Negro rosa
No es casual que los dos más grandes fabricantes de lágrimas del Hollywood de los años cuarenta, Leo McCarey y Frank Capra, aprendieran su oficio, allá por los años veinte, fabricando a destajo las mejores carcajadas de la época. McCarey, en los estudios de Hal Roach, extrajo de Stan Laurel y Oliver Hardy algunos de los instantes de comicidad más cruel y rotunda que se recuerdan. Por su parte, Capra llevó más tarde a la plenitud al gran Harry Larigdon, otro cómico inabarcable, de gran fuerza, pero ya con despuntes sentimentales.Entre la comicidad y el sentimentalismo hay sólo una frágil frontera que Capra tal vez aprendió a cruzar a su gusto durante su etapa de aprendizaje en el cine cómico de los años veinte. Más tarde, con la llegada del sonoro, Capra sufrió un bajón en su inventiva y tardó algunos años en recuperar la factura que había alcanzado en los últimos años del cine mudo. Realizó media docena de filmes aceptables, hasta que en 1937 recuperó su prestigio con un filme recientemente emitido por la televisión: Horizontes perdidos. A partir de entonces, y hasta los primeros años cincuenta, su carrera fue una sucesión de éxitos, entre los que hay ejemplos antológicos de ese sutil paso de la frontera que separa la carcajada de la lágrima.
Comicidad y sentimentalidad se mezclan en estas películas a través de intrincadas interrelaciones, de tal manera que no se sabe bien dónde acaba la una y comienza la otra, como si ambas fueran las dos caras de una misma moneda, de una misma estirpe narrativa y de un mismo mecanismo de estimulación de las respuestas emocionales del espectador.
Uno ríe como llora, y por las mismas razones que llora, en los filmes de Capra, cuando éste acierta, que no es siempre, pues junto a las excelentes películas citadas, este director -nacido en Palermo, Sicilia- en 1897 y emigrado en 1903 a Estados Unidos- tiene en sus espaldas otra docena de filmes de inferior calidad.
A partir de 1950, la estrella de Capra se eclipsó. Hizo en 10 años tan sólo un par de películas anodinas, una con Bing Crosby y otra con Frank Sinatra, y en 1961 rodó su canto de cisne, Un gangster para un milagro, filme en el que junto a algunas caídas de ritmo hacia la mitad del metraje, el viejo maestro volvió por sus caminos de gloria.
Un gangster para un milagro es un filme donde el inconfundible estilo de Capra, es decir, el explosivo contraste entre la farsa torrencial y la comedia sentimental serena, vuelven a fundirse con sorprendentes aciertos. El balance global de la película es bastante satisfactorio, porque las caídas de ritmo a que he aludido están compensadas por las espectaculares, y a veces graciosísimas, aceleraciones que elevan con maestría el voltaje cómico de la historia, de las situaciones y, sobre todo, de los personajes.
En lo que respecta a los personajes, Capra se esmera y propone una colección de tipos en el borde mismo del disparate, pero que gracias a su sentido de la mesura no se vienen abajo. Por el contrario, se mantienen intactos, en la cuerda floja, entre el ternurismo y el esperpento, entre el melodrama y el cuento de hadas. Por ejemplo, la creación de Peter Falk, una especie de gánster parlanchín, irritable y de fondo angelical, es tal vez el mejor trabajo de este excelente actor, que casi se hace con el protagonismo total del filme, a costa de un Glenn Ford y una Bette Davis que, aun actuando a la perfección, difícilmente logran dar la réplica a un Falk en vena de histrión genialoide.
Un gánster para un milagro se emite esta noche en La clave.
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