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El fulgor de Capri, Pompeya y Nápoles

Una bahía en la que el paisaje converge con la intensidad de la historia

Nápoles -vital, descarada, caótica, mezcla secular de culturas- es la quintaesencia de Italia, o más bien de la Italia más conocida internacionalmente, la de ese sur pobre y bullicioso, exuberante y enredador. Desde Nápoles, muchas son las tentaciones: Sorrento y la costa amalfitana (Positano, Amalfi, Ravello y Salerno), el yacimiento de Paestum con sus tres templos griegos o la zona volcánica de los Campos Flégreos y sus ruinas griegas y romanas. Los nombres de Pompeya y Capri se hacen poco menos que irresistibles.

CAPRI

Leo en un periódico italiano que vuelve, vía Milán, la moda Capri años sesenta: blusas de tres cuartos, sombrerito, pantalones pesqueros, sandalias. La isla, frente a Sorrento, ha sido calificada en diferentes épocas de paraíso terrenal. Tiberio la eligió para su particular disfrute (lo que queda de Villa Jovis, su mayor palacio en Capri, es una visita recomendable). No le gustaba tanto, sin embargo, a Goethe: 'Una isla de piedra sin ningún atractivo'.

Caída en el olvido, volvió a ponerse de moda entre pintores y poetas a partir del redescubrimiento de la Grotta Azzurra. Un pescador se la enseñó en 1826 a Kopisch, un pintor alemán. A partir de ahí, la isla se ha ido convirtiendo en un destino del turismo masivo (también del privilegiado), y los pescadores ya no necesitan pescar más que visitantes. Yo fui uno de ellos: estuve dos horas ante la entrada de la Gruta Azul, en una motora parada, esperando mi turno para ser embarcado en un bote de remos y disfrutar dos minutos de esa maravilla: la luz que entra por la pequeña abertura hace que, en el interior de la amplia cueva marina, el agua tome un color azul turquesa, de fluorescencia de neón, inolvidable. Los remeros italianos (había siete u ocho botes a la vez), cantando con guasa 'nel blu dipinto di blu', pusieron el resto.

Sol, calor y tiendas caras en la exclusiva Capri, la capital; colas en el funicular que la une con Marina Grande. Un corto paseo me lleva a los Jardines de Augusto, y desde allí veo el símbolo de la isla: los Farallones, dos rocas que emergen del mar, la más grande con una cavidad por la que pueden pasar las barcas. Recomiendo la agobiante experiencia del autobús Marina Grande-Anacapri. Sube a empellones la empinada cuesta llena de curvas, como un loco, y es preferible no mirar hacia el mar, pues da vértigo; tranquiliza suponer que la estrecha carretera es de dirección única, pero esa tranquilidad desaparece cuando se cruza con otro loco naranja: los dos autobuses no caben, pero caben; uno se detiene, ambos repliegan sus retrovisores, el otro avanza tímidamente... y pasa.

¿Quién tenía razón, Tiberio o Goethe? Sin duda, el romano; quizá el alemán, harto de ver lugares hermosos, se hizo insensible ante la belleza. No se me ocurre otra explicación: Capri, rodeada de un mar precioso, con sus acantilados blancos y la rica vegetación que la cubre, es bellísima. Pero el tiempo ha dado en parte la razón al desdeñoso alemán: en Capri tuve la ambivalente sensación -a ratos divertida, a ratos exasperante- de ser un borrego. Los turistas, gente como yo, tienen la culpa.

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POMPEYA

A 24 kilómetros de Nápoles, al otro lado del Vesubio, se hallan las ruinas de Pompeya. En el año 62 había sido castigada por un terremoto y se encontraba en un periodo de reconstrucción. La silueta del volcán suele estar difuminada por un velo grisáceo. Aún hoy activo, nunca fue tan cruel como una mañana del verano del año 79, cuando sepultó en lava y ceniza las ciudades que lo rodeaban. La tragedia, que le costó la vida a Plinio el Viejo por querer observar el fenómeno desde demasiado cerca, fue descrita por Plinio el Joven en dos cartas a Tácito: 'Una nube se formó..., y sólo el pino, entre los árboles, nos puede expresar con exactitud su aspecto y forma'.

Las excavaciones de la ciudad empezaron en 1748, con Carlos III de Borbón, el que sería rey de España. Con Giuseppe Fiorelli, a partir de 1860, se siguió una metodología arqueológica que ya se puede considerar moderna. Fue él quien inició la técnica de los famosos calcos: los moldes de yeso se obtienen rellenando el vacío que la descomposición de la carne dejaba en el estrato de ceniza.

La visita puede durar un día entero: depende del aguante de cada cual, pues las ruinas son inagotables. Junto a la Puerta Marina, la entrada, están las Termas Suburbanas, una buena forma de empezar el recorrido: los frescos eróticos indican que quizá corrieran tiempos más permisivos. La extensión de Pompeya permite, aunque esté muy concurrida, buscar momentos de soledad. Suena a mentira, pero pude ver durante muchos minutos sin nadie a mi lado los frescos de la Villa de los Misterios, en el extremo nororiental de la ciudad, iluminados con luz natural. La secuencia, de 17 metros de largo por tres de alto, ilustra probablemente la iniciación de una muchacha a los ritos dionisiacos. Su perfección y belleza -es seguramente la mejor pintura romana conservada hasta nuestros días- explicaría por sí sola el altísimo nivel alcanzado por la civilización latina.

Ningún lugar en el mundo como Pompeya para acercarse a lo que fue la vida en el Imperio Romano. Pintadas electorales, huellas de las ruedas de los carros, restaurantes de comida rápida, un lupanar, termas, templos, el teatro y el anfiteatro, graneros, lavanderías, lujosas casas con muros y suelos ricamente decorados, esculturas, patios y jardines... Recorrerla es entrar en el mundo romano, y, a partir de ahí, cada uno puede soñarlo a su modo. También hay espacio para el morboso que todos llevamos dentro: en el Huerto de los Fugitivos se exponen los calcos de 13 personas (niños, hombres y mujeres) que murieron mientras trataban de huir. No están todas, pero sí muchas de las posturas ante la muerte, desde la aparentemente tranquila hasta la del que se debate en terribles contorsiones.

Si alguien queda decepcionado por no haber podido entrar en las casas cerradas al público, algunas depositarias de extraordinarios frescos y mosaicos, que no desespere: el Museo Arqueológico de Nápoles ofrece una excelente oportunidad para resarcirse.

NÁPOLES

Hablan mal de Nápoles los romanos y muchos de los extranjeros que la visitan: a la pizza, a la música, a su carácter extravertido, a su rica historia sobreponen la delincuencia, la suciedad, el desorden y el engaño. Yo no tuve el menor incidente desagradable, y sólo puedo hablar bien de esta ciudad que se abre al Mediterráneo y que encontró en Maradona un pretexto más para exhibir su locura. Cuenta con dos excelentes museos, el Arqueológico (con mosaicos como el de Alejandro, esculturas como el Toro Farnese y pinturas como la de la muchacha cogiendo flores) y el de Capodimonte (de pintura de los siglos XVI y XVII); con un sinnúmero de iglesias (algunas, destacables por sus obras de arte; otras, como la del Gesu Nuovo, por su extravagante colección de exvotos), y con edificios y monumentos como el teatro de San Carlos, el Palacio Real o el Castel Nuovo (con el arco triunfal empezado en 1454 para celebrar la llegada de Alfonso de Aragón un año antes). Cenar en Borgo Marinari, a los pies del Castel dell'Ovo, junto al puerto deportivo, es un placer, y la visión nocturna de los napolitanos jugando al fútbol en la magnífica Galleria Umberto I, aprovechando su iluminación amarillenta, tiene algo de onírico. Para saborear la esencia napolitana, nada como el barrio español, Quartieri Spagnoli (calles estrechas y muy empinadas, motos que pasan los cruces sin mirar y tocando la bocina, ropa tendida en todos los balcones, tiendas muy modestas, talleres semiclandestinos), o pasear ante las librerías de viejo de Via Portalba.

En el caótico tráfico diario de Corso Umberto I, un niño de unos once años, muy moreno, corre detrás del balón que se le ha escapado. El balón se mete bajo las ruedas de una furgoneta, coches y motos siguen circulando, y el niño los sortea. Un par de brincos más y vuelve a la acera, contento y orgulloso, con el balón en las manos. La expresión asustada de sus ojos, la mirada que echa hacia los coches, ya atrás, denotan, sin embargo, que es consciente de que se la ha jugado. Quizá esa imagen sea el mejor resumen de una ciudad que se llama nueva (Neapolis), pero que es muy vieja, que sobrevivió en el siglo XVII a una devastadora peste, a una terrible erupción del Vesubio y a un terremoto, para llegar a nuestros días pobre, pero llena de sugerencias.

Una estatua de César domina desde la terraza de la villa San Michele, en Anacapri, la escarpada costa de Capri, una isla que sólo tiene seis kilómetros de longitud por 2,7 de anchura.
Una estatua de César domina desde la terraza de la villa San Michele, en Anacapri, la escarpada costa de Capri, una isla que sólo tiene seis kilómetros de longitud por 2,7 de anchura.SCOTT GOG

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