Farsa de pesadilla
Para describir sumariamente la obra de Cossa De pies y manos, que trae el Teatro Nacional Cervantes, de Buenos Aires, hay que acudir a algunas clasificaciones tópicas: es una obra abierta, en el sentido por el que se supone que el autor no dicta sobre el público, ni siquiera sobre su propia lógica, y permite las interpretaciones; está dentro del sentido de la farsa de la crueldad, por lo que permite que un fondo de sainete o de costumbrismo se exageren hasta hacerse patológicos; convertir la agonía en una risa. Y es profundamente literaria: por su diálogo, por sus alusione...
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Para describir sumariamente la obra de Cossa De pies y manos, que trae el Teatro Nacional Cervantes, de Buenos Aires, hay que acudir a algunas clasificaciones tópicas: es una obra abierta, en el sentido por el que se supone que el autor no dicta sobre el público, ni siquiera sobre su propia lógica, y permite las interpretaciones; está dentro del sentido de la farsa de la crueldad, por lo que permite que un fondo de sainete o de costumbrismo se exageren hasta hacerse patológicos; convertir la agonía en una risa. Y es profundamente literaria: por su diálogo, por sus alusiones. Este armazón está hecho con solidez, pero, al sujetarse a él, no nos impide un cierto tedio de lo ya sabido, de la vanguardia de hace muchos años, del sometimiento al teatro del absurdo.De pies y manos indica ya, con su título, lo que le pasa al personaje: está atado de pies y manos por una sociedad representada por seres sin nombre propio y, por tanto, arquetípicos: podrían ser la vulgaridad, la cotidianidad, amarrando y agarrando a un idealista. Porque ese protagonista es un intelectual, y en el retrato que se hace de él está probablemente la más sutil de las amarraduras: la imposibilidad de detenerse en un punto fijo, el paso de Nietzsche a Gramsci y todos sus intermedios hasta llegar al pacifismo como ideología; la multitud de respetos y consideraciones a todas las ideas que terminan por destrozar la personalidad.
De pies y manos, de Roberto Cossa
Compañía del Teatro Nacional Cervantes, de Buenos Aires. Intérpretes: Cristina Banegas, Lidia Catalano, Claudio Gallardo, Carlos Carella, Alfredo Alcón. Escenografía de Guillermo de la Torre. Dirección: Omar Grasso. Estreno: teatro Progreso, 11-6-84.
Entre los hallazgos -del autor está la mezcla del sainete con la agonía, y entre los del director -Omar Grasso, un nombre lleno de crédito-, el de la creación del clima nocturno de pesadilla, de fantasmas de carne y hueso, dentro de un decorado de Guillermo de la Torre en el que los libros y unos supuestos árboles raidos presentan una alternativa. Buenos Aires tiene fama de teatro bien hecho, y éste está sólidamente construido por Omar Grasso, de manera que el realismo visible de la acción externa es el soporte de la angustia interna. Hay un importante dúo de actores: Alfredo Alcón y Carlos Carella. Alcón es conocido del público español: es un histrión -en el mejor sentido de la palabra- que derrocha facultades de voz y gesto, que interpreta de una manera directa y sin reservas, metido -a la antigua y buena usanza- en la piel del personaje, sin distanciamientos ni trampas. Carella abruma de naturalidad y sencillez: es esa naturalidad de ser primario la que da la dimensión del misterio que le corresponde, y la que mantiene el contrapunto con Alfredo Alcón, en el viejo juego Don Quijote Sancho. Cristina Banegas, Lidia Catalano y Claudio Gallardo son también actores de mucha solvencia. Lástima que contra todos ellos actúa la mala acústica del teatro Progreso.