Tribuna:

Retrato de familia

Juan Pedro Aparicio, cuando escribe, suele tener en cuenta la existencia de los fenómenos atmosféricos. En la quinta línea de El año del francés el narrador explica que "no había lluvia, pero sí su anuncio: un fulgor en el ambiente súbitamente impregnado de humedad, una luz gris y declinante, extraña al mediodía, luz de frontera entre estaciones, indecisa, tanto que todavía podía romperse en un brillo deslumbrante como embozarse definitivamente entre tinieblas".El lector acopla sin esfuerzo su situación emocional a estas raras condiciones climáticas, minuciosamente descritas, en las que...

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Juan Pedro Aparicio, cuando escribe, suele tener en cuenta la existencia de los fenómenos atmosféricos. En la quinta línea de El año del francés el narrador explica que "no había lluvia, pero sí su anuncio: un fulgor en el ambiente súbitamente impregnado de humedad, una luz gris y declinante, extraña al mediodía, luz de frontera entre estaciones, indecisa, tanto que todavía podía romperse en un brillo deslumbrante como embozarse definitivamente entre tinieblas".El lector acopla sin esfuerzo su situación emocional a estas raras condiciones climáticas, minuciosamente descritas, en las que se transparenta un terror que guarda relación con lo siniestro.

Recuerdo haber leído un cuento de Aparicio, que narraba el destino fatal de un caballo y posiblemente de su dueño. Era, en apariencia, una historia rural, pero quizá una historia rural narrada desde una inteligencia tocada por los modos urbanos. Y esa rara conjunción daba lugar a un ritmo que al lector le producía un miedo cuya intensidad era regulada por los cascos del caballo al galopar, ciego, hacia su destino.

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Muchos pensarán que esta capacidad para encontrar el equivalente literario de la situación dramática podría proceder de un supuesto pasado rural del autor. Sin embargo, yo creo que esto sucede porque Aparicio ha leído a Onetti, que es el gran maestro de hacerte sentir caer la lluvia al otro lado de los cristales, aunque estés bajo un sol de 40 grados. Es inevitable hablar de Luis Mateo Díez y de José María Merino porque ambos forman, junto a Juan Pedro Aparicio, un trío extraño en nuestro actual panorama narrativo.

Los tres practican un realismo que en mi opinión no ha encontrado todavía un número suficiente de lectores adecuados. Porque se trata de un realismo falso, de un decorado bajo el que se oculta un rara extrañeza: la del que ha visto cosas que la realidad inmediata no cuenta. En esa medida en sus relatos se advierte siempre un punto de terror, incluso cuando tratan de ser tan grotescos y divertidos como los personajes de la cofradía de La fuente de la edad. Todos ellos tienen en común, aparte de sus raíces y de su obsesión por la literatura, el rasgo de practicar una , farma de amistad respetuosa y lejana, pero eficaz, que a estas alturas de la vida empezamos a agradecer bastante. Enhorabuena.

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