, no explicaba nada porque, hay que recordarlo siempre, vivíamos tiempos de criminal sinrazón. Se agazapaba por entonces el ser en la biología, en la zoología o, como mucho, en el "vaya usted a saber, amigo mío" y en e1 "esto no puede ser, qué barbaridad, Jesús, María y José". En el sobrevivir, en definitiva y por decir algo, ya que aquello siempre fue más que otra cosa un subvivir en toperas físicas y mentales. Esto, que era lo que pasaba en 1a casa de cada uno, en las oficinas del catastro, en los seminarios diocesanos, en las filas prietas de la Falange, en los fielatos y entre los meros personajes de película, influía lo suyo en la actividad actoral, como se dice hoy. Para el Glorioso Movimiento (ingenuamente pensaba yo a veces que así se denominaba a la perfección a cierta actividad sexual) todos éramos secundarios y los secundarios de verdad, los del cine, defendían por los sótanos de los guiones sus diálogos y actitudes con vehemencia de hambrientos. Tal práctica resultó ser, vista hoy, la única trabazón con la realidad de aquellas historias estúpidas sin remedio.
"El cine es una mezcla de arte e industria, pero el cine español es una mezcla de arte y falta de dinero"
Isbert llegaba al cine desde la cumbre de la tradición sainetera y los bálsamos del sainete caían como agua de mayo, hablo de los años cuarenta, sobre un humillado y maltrecho pueblo que acababa de perder una guerra.
Isbert encarnó con dignidades idénticas la del ofendido y la del tramposo. Y para ello hizo siempre uso de económicas y magistrales armas interpretativas: en el primer caso, apepinaba más la cabeza hacia arriba, intentaba corregir la caída ganchuda de su nariz con mohín de damisela ofendida, manoteaba como si ovillara el aire a la altura de sus tetillas y apretaba el culo para andar lo más tieso posible. Si trampeante, apepinaba hacia abajo el cabezón, extendía las orejas para atrás como perrillo receloso, dejaba caer los brazos a lo largo de aquel cuerpo que tenía con forma de barrilete, ablandaba las rodillas para que aligerasen su, más que andar, rodar levitante, y se alejaba así lo antes posible del lugar de la culpa. En ambos casos su voz afónica al borde de la inexistencia emitía onomatopeyas de expresividad suprema y asfixias acongojantes que movían a ternura y acercamiento al espectador más calloso. Muchas veces parecía que las palabras se le quebraban en los intersticios dentales o en el borde de la dentadura con resultado de merma en la inteligibilidad de la letra y ganancia en la comprensión del personaje. Y otras, sin abrir la boca, llegaba a cumbres de abatimiento curvando en paralelo las comisuras de sus labios y una, yo creo que calculada geométricamente, caída de hombros.
Pero también sabía llevar al brillo del lagrimal de sus ojos el penúltimo fulgor de la pasión venérea. Se dice que, durante los rodajes, no desperdiciaba ocasión de, atrincherado en su estatuto de vejete, lanzar pellizquitos lúbricos a los traseros que se le cruzaban por aquellos platós imperiales. Con semejantes recuerdos en la mollera o por técnica aprendida, Isbert sacaba a su gesto cuando lo exigía la situación argumental una picardía y un rijo muy apropiados. Su cara de pez, gracias en estos casos a la labor suplementaria de un achinamiento forzado de sus ojos, una oclusión apenas perceptible de las aletas de su nariz y un entornar los labios como quien los prepara para recibir cualquier placentero sabor, se convertía en esos momentos en la cara de un viejo pez de sangre caliente.
Pepe Isbert hizo curas. Un San Dimas falso, que no quería que en el paso procesional le pusieran de adorno una palmera: "La palmera, no. Que pincha". Un verdugo retirado, que comprende con sarcasmo la repugnancia de su yerno cuando, al estrenarse en el oficio, afirma que nunca más lo ejercerá: "Eso mismo dije yo la primera vez". Un millonario académico que dicta a su secretaria (su hija María Isbert) un estudio con las pruebas irrefutables de que "el oso no mató a Don Favila". Un sacristán, un capitán de barco, un detective, un abuelo despechado que da en asesino múltiple, el alcalde que debe una explicación y quiere una fuente con chorrito...
De la estirpe de los Michel Simón, Wallace Beery, Totó, Walter Brenan (que ofrecía a los directores trabajar "con o sin". "Con o sin ¿que?", le preguntaban. "Dientes", respondía él). De la fratría de Manolo Morán, Antonio Riquelme, José Luis Ozores, Guadalupe Muñoz Sampedro y otro puñado de glorias de nuestro cine, Pepe Isbert encarnó durante décadas la veta más fértil de lo que éste produjo.
A la hora de elegir sus intervenciones en las películas primaron sobre todo las posibilidades que él viera de acomodación al papel que le ofrecían y así, alcanzado ya, y no sin esfuerzo y méritos, el coprotagonismo en muchos repartos y el protagonismo en unos pocos, no desdeñó secundarios y hasta apariciones fugacísimas de una o dos frases.
"El cine, en general, es una mezcla de arte e industria, pero el cine español es una mezcla de arte y falta de dinero", decía.
"Para pasar del teatro al cine hay que aprender cuatro o cinco cosas sencillas:
1. Tener en cuenta 1a proximidad de la cámara para acentuar más o menos el gesto.
2. No levantar las manos al hablar cuando el encuadre nos corta por encima de los codos".
"... Es muy conveniente olvidar los éxitos del teatro y preocuparse por 1a técnica del cine. Sin técnica no hay actor, y sin actor no hay película", aconsejaba utilitariamente a los que pasaban del escenario a1 plató.
Y, por último, afirmaba (y uno ve a Charlot al final de sus películas): "Lo único que me hace gracia es verme andar de espaldas".
Y ahí va, de espaldas ya, Pepe Isbert.
Hiperactivo
Dos datos, 116 películas y una obra maestra, Bienvenido, Mister Marshall (1953), marcan la carrera como actor de José, Pepe, Isbert. Aunque ya en 1912 participó en el corto Asesinato y entierro de don José Canalejas, como el asesino Manuel Pardiñas, al que seguiría ¡A la orden, mi coronel! (1919), su carrera cinematográfica se desarrolló principalmente a partir de 1930. Entre El bailarín y el trabajador (1936), de Luis Marquina, y Alma de Dios (1941), la Guerra Civil. En los 10 años que unen 1940 y 1950, Isbert rueda más de 50 películas, acostumbrándose a trabajar en al menos cinco producciones al año durante el primer lustro de la década de los cincuenta. Son los años de películas como Una cubana en España (1951), Me quiero casar contigo (1952), Noches andaluzas (1954) o Rapto en la ciudad (1955), que envuelven la magnífica Bienvenido, Mister Marshall, de Luis García Berlanga, en la que Isbert encarna a don Pablo, el alcalde de un pueblo ilusionado con las ayudas norteamericanas que por aquella época llegaban a la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial. Con Luis García Berlanga volvería a coincidir en Calabuch (1956), manteniendo una frenética actividad profesional en la que destaca, entre otras, su aparición en El cochecito (1960), La gran familia (1962) y La familia y uno más (1965).
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