Tribuna:Prosas testamentarias

Tríptico argentino: la moral

Tanto cuando uno reliza su vi da por sí y para sí mismo como cuando la hace participando en la vida de un grupo social, vivir humanamente es, entre otras cosas, ir resolviendo pequeños y triviales o grandes y dramáticos problemas morales. Todo lo que en la vida no es automático es moral o es inmoral. Salvo en el desorden psíquico que los psiquiatras ingleses llamaron moral insanity, la amoralidad de la conducta humana no pasa de ser una cómoda ficción, y así lo verá quien por un momento detenga el fluir de su vida cotidiana y con rigor y profundidad se examine a sí mismo.Limitemos nuest...

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Tanto cuando uno reliza su vi da por sí y para sí mismo como cuando la hace participando en la vida de un grupo social, vivir humanamente es, entre otras cosas, ir resolviendo pequeños y triviales o grandes y dramáticos problemas morales. Todo lo que en la vida no es automático es moral o es inmoral. Salvo en el desorden psíquico que los psiquiatras ingleses llamaron moral insanity, la amoralidad de la conducta humana no pasa de ser una cómoda ficción, y así lo verá quien por un momento detenga el fluir de su vida cotidiana y con rigor y profundidad se examine a sí mismo.Limitemos nuestra atención a la vida política, y consideremos un acto de apariencia tan trivial como la decisión de aumentar o disminuir un impuesto. Junto a lo que sea materia económica y administrativa, ¿no es cierto que en su estructura hay un ingrediente de carácter moral? Piénsese, pues, qué no habrá que decir en el caso de cualquier declaración de guerra, aunque, ofuscados por una real o ficticia razón de Estado, no quieran verlo así los declarantes, y de todos los actos que lleva consigo la represión política.

Solemos llamar así a la eliminación coactiva, por parte de un poder público -por antonomasia, el del Estado-, de las actividades sociales, sean violentas, como el terrorismo, sean no violentas, como la propaganda subversiva, que se oponen a la vigencia real de lo que ese poder considera su derecho o, más pragmáticamente, su orden.

A lo largo de toda la historia ha existido la represión política, por liberales y democráticos que parezcan ser los principios del Estado que la aplica. Vengamos a la historia más próxima. Hubo represión política en Francia y en Italia inmediatamente después de la rendición de Alemania. Represión política fue asimismo la caza de brujas inventada en Estados Unidos por el senador McCarty. La hay, por supuesto, en todos los países más allá del telón de acero, como también la hay -por lo menos, dentro del Ulster- en el ámbito del Reino Unido y, bajo una y otra forma, en la Alemania Federal. Pero ha sido en la Rusia de Stalin, en la Alemania de Hitler, en la España de Franco, en el Chile de Pinochet y en la Argentina de la última dictadura militar donde la represión política de nuestro siglo ha alcanzado mayor y más notoria gravedad.

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Comenzó en Argentina, por lo que ahora se va sabiendo, durante el tercer peronismo, el ulterior a la muerte de Perón, y dieron lugar a ella los violentos desórdenes que en toda la República, y principalmente en Córdoba -el famoso cordobazo-, promovieron grupos izquierdistas de distinta procedencia. El mantenimiento de la paz y el orden. en la vida pública es deber indeclinable de todo Estado legítimamente constituido. Nadie lo negará, como no sea un anarquista, radical, un hombre para quien el Estado no sea en sí mismo ¡legítimo. Nadie lo negará, hay que añadir, si el grado y el modo de la represión son los adecuados a la causa que la determina y no quebrantan el imperativo político y moral de los derechos humanos. ¿Qué grado y qué modo tuvo la que subsiguió a la orden de aniquilar la subversión, lanzada entonces desde la presidencia, de la República? Acaso no llegue: a saberse nunca. Gracias al escalofriante informe Sábato, sí se sabe, en cambio, lo que la represión política llegó a ser cuando la ejercitaron los militares que, con la inicial aquiescencia de muy buena parte de la sociedad argentina, dieron al traste con el último Gobierno peronista.

Para muchos, yo entre ellos, qué dolorosa y amarga sorpresa. Muy lejanos ya los días del tirano Rosas, suavizada la dureza de los gauchos y de los primitivos criollos hispánicos por la vivaz afabilidad de los italianos y el pacífico sosiego de los gallegos que habían dado cuerpo social al país, encontrábamos dulce y cortés la convivencia argentina y creíamos psicológica y socialmente imposible un enfrentamiento armado, y mucho más una espantosa guerra sucia entre los argentinos de un color y los de otro. Más que'nadie, los españoles que habíamos vivido la atroz experiencia de nuestra guerra civil y percibíamos cómo los educados y finos bonaerenses se sentían tan lejos de la sangrienta barbarie a que se había entregado la madre patria. Oí decir que cuando los tanques del general Onganía avanzaban hacia Buenos Aires, en el penúltimo de los golpes militares, hasta las sefiales del tráfico respetaban. No; en Argentina no parecían posibles los horrores que relata el informe Sábato, y de ahí nuestra dolorosa y amarga sorpresa al conocerlos.

Sólo un título, el que acaso me concedan mi sincero amor a la República del Plata y el hecho de haber juzgado con los mismos criterios y la misma severidad los horrores de nuestra última guerra civil, puede autorizarme a comentar el costado moral de la represión política argentina. No mencionaré para ello truculencias, por reales y espantosos que hayan sido los hechos a que mi comentario se refiere; el tremendismo no es mi fuerte; me limitaré a remitir al informe, Sábato y a todo lo que el subsiguiente proceso judicial va poniendo en evidencia, y consideraré tan sólo dos aspectos, el político y el religioso, de esa inmoralísirna represión.

Aunque sea para erradicar de la sociedad delitos tan perturbadores e injustificables como el terrorismo, aun con evidencia de que en ellos la crueldad ha sido añadida al crimen, al gobernante no le es lícito recurrir a la tortura, la difamación y la eliminación clandestina del delincuente; tanto menos si el torturado, difamado y al fin eliminado no pasa de ser un discrepante ideológico del que se sospecha. Ante todo, porque esas prácticas son intrínsecamente perversas; luego, porque en todos los sentidos es repugnante que desde un pulcroy aséptico despacho se ordene o se permita que un ejecutor sádico de rienda suelta a los más bajos fondos instintivos de su persona, y, last but not least, porque nada obliga tanto al juego limpio como la representación y el ejercicio del poder del Estado, la institución en que la razón y la justicia deben tener su casa más propia. La guerra sucia es, en primer término, un delito político.

Delito que se agrava más y más cuando el gobernante se declara cristiano y afirma en público -y acaso repita una y otra vez para convencerse de ello, en el silencio de la intimidad personal- que hace lo que hace para servir al bien común de su país, a lo que le han dicho que es criístianamente el bien común de su país. No han sido los gestores de la dictadura militar argentina los únicos que han procedido así, pero, naturalmente, esto no les justifica. Y puesto que a sí mismos se llaman cristianos, suya es la responsabilidad de que, con gobernantes así, el cristianismo se vea social y políticamente obligado a batirse en retirada.

Con esa enorme lacra moral se ha encontrado, al constituirse, la nueva democracia argentina. ¿Qué podía hacer ante ella?

Acaso lo más cómodo hubiera sido optar por el silencio y dejar que el tiempo, con arrepentimiento íntimo en algunos, sin él en otros, fuese borrando de las conciencias el recuerdo de lo que se vio, se supo o se sospechó. Lo más cómodo, sí, pero no lo más digno, porque sólo a través del reconocimiento expreso del pecado puede ser efectiva la rectificación, y con ella una vida nueva verdaderamente digna, ni lo más eficaz, porque sólo edificada con la verdad y sobre la verdad puede ser realmente sólida la vida social. "La verdad os hará libres", dice una de las sentencias fundamentales del cristianismo; sentencia de la cual no parece ¡lícito derivar otras dos: "la libertad os hará verdaderos", y "la verdad os hará fuertes". Aunque la verdad sea a veces penosa y aunque el proclamarla resulte a veces arriesgado.

Ante la grave lacra moral que sobre su país pesaba, dos hombres, el presidente Raúl Alfonsín y el escritor Ernesto Sábato, y una institución, el poder judicial argentino, han optado resuelta y valerosamente por el camino de la dignidad, la verdad y el riesgo. Alfonsín, ordenando el esclarecimiento de lo que sucedió; Sábato, cumpliendo honesta y abnegadamente ese duro encargo; los jueces, llevando a término con limpieza y competencia el proceso que de esos terribles hechos necesariamente había de seguirse. La República Argentina está dando al mundo una hermosa lección de moral. Bien merece la pronta recuperación de su casi perdido pulso.

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