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Tribuna:LAS CUENTAS DEL ESTADO
Tribuna
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Presupuesto (y) preservativos

Veo en televisión un anuncio en el que una joven disipa los temores de su madre, mostrándole un preservativo que guarda en el bolso antes de salir a divertirse. Es un mensaje del Ministerio de Sanidad. Salgo a la calle y veo que el ministerio ha llenado un buen número de vallas publicitarias con fotos de gigantescos condones, en una campaña de prevención del sida; una campaña acertada, aunque también muy desmemoriada.Echo la vista atrás y me acuerdo de las cosas que, hace sólo seis o siete años, se decían en España a propósito de la inducción al uso del preservativo. Las cosas, pongamos por caso, que decía la Iglesia católica de las autoridades sanitarias socialistas cuando éstas aconsejaban a los jóvenes ponerse (o ponerle) un preservativo, antes del alivio. Me acuerdo de los aspavientos de la derecha a propósito de aquel "póntelo, pónselo", de cómo hubo que recordarles ante sus reparos a que se hiciera publicidad del condón, que los pecados se quitan en los confesionarios pero el sida, no.

Hoy, cuando se cumplen cuatro años de Gobierno de la derecha, parece que los conservadores han caído en la cuenta, al fin, de que el preservativo previene grandes males. Rectificar es de sabios y nada hay que reprocharles, salvo, claro está, las contradicciones. ¿Y la Iglesia? ¿También ha rectificado? Porque lo realmente significativo es que la Iglesia ha enmudecido, con manifiesta desmemoria, ante esta nueva campaña de inducción al uso del preservativo. Uno, en su ingenuidad, puede llegar a pensar que la doctrina de la Iglesia acerca de estas cuestiones ha cambiado para bien de todos o, sencillamente, que ha comenzado por aceptar la secularización del poder temporal. Si uno fuera algo peor pensado, podría llegar a pensar que la Iglesia imparte su doctrina con un embudo o, siendo más fenicio, que es capaz de hacer transacciones comerciales (¿el IRPF, las subvenciones escolares?) con ella.

Pero esto es sólo una anécdota.

En éstas estoy, cuando me doy de bruces con los Presupuestos del Estado para el 2000. Los leo, miro sus números, también sus trampas y llego a la conclusión de que estamos ante un incumplimiento claro de lo que se ha dado en llamar la cultura de la estabilidad.

Tenemos una inflación que casi multiplica por cuatro la del eje franco-alemán, a la vez que mantenemos un tipo de cambio fijo con el franco y el marco, una balanza comercial extraordinariamente deficitaria, una tasa de paro muy superior a la media europea y un tipo cero de interés real. A uno se le ocurre pensar que, en esta coyuntura, la ortodoxia de la estabilidad exigiría una política fiscal restrictiva; dicho de otra forma, una congelación del gasto y medidas para incrementar la productividad de todos los factores. Busco semejante propósito en los Presupuestos y no lo hallo; me encuentro justamente con lo contrario.

En la prosa presupuestaria se nos dice que el gasto público va a crecer en el 2000 un 4,7% (el PIB un 5,8%). Claro que la afirmación es, como muchas otras frases de los Presupuestos, bastante tramposa. Mirando los números nos encontramos con algo bien diferente: si hacemos homogéneos los gastos de personal del 2000 con los de 1999 (es decir, recordando las transferencias, entre otras, del personal educativo y del Inem a diversas comunidades autónomas, a lo largo de este año, y comparamos cantidades por funcionario de 1999 con esas cifras del 2000), el aumento real del gasto es ya el mismo del previsto para el PIB. Si excluimos de este cálculo, el capítulo III, de pago de intereses de la deuda, el incremento del gasto se eleva hasta llegar al 7,1%. Estamos ante unos Presupuestos aparentemente expansivos que, por otra parte, van a financiarse de forma novedosa: el 38% de los ingresos van a proceder de cotizaciones sociales (11,84 millones de pesetas), en tanto que la imposición indirecta supone el 27,4% (8,56 millones) y la directa solamente el 25,2% (7,89 millones). Así que en una fase de crecimiento, con la economía generando grandes beneficios y con riesgos inflacionistas claros, se ha optado por una política de crecimiento de los gastos corrientes del Estado por encima del PIB, sostenida por ingresos que penalizan la creación de empleo.

No es mi intención hacer ahora una crítica presupuestaria. Sí lo es, en cambio, la de advertir que los Presupuestos del 2000 son abiertamente contradictorios con la ortodoxia de la estabilidad, se esté o no de acuerdo con ella, que ésa es otra cuestión. Vistas así las cosas, uno podría preguntarse cuál ha sido la reacción de los analistas económicos que se han erigido en celadores del arca de esta ortodoxia, la de esos columnistas y tertulianos liberales confesos y mordaces casi siempre, o la de los mercados, ante una decisión del Gobierno que ha roto con las bases fundamentales de esta doctrina de la estabilidad. La contestación, después de mucho leer y de bastante oír, resulta tan incongruente como previsible: unos, muy poquitos, han advertido de los riesgos de la expansión. Otros han callado y, como la Iglesia con el condón, han preferido mirar para otro sitio. Y algunos, los más comprometidos con la defensa del Gobierno (su Gobierno), han optado por creerse la literatura del señor Rato y santificarlos públicamente. Todo sea, parece haber dicho la inmensa mayoría de los fundadores de la nueva ortodoxia, por la preservación del poder, que es el bien a defender. Y es que lo más obvio de estos Presupuestos del 2000 es que son francamente preservativos: se han hecho pensando más en el compromiso electoral de la próxima primavera que en el interés colectivo o en la coherencia ideológica. ¿Y el Banco de España? ¿Tendrá la misma independencia crítica que manifestó en 1994, con los Presupuestos de entonces (ésos sí, francamente restrictivos y con profundas reformas estructurales, aunque con poco éxito de crítica), o hará un aseado ejercicio de composición de intereses?

No hay que desesperar. Las cosas, en definitiva y a pesar de los augures del pensamiento único, se entienden siempre mejor en el terreno de la política que es lo que nunca muere. Ni las ortodoxias religiosas ni las ortodoxias económicas son ajenas a la realidad del poder. Sus juicios, por ello mismo, acostumbran a ser el reflejo de lo que Carl Schmitt llamaba la dialéctica entre el amigo y el enemigo. Para uno, para el primero, gracia y justicia; para el otro, para el enemigo, la ley. Ya lo dijo Benito Juárez, un valiente mexicano del siglo pasado, que se atrevió a proclamar entonces lo que, como se ve, es también práctica común de las democracias maduras del final del siglo XX.

José A. Griñán es diputado del PSOE.

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