Tribuna:

Destruir o no morir

El escritor que no desee ver impreso lo que se negó a publicar en vida sólo tiene dos opciones: o no morirse o destruir lo que no querría ver publicado. Porque a partir de la muerte, la mayoría de los herederos se ponen en marcha para rastrear hasta la última anotación que el autor hubiera hecho y piensan y repiensan el modo de los retales más astrosos para hacer otro libro más. Pensemos, como ejemplos recientes, en Borges, en Hemingway. Hay todo un negocio postmortem que abarca no sólo a los herederos, sino a eruditos y expertos, que rebuscan entre versiones, pre-versiones -e, incluso, subver...

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El escritor que no desee ver impreso lo que se negó a publicar en vida sólo tiene dos opciones: o no morirse o destruir lo que no querría ver publicado. Porque a partir de la muerte, la mayoría de los herederos se ponen en marcha para rastrear hasta la última anotación que el autor hubiera hecho y piensan y repiensan el modo de los retales más astrosos para hacer otro libro más. Pensemos, como ejemplos recientes, en Borges, en Hemingway. Hay todo un negocio postmortem que abarca no sólo a los herederos, sino a eruditos y expertos, que rebuscan entre versiones, pre-versiones -e, incluso, subversiones- como buitres en la carroña para justificar un artículo, una ponencia o un libro. Incluso se ha dado el caso de herederos que, vigentes los derechos del autor, pero próximos a extinguirse, han pactado con un escritor la continuación de un texto famoso, a modo de extensión de derechos. Así sucedió con Margaret Mitchell y la continuación de Lo que el viento se llevó.Este asunto de contrariar la voluntad real o supuesta del autor con respecto a lo que debe quedar de su obra tiene varios aspectos a considerar. El primero se corresponde con una visión en exceso sublime de la función del autor.

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El segundo, el mercado y la publicidad. En este mundo tan mediático, todo lo que es explotable se explota, pero también es cierto que, pasado algún tiempo, lo único que aguantará será lo sustancial de la obra de cada autor, que los insertos, alteraciones, etcétera, que hagan los herederos son sólo temporales. Incluso aquellos herederos que modificaron y manipularon la obra por razones de pacatería moral antes que por el beneficio, no han conseguido esconder la obra tal cual el autor la concibió y publicó; recordemos, sin más, a la hermana de Nietzsche o a la viuda del capitán Burton, aunque en este último caso hay destrucción de obra, lo que demuestra mi afirmación inicial: "Lo que no quieras que vea la luz quémalo".

El tercer aspecto es el escandaloso, pues, en efecto, existe un aire de ruindad de alma en hechos como el de insertar en una nueva edición de El Gatopardo un capítulo desechado deliberadamente por su autor. ¿Debe la ley entrar en ello, preservar la decisión del autor por encima de los manejos de los herederos y sus asesores? Hay demasiadas lagunas legales que permiten la intervención de manos ajenas por derecho de herencia. Lampedusa debió haber destruido el capítulo si consideraba la obra concluida. Así como al enfermo predominantemente sano se le aconseja "que deje obrar a la naturaleza", así pienso que, en todo lo que no sea una demostrable y flagrante contravención del derecho de propiedad intelectual, lo sensato será siempre "dejar obrar al tiempo".

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