Tribuna:

Ruina romana

La escena segunda de El público de Lorca, que empieza con un bello intercambio amoroso entre una figura cubierta de pámpanos y otra de cascabeles, tenía un título que a partir de la edición de Martínez Nadal de los autógrafos en su poder dejó de ser Reina romana; la lectura correcta del manuscrito indicaba antes bien Ruina romana. Hace ya 20 años de aquella y otras importantes rectificaciones y añadidos al canon lorquiano, y cada vez van faltando menos cosas que descubrir de la obra del poeta, pero su casa-museo de los veranos y de tantos recuerdos y tantas grandes páginas...

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La escena segunda de El público de Lorca, que empieza con un bello intercambio amoroso entre una figura cubierta de pámpanos y otra de cascabeles, tenía un título que a partir de la edición de Martínez Nadal de los autógrafos en su poder dejó de ser Reina romana; la lectura correcta del manuscrito indicaba antes bien Ruina romana. Hace ya 20 años de aquella y otras importantes rectificaciones y añadidos al canon lorquiano, y cada vez van faltando menos cosas que descubrir de la obra del poeta, pero su casa-museo de los veranos y de tantos recuerdos y tantas grandes páginas allí escritas, la Huerta de San Vicente, está a punto de ser cerrada al público porque el Ayuntamiento de Granada no encuentra el dinero para pagar al personal que la mantiene abierta.Las ruinas están en alza, lo cual no quiere decir que todas sean levantadas del suelo de su olvido. Se piensa mucho en ellas, y algunas salen retratadas en los periódicos, a pesar de que el estado natural de una ruina es no ser fotogénica, como saben las personas que llegan a la vejez tras una vida poco edificante. En Madrid lo que empezó como una serpiente de verano, el derribo de unos restos arquitectónicos del siglo XVI descubiertos al hacer obras en la Plaza de Oriente, se ha convertido en algo que está llenando el invierno de descontentos; mientras el alcalde y su asesora principal, la paleontóloga Andréu, sostienen que los restos eran "de escaso valor", el concejal portavoz de IU proclama que al derribar esos elementos de la fachada de la Casa del Tesoro "han cometido un grave atentado cultural y urbanístico que apunta a graves indicios de, delito". Tratando de escapar de esta lapidación verbal madrileña me fui a ver unas ruinas que seguían en su sitio, las del espléndido teatro romano que está resurgiendo en Cartagena (el nacimiento se conoce desde 1990, pero ha sido en los últimos meses, tras tres años de excavaciones muy fructíferas, cuando no sólo el experto sino los ciudadanos se han dado cuenta de su valor, capaz tal vez de reanimar culturalmente una ciudad que ha vivido una gran depresión socio-industrial).

No contento con esas emociones cartaginesas, visité, de regreso a Madrid, una de las mejores y sin duda la más original exposición del año de homenaje al pintor de Fuendetodos: Vida cotidiana en tiempos de Goya, abierta no por casualidad en el Museo Arqueológico. ¿Ruinas goyescas? El siglo XIX parece que fue ayer, sobre todo en España, pero aún así debe tener razón la comisaria de la exposición, Natacha Seseña, cuando escribe en el importante catálogo de la muestra: "Los objetos lujosos de esta exposición se han salvado precisamente por eso, por ser lujosos". ¿No es un lujo que bajo el trazado de unas casucas aparezca intacto el esqueleto de un teatro que una vez concluida su restauración podría emular al de Mérida? ¿No es un lujo para un país un poeta del temple de Lorca, y que el estudiante o el curioso tengan la oportunidad de conocerle mejor en sus obras bien editadas y en el ámbito del que surgieron?

Hay entre nosotros un concepto monumental o lujoso del pasado, según el cual sólo sería digno de preservación lo afamado y lo pomposo, lo intachable o intangible. Si ya tenemos un Palacio Real o una Catedral de Burgos, para qué unas paredes de la edad de Velázquez o un jubón o unos huesos de escritora americana alcohólica. La historia oficial es cosa de mayúsculas, y el poder asociativo de los pequeños restos, piedras o tejidos de la memoria como no tiene valor de cambio productivo bien está en la nada. En una ciudad como Milán se va ganando terreno al automóvil peatonalizando cada día más calles importantes del centro, pero los responsables municipales madrileños no tienen reparo en despejar de pedruscos la Plaza de Oriente para que el tráfico ruede mejor. ¿No sería posible -puesto que las ciudades históricas son mapas donde al tesoro antiguo de una época se superpone la huella de riquezas más enteras y suculentas- seguir el ejemplo de Roma, que junto a plazas barrocas y oficinas de vidrio y aluminio deja ver al paseante los escalones de un circo romano? La cultura del hombre no está hecha únicamente de hitos y solistas; en las calles sin mucho tránsito y en el coro de la gente común hay pisadas y voces que si llegan a oírse también nos hablan de nosotros.

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