Tribuna:Punto final a una obra entre la fantasía y la realidad

Ítalo, de ciudad en ciudad

Primero fue en Formentor, cuando lo del premio. En aquella época yo vivía en Italia, hablo de 1962, todavía no era editor, y la figura de Calvino era la de un incómodo intelectual de izquierda con pasado de partigiano, intransigente ante el PC de Palmiro Togliatti que, de por sí, no era ciertamente un PC cómodo para Moscú. Un célebre cuento de Calvino hablaba del inmovilismo -el de unos navíos ante no sé qué costa...- En Formentor, ese año, Calvino formaba parte de una espectacular delegación italiana de la que también formaban parte Moravia y otros. Intimidado por la timidez de Ítalo, ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Primero fue en Formentor, cuando lo del premio. En aquella época yo vivía en Italia, hablo de 1962, todavía no era editor, y la figura de Calvino era la de un incómodo intelectual de izquierda con pasado de partigiano, intransigente ante el PC de Palmiro Togliatti que, de por sí, no era ciertamente un PC cómodo para Moscú. Un célebre cuento de Calvino hablaba del inmovilismo -el de unos navíos ante no sé qué costa...- En Formentor, ese año, Calvino formaba parte de una espectacular delegación italiana de la que también formaban parte Moravia y otros. Intimidado por la timidez de Ítalo, habré cruzado con él dos frases. Pero su figura era la del barón rampante, y mi deslumbramiento me llevó a prometerme llegar a conocerlo más.Eso fue un par de años después, cuando me atreví a proponerle una edición de su Barón rampante con fotos mías. Me contestó entusiasmado y divertido, y me dio cita en Roma. Él acababa de unirse a Chichita. Nuestra primera conversación fue en la casa que estaban amueblando. Su parquedad verbal, cónyuge de su rapidísimo humor, terminó por seducirme, pero no limó la aspereza de un trato expectante.

Más información

Hasta 1966 convivimos en Roma. Luego en 1967, nos encontramos ambos viviendo en París. Cuando le pregunté por qué se había instalado en París, me dijo que porque tenía una hija que estudiaba en esa ciudad: Giovanna tenía entonces... tres años. Pero las vicisitudes familiares nunca marcaron particularmente nuestra relación. Ítalo era deslumbrante, y entrañable. Su rapidísimo humor hacía mis delicias.

Discutiendo una vez acerca de los faquires, Chichita nos dejó pasmados informándonos de que eran capaces de contener la eyaculación. Italo preguntó, después de una pausa, qué hacían con el semen. Nos miramos perplejos, y él rompió el silencio haciendo el gesto de un esputo.

Otra vez, pasando unos días de invierno en Tunisia, en donde, por otra de esas cosas, coincidimos con los Calvino, fuimos a comer couscous una noche junto al mar. Ítalo, gran comedor, si no comilón, no ponía mucho énfasis en instar a Giovanna a que comiera su ración, a la que él mismo ya le había puesto el ojo. Se la comió. Cuando salimos, el viento invernal nos azotó con fuerza y todos tiritábamos. Ítalo declaró que si nosotros teníamos frío había que pensar en él, que tenía toda la sangre comprometida en la digestión...

¿Quién no conoció su modo de tartamudear? Cuando vino a Barcelona pronunció una conferencia ante un nutrido público. La comenzó en castellano, con gran dificultad, lo que provocó a un espectador a gritarle, desde la platea- "¡Puede hablar en italiano!". Italo hizo una pausa y, siempre tartamudeando, como para tantear el terreno, dijo: "E... e... e... lo stesso".

Es que -y quizá ése sea su incomparable mérito de escritor- las palabras eran para Ítalo verdaderos compromisos, hechos que lo ataban definitivamente. Una vez me lo dijo: "Para decir algo he de pensármelo, quién sabe si los que tienen facilidad de palabra no hablan sin pensar".

Lo vi por última vez en noviembre de 1984, en su espléndida casa de Roma, adonde habían ido a vivir después de París. Giovanna, una señorita ya casi independiente, se había quedado, esta vez de veras, a estudiar en París. Chichita, con humor de madre judía, e Italo, con idéntico humor, me dijeron que la hija tenía un pretendiente. Por mucho que trataron, no lograron poner verdadera preocupación en sus palabras, una preocupación que debía nacer, al parecer, de no saber nada del chico. Le pregunté a Italo qué sabía de él, aparte los prejuicios de todo pater. A lo que me contestó, casi sin tartamudear, en un tono de falso escándalo: "E... niente. Niente! Solo i pregiudizi, solo i pregiudizi!".

El equilibrio. La responsabilidad de escritor. El finísimo humor. Una manera de mirar el mundo de costado, de pensarlo de otro modo. La fidelidad a un rigor diferente, científico, pero a su modo. Atesoro con ojos empañados la dedicatoria de mi edición de su Orlando furioso: "A Mario, questo libro ormai suo quanto mio e che inquesta edizione ha trovato la sua forma perfetta". Pero vuelvo una y otra vez a otra, de 12 años antes, en la que dice: "A Nicole e a Mario, amici di cittá in cittá".

Mario Muchnik es editor.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En