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Berlusconi es propietario del Milán; Bernard Tapie, del Marsella; Agnelli, de la Juventus; Robert Maxwell, del Oxford, del Derby County y del Reading. Hay además otros muchos empresarios que poseen equipos de fútbol.La potencial venta a de que los equipos se transformen en bienes inventariables dentro de multinacionales es que tienden a quedar desprovistos de función simbólica y convertidos en mercancías. Esto es al menos lo que cabría esperar. O bien, esto es lo que los verdaderos aficionados esperan que ocurra; gentes de criterio y sentido de la modernidad.

Por el contrario, lo que los empresarios y presidentes del Atlético de Madrid y del Barça hacen por sus equipos es todo lo necesario para arruinarles el porvenir. Año tras año, los equipos que obtienen los éxitos son aquellos que juegan con menor encarnación nacional o local y perfeccionados, en cambio, como artículos de marca. El Madrid y el Español son hoy, frente a la tumefacta carnalidad del Barcelona y el Atleti, artículos casi puros. Cierto que en sus entornos crecen manadas atávicas, pero no cambian la materia central y decisiva. El declive del Español, las crisis del Madrid se viven con el tono de una pasajera adversidad mercantil. Los episodios del Atleti o del Barça, sin embargo, son algarabías o tragedias de familias rurales tirándose por el barranco.

El aficionado modélico es hoy aquel que rehúye la confusión pasional, el urinario del medio tiempo y la peste a anorak con forro de color butano. Un consumidor, en definitiva, que se emociona a través de los medios de comunicación y encuentra ruda toda experiencia in situ. Los espectadores del campo, esa crédula parroquia a la que invocan Gil y Núñez, son decorado.

Si el fútbol sigue teniendo algún aliciente fundamental es a cambio de no atronar, no enmerdar. Las interminables historias internas que guisa Núñez o los fatigosos enredos que fomenta Gil echan el fútbol a la escombrera y prestigian la mariconada de la NBA.

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