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Un transgresor retrato de la desolación social

Los mayores escollos que ha tenido Gérard Mortier durante su década salzburguesa han estado en las óperas de Mozart, su especialidad cuando era director de La Moneda de Bruselas. De allí se trajo a los Herrmann con La clemencia de Tito y La finta giardiniera. Para Don Juan convocó nada menos que a Chereau y Ronconi, y ninguna de las dos propuestas fue del todo satisfactoria. La flauta mágica fue quizá la proposición artística más lograda con Freyer, mientras Las bodas anteriores, con Luc Bondy, no acabaron de cuajar. De Così fan tutte, mejor ni hablar. La invitación a Marthaler era, pues, una huida hacia adelante.

Se puede estar o no de acuerdo con el enfoque, pero el trabajo de Marthaler y Viebrock es teatralmente extraordinario. Dominan la escena con precisión e imaginación a borbotones. La energía surge del propio espectáculo, del movimiento de actores, del efecto perturbador de unas imágenes familiares. Hay un trabajo concienzudo, meticuloso, atento a cada detalle, revulsivo, nada inmediato.

Marthaler, como ya hizo con Pelleas y Melisande, en Francfort; La vida parisina, en Berlín, y, aquí en Salzburgo, con Katia Kabanova, Pierrot lunar o El cuarteto para el fin de los tiempos, es un transgresor. Ante sus propuestas operísticas o musicales, la indiferencia es imposible. E inútil.

Flojo reparto vocal

Lo más flojo del espectáculo es el reparto vocal. Tiene sus puntos fuertes en el Cherubino de Christine Schäfer (impecable su Voi che sapete) y en la fuerza del Conde de Peter Mattei. Y en los secundarios: todos excelentes. A la pareja de Susanna y Fígaro (Oelze y Regazzo, respectivamente) les falta presencia vocal. La Condesa de Ángela Denoke estuvo curiosamente muy bien a lo largo de la obra, pero bajó varios enteros en sus dos momentos estelares: su Porgi Amor fue irrelevante y en el Dove Sono tuvo problemas de fiato y continuidad en la línea.

La atención de Las bodas de fígaro se concentra, sobre todo, en la concepción global del espectáculo (comprendo, por otra parte, el rechazo que pueden sentir muchos espectadores ante estas manipulaciones, por muy ingeniosas que sean). La obra política por excelencia de Mozart se convierte aquí en un retrato de la desolación social. La distancia y la lucidez a través del humor y del sarcasmo suavizan la carga de dinamita crítica que lleva dentro la propuesta artística. Buena parte del público se entregó con entusiasmo a la representación. Nadie habría pronosticado hace unos años en Salzburgo una reacción tan comprensiva ante una formulación tan radical.

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