Una flor del limo de la historia
DE TODOS los grandes monumentos que yacen enterrados en el suelo, el agua, la memoria o la leyenda de la antigua ciudad de Alejandría -el faro, las tumbas de Alejandro y Cleopatra, los palacios de los Ptolomeos, el museo-sólo uno ha florecido del limo de las cosas viejas y muertas para ocupar un sitio en la contemporaneidad y proyectarse hacia el futuro: la biblioteca. La arqueología es una práctica difícil en la moderna Alejandría y, aunque no se excluye nunca la sorpresa, las posibilidades de dar con restos irrefutables de las construcciones emblemáticas de la metrópolis que asombraron al mundo son pocas. Es muy posible, pues, que nunca sepamos dónde estuvo y cómo era en realidad la gran Biblioteca fundada y convertida en referencia ineludible de la Antigüedad por los primeros reyes Ptolomeos, la biblioteca que surcaron Eratóstenes, Calímaco y Aristarco. Pero con la epifanía de la nueva biblioteca su predecesora deja de ser en cierto sentido una sombra perdida para devenir algo vivo en virtud de su legado. No es posible contemplar la nueva biblioteca rielando en el agua del puerto en el que antaño se balanceaba la flota de los lágidas, sin soñar con la otra, la perdida; y ya se sabe que en Egipto, el recuerdo es la forma de devolver la vida a los muertos. Los estudiosos no están seguros del lugar donde se alzaba la primera Biblioteca de Alejandría (¿en el distrito de Bruchion?), ni de qué forma arquitectónica tenía, ni de la manera en que desapareció (¿el incendio provocado por César en el 47 antes de Cristo?). Pero cada vez que, ahora, alguien pide un libro en la nueva, la vieja biblioteca vuelve a existir.
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